Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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– ¿A ti te parece bien lo que está haciendo tía Lucía con Tom? -preguntó Violeta.

– ¿Qué está haciendo? Siguen más o menos como siempre -contesté yo.

– ¿Sabes qué es lo que yo creo? -preguntó Violeta.

– No. ¿Qué crees?

– Creo que tía Lucía está perdiendo todo el encanto que tenía, el cuello por ejemplo. ¿Te has fijado cómo ahora siempre lleva un pañuelo al cuello o jerséis de cuello alto?

– Sí, ¿y qué?

– Pues que en el cuello, me he fijado, se le empiezan a marcar las tiras. El cuello es lo que más pronto se nos envejece a las mujeres. Se está empezando a amojamar. Eso ella misma lo ha dicho, que de vieja o te ajamonas o te amojamas. Yo no me voy a amojamar. Tú a lo mejor sí, pero yo no. Ni tampoco me voy a ajamonar, eso menos. Yo pienso siempre estar perfecta, más bien delgada sin llegar a flaca. Y no pienso estarme aquí toda la vida. Y casarme, desde luego, no me pienso casar de aquí con nadie.

– ¿Cómo es eso, Violeta? Da igual lo que pienses, lo que cuenta es que lo sientas cuando te encuentres con el hombre de tu vida…

– Eso, precisamente, papá dice que es lo peor de lo peor. Casarse, papá dice, hay que casarse con quien más te convenga. Aunque no sea tan guapo a lo mejor como el que menos te convenga, que por lo regular son los más guapos.

Tenía gracia Violeta repitiendo esos tópicos. Tenía gana de tomarlo a broma, pero pensé que si bromeaba perdería la oportunidad de saber de verdad lo que Violeta sentía a los dieciocho, y era mi obligación estar al tanto. Sentí una agradable sensación al pensar eso. No de poder, sino de integridad y pertenencia: Violeta era sin duda una responsabilidad que yo tenía a mis veinte años, compartida con mi madre, e incluso con la madre María Engracia. Me di cuenta una vez más de que no era indiferente decirle a Violeta a sus dieciocho una cosa u otra. Había que acertar. Por eso pregunté, adoptando un tono de voz ligero, en continuidad con el que ella había adoptado al pasar, de lo de tía Lucía y Tom, a sus propios asuntos sentimentales:

– ¿Y qué te dice la madre María Engracia? A ella no creo que le parezca nada bien eso de que te cases por conveniencia en vez de por amor. El matrimonio es el sacramento del amor. Eso lo sabes del colegio igual que yo.

– ¡Ah! Pero es que yo a la madre María Engracia ni la escucho en esto. ¿Sabes tú lo que quiere que yo haga?

– No. No sé.

– Ya sé que no lo sabes. Pero vete diciendo a ver, cosas que pueda la madre María Engracia, según tú, querer que les dedique yo la vida.

– Meterte monja, supongo.

– ¿Cómo lo sabías? ¿Te lo ha dicho a ti también?

– ¡Qué va a decirme! Se me ha ocurrido a mí porque conozco el paño.

Violeta estaba realmente sorprendida de mi capacidad adivinatoria. Su sorpresa -pensé- sólo podía ser fruto de la más absoluta ingenuidad. La madre María Engracia, en mi opinión, era matemáticamente previsible en todo. Para que Violeta se asombrara todavía un poco más, añadí:

– Quiere que te metas monja porque está convencida de que tienes vocación. Precisamente porque no parece que la tienes, la madre María Engracia, que es muy monja, está persuadida de que la verdad es justo lo contrario y que ella sabe lo que te conviene a ti mejor que cualquiera de nosotras, y mejor desde luego que tú misma. ¿A qué es eso?

– Más o menos. Ella lo dice de otro modo. Como ella lo dice parece casi a veces que en el fondo-fondo eso es lo que yo quiero. Cree que soy completamente santa, es lo que cree. Y lo de salir y entrar y lo de estar siempre con un chico nuevo y otro y otro, y lo de ser presumida y vanidosa y no parar, según ella es porque el corazón mío está irrequieto totalmente y sólo parará cuando descanse en Dios Nuestro Señor con alma y vida. Y que bueno, que para eso lo mejor es que me meta monja, como ella, que por lo visto era también de joven como yo, bastante coqueta, y hasta tuvo un novio, me ha contado, un chico madrileño que era título su padre, que se puso como loco. Pero la madre María Engracia dijo: «Mira, Alberto, siento tenerte que romper el corazón, pero lo primero en esta vida es Dios Nuestro Señor.» Y con las mismas le dejó plantado y se fue al convento de las Adoratrices de Madrid a suplicar que por Dios que la admitieran, que quería profesar y dedicar su vida a Dios enteramente. Y ahí la tienes… Y cuenta cómo en su casa se alegraban y lloraban y dieron una fiesta para despedirla de este mundo que venía a ser como una puesta de largo, pero no para lucirse sino para no lucirse y no casarse. Al contrario: para dedicarle a Dios la vida. Jesucristo es su Divino Esposo, por eso las madres llevan todas un anillo de oro en el anular de la derecha que indica que sus bodas son con Dios. Pero que tienen que ser fieles igual que las casadas ordinarias al marido.

Era verano, era otra vez verano, era junio otra vez, no se acababa nunca. «Es siempre junio», pensaba yo aquella tarde. Había llovido ferozmente, había escampado repentinamente. El aire era limpio, una inspiración aromática. Y era sobre todo color amarillo todo el firmamento, miles de amarillos entre el cielo y la tierra que duraban sólo el tiempo suficiente para sentir que existían y que no volveríamos a verlos. Lo terrible era que el colorido particular de la tarde se me escapaba siempre por atentamente que yo lo contemplara. Se me escapaba el amarillo aquella tarde, el transparente amarillo que cabrilleaba sobre el mar inmóvil y que sacaba veladuras nunca vistas al verde de las zarzamoras y de los árboles de tía Lucía. Me sentía excitada, aunque no alegre. La entrecerrada melancolía del atardecer me llevó hasta una parte del muro del jardín de tía Lucía desde la cual, como desde un primer piso, se veía nuestra casa. Me sorprendió de pronto una figura agazapada, un hombre. Tardé un instante en reconocerle. ¿Qué hacía allí mi padre? Merodeaba tratando de empinarse por encima de la valla del seto de aligustre. ¡Era realmente extraño verle así! No parecía el mismo. No me vio, pero debí de hacer algún ruido, porque adoptó de pronto un aire más corriente y desapareció en dirección al puente. Un hombre, bien trajeado como él iba, resulta mucho más extraño que un vagabundo visto desde esa misma posición. ¿De modo que mi padre nos espiaba sigilosamente? Se lo dije a mi madre y se echó a reír. Me molestó que se riera. Ahora me irritaba qué mi madre se riera cada vez que yo decía en serio cualquier cosa. Para asustarla, dije:

– Está haciéndose una casa y quiere quedarse con Violeta. Le gusta tener una mujer en casa.

– No creo que Violeta esté por la labor -dijo mi madre-. Violeta no es muy de cuidar a las personas. Más bien le gusta que la cuiden, ¿no te parece?

Tuve que reconocer que tenía razón mi madre en eso.

Tom cambió, mi relación con Tom cambió. Tal vez sea una exageración, pero aquel verano y después, en el otoño, tuve la sensación de que sólo Tom me hacía verme a mí misma como una chica mayor. Tenía que ver con muchas cosas a la vez, no era una idea ésta que hubiese tenido de repente o que apareciese siempre o casi siempre de la misma manera. Por eso -más quizá por entenderme a mí misma que porque Tom me interesara-me fijaba ahora mucho en él. Al prestarle especialmente atención, Tom acabó perdiendo por completo las características exteriores que tenía para mí y para mis hermanos cuando éramos pequeños: no sonaba ya su voz tan alta, no me parecía ya siquiera un hombre alto. Ahora no era estrepitoso. Ahora tía Lucía y él rara vez paseaban juntos o hablaban entre ellos. Se sentaban cada uno a un extremo de la mesa. Seguían haciendo una comida con nosotros, la del mediodía. Tía Lucía era estrepitosa ahora, mucho más flaca que nunca. Daba la impresión de que tenía más dientes, o más largos. De pronto descubrí que tía Lucía requería una ligerísima ortodoncia. Salientes incisivos como una ratita sabia y rubia de Walt Disney. A diferencia de Tom, que (en mi conciencia al menos) aumentaba hacia dentro, tía Lucía parecía ir volviéndose un personaje de los dibujos animados, una mala imitación de Cruella De Vill.

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