Tía Lucía estaba de pie en el porche, demasiado inmóvil, me pareció. Los dos la saludamos, y tía Lucía nos miró todavía un instante y se metió en casa. Tom y yo nos despedimos. Entré en mi casa pensando en el trágico error que Tom había cometido al comenzar su vida y en sus consecuencias, ahora tan visibles, tan entrelazada la nobleza de Tom con su error, con toda tía Lucía, infernalmente, indiscerniblemente. No era verdad que ni siquiera al pensar en ellos les viese a cada cual por separado. Les veía a los dos juntos, una misma naturaleza y dos personas, víctima y verdugo. Espontaneidad libre y necesidad consciente de sí misma: el doble fracaso de los dos.
En la Universidad de Letona no había Medicina. Óscar tuvo que irse a Valladolid por eso. El día antes de irse se presentó por la mañana en casa.
– Vengo a despedirme -dijo.
Y yo dije:
– ¡Pero si ya te has despedido!
Noté que le sentaba mal. Quizá lo dije a sabiendas de que iba a sentarle mal. Le dije que lo sentía. Estaba siendo sincera. ¿Estaba mal ser sincera? ¿Estaba siendo sincera, o sólo estaba siendo todo lo desagradable que podía? La duda hizo las veces, en aquella ocasión, de excusa. Ahora estaba todo el tiempo ante mí misma. «En eso consiste haber cumplido los dieciocho», pensaba. Fascinada por las idas y venidas de mis sentimientos (tía Lucía los llamaba moods ). La verdad es que sí había sentido que se fuese Óscar. La primera vez que lo dijo, estábamos los tres sentados en los bancos de madera de El Bocarte. Durante todo el verano asaban ahí sardinas. Era por la tarde y habíamos merendado también nosotros sardinas asadas. Habíamos bebido mucho vino con gaseosa. Recuerdo las botellas verdes que se guardaban en una nevera grande con hielo. El tapón de corcho perforado por una paja. Óscar y Vitorio eran capaces de beber alzando la botella toda la altura del brazo extendido. Los dos estaban sentados frente a mí al otro lado de la mesa. Dije que le echaría de menos y fui sincera. En ese instante le echaba de menos agudamente, como si ya se hubiera ido, a pesar de que estaba sentado enfrente. Este sentimiento desapareció de golpe al separarnos. Por eso, cuando se presentó a despedirse a los dos días, me pareció absurdo, una repetición infantil.
– Creí que te habías ido -dije.
– Me voy hoy por la tarde. ¿Estás enfadada?
Dije que no secamente, y añadí:
– Es ridículo despedirse dos veces.
La recién estrenada voz de mi conciencia me hizo verme ridícula a mí misma: ¿Vas a fingir ahora que no te interesa este chaval? Sabes de sobra que ha venido a despedirse de ti por ser tú, una deferencia que tiene especialmente contigo. Pensar eso me irritaba.
– Creí que el otro día ya te ibas.
– ¡Me iba hoy! -dijo Óscar enfurruñado. Y siguió-:…El otro día, con Vitorio todo el tiempo ahí, no podía decir nada. -Era obvio lo que quería decir, lo decía con los ojos, tartamudeando-. Para mí tú eres especial. Eres más que un compañero, más que Vitorio, más que mi familia. Por eso he subido. Es natural que suba, ¿no? Y también quería preguntarte si no te importa que te escriba.
– ¿Por qué me va a importar?, escribe. -Me sentía acelerada y guasona-. Pues muy bien -dije.
¿A qué venía todo aquello? ¿Quería herir a Óscar?
– Yo creí que los dos nos entendíamos muy bien. Que te entendías mejor conmigo que con Vitorio. ¿Vas a escribirme si te escribo?
– Claro, si me escribes yo te escribo, es de buena educación. -Era tan obvio: me irritaba tener que pronunciar una por una las triviales palabras del formulario de las despedidas. Vi que no sabía qué debía decir ahora. ¿Tenía yo que ayudarle? Si se iba, se iba. El día que dijo que se iba le eché de menos y le desconté hasta que volviera. Decidí que no quería ser la lejanía de nadie. No quería ser la dulce ilusión lejana de un estudiante de medicina en Valladolid. La simple idea de serlo me daba risa-. Si te vas esta tarde, tendrás que hacer todavía las maletas.
– Eres más importante tú que las maletas -dijo Óscar.
– ¡Qué va, hombre, qué va!
– Entonces, ¿te da lo mismo que me vaya?
– Qué pregunta más tonta. Supón que te dijera: No quiero que te vayas, quédate. ¿Te quedarías?
– Si estuviera seguro que quieres que me quede, sí.
La conversación se arrastró unas cuantas frases más. Hasta que le dije que tenía que hacer en casa. «¿Se atreverá a darme un beso?», pensé maliciosamente. «Si se atreviera le dejaba.» ¡Pobre Óscar! Se limitó a darme la mano y a volver a repetir que le escribiera. Me sentí mejor cuando se fue. Dueña de la situación. ¿Pero qué situación?
Vitorio me telefoneó aquel fin de semana. Hacía mal tiempo. Fuimos al cine en San Román. A la salida llovía mucho y nos metimos en una heladería. Se empeñó en convidarme. Pedí un helado de tutti fruti. Pensé que Vitorio estaba guapo. El hecho de que se quedara en San Román aquel invierno, en casa de sus padres, haciendo primero de Derecho en la Facultad de Letona, donde me había matriculado yo también, en primero de Comunes, creaba entre nosotros dos una renovada intimidad. Ya no éramos sólo amigos, íbamos a tener en común toda una universidad, toda una ciudad. Iríamos a tomar chatos de vino a la salida de las clases. Iríamos y volveríamos juntos en el tren. Era gracioso.
Manuela contó que mi padre se estaba haciendo una casa nueva junto a la casa de sus padres. «Será una ampliación lo que está haciendo», comentó mi madre. «Es una casa, a todo plan», dijo Manuela. «Lo sé porque todo lo que es fontanería lo lleva mi cuñado. Con dos baños completos, cada cual a un lado del dormitorio principal, que se comunica por dos puertas.» «Lo que no entiendo es para qué quiere dos baños», preguntó Fernandito. Y Manuela dijo, pero yo tuve la impresión de que con un cierto retintín: «Ah, yo no sé, sólo sé lo que me dice mi cuñado.»
Fue estupendo aquel trimestre yendo y viniendo con Vitorio en tren. Óscar me escribió una carta larga y yo contesté con cuatro letras. Volvió a escribir a los quince días: «Me prometiste que me escribirías y me has puesto sólo una postal. No me cuentas qué haces ni con quién sales, no me cuentas nada. Te echo mucho de menos», decía. Le contesté contándole que me encantaría ser como las chicas de Cómo casarse con un millonario : llevar faldas de tubo y hablar constantemente por teléfono. Era una carta algo más larga, calculada para desilusionarle, o quizá al revés, para ilusionarle. ¿Qué me estaba pasando? Estaba mucho con Vitorio. Más vivo que Óscar, más fresco también para la época. En el cine me cogía la mano y eso me gustaba. Nos besamos poco antes de navidades en la puerta de casa. Vitorio dijo luego:
– Cuando llegue Óscar, ¿qué le vamos a decir?
Y yo pregunté:
– ¿Cómo que qué le vamos a decir?
– Me refiero de todo esto.
Y yo dije:
– Ah, eso tú sabrás.
Vitorio preguntó entonces:
– A Óscar le quieres, pero yo ¿te gusto?
– Estás muy confundido -dije yo-, venís a gustarme los dos por un estilo, y quereros, a los dos os quiero igual.
Vitorio dijo, poniendo cara al decirlo de que le costaba un gran esfuerzo:
– Entonces, ¿para ti no significa nada un beso? Creí que un primer beso significaría mucho para ti.
Me eché a reír exageradamente:
– ¡Qué bobadas! Eso es una ocurrencia de bolero.
Vitorio era menos fino que Óscar. Le estaba sentando mal todo aquello, mi tonillo zumbón. Se le veía desarmado. Me pareció ridículo de pronto. Me encontré ridícula de pronto. ¿Quién me dictaba todas aquellas falsas frases? ¿Sustituían aquellas falsas frases a otras frases verdaderas? ¿Cómo podía yo sentir que fingía, y al mismo tiempo estar segura de que no quería decir nada distinto? Si en aquel momento, aunque sólo fuese en ese instante, hubiera deseado decir «Te quiero» y hubiera dicho «No te quiero», no hubiera tenido el más mínimo problema. Eso hubiera sido engañar o mentir o fingir, sencillamente. Lo curioso era que sentía que fingía. Tenía la sensación de no estar diciendo la verdad a Vitorio, y a la vez no sabía cuál era de verdad el verdadero sentimiento, el sentimiento opuesto, en este caso. Decidí que en la duda más valía salvar la camaradería que entrar en un terreno amoroso que yo no controlaba. Por eso dije:
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