– Vamos a decirle a Óscar la verdad, el beso y el no beso, todo. No hemos hecho nada vergonzoso, nada que Óscar no pueda saber.
Ahí lo dejamos. Me encontré con los dos un día antes de Año Viejo. Estuvimos los tres un poco incómodos. Regresé aburrida a casa. Que se entiendan ellos, iba pensando. En todo caso es un problema de ellos. Pensar esto me tranquilizó de momento, aunque me disgustaron las consecuencias subsiguientes: pasé las navidades en casa. Como si se estorbaran uno a otro y ninguno de los dos se decidiera a traicionar al otro viniendo a verme solo.
Me encontré con Vitorio al comenzar las clases.
– ¿Dónde te has metido todo el tiempo? -pregunté. Disfruté viendo su incapacidad para contestar sensatamente. Me sentía incómoda, sin embargo, al mismo tiempo. No sabiendo realmente qué pensar acerca de mí misma.
Pero así era muy desagradable sentirme, por eso, una vez más, decidí el significado de aquella situación: había herido sin querer la vanidad de los dos al mismo tiempo. Era la vanidad masculina de los dos lo, que había herido, eso quería decir -decidí- que ninguno de los dos realmente me quería. Hice bien en no precipitarme.
Esa decisión me ensoberbeció. Hice con Violeta una pequeña demostración de indiferencia, como un tanteo. Dije:
– Yo no soy atractiva. ¿Verdad que no, Violeta? No es que sea fea. No considero que soy fea. No soy tan guapa como tú, pero no estoy del todo mal. Con los chicos me pasa que me aburro, eso es lo que me pasa.
Y Violeta preguntó:
– ¿Con todos?
Yo dije:
– Creo que sí, sí, con todos. Algo menos con unos que con otros, pero al final todos me aburren. Son todos de una pieza. No tienen nada de conversación, son sosos…
Violeta me contemplaba admirada, asustada quizá. Ahora tenía cada vez menos que hablar conmigo, o yo con ella. Hablaba casi constantemente de los chicos que la venían a buscar, de si le sentaba mejor un traje que otro. Hablaba más que nunca de la madre María Engracia, que por lo visto desaprobaba su conducta por completo, y hablaba de mi padre, aunque hablaba frecuentemente pero con menos gracia, ahora que le tenía tan cerca, que cuando le tuvo lejos y le creyó perdido o maltratado por nosotras.
Aquel año, lo que yo llamaba «intimidad» cambió de sentido: dejó de ser una palabra que servía para caracterizar mis relaciones personales con cualquiera, y empecé a usarla para designar sólo la relación que guardaba yo conmigo misma: la intimidad empezó a volverse una estructura judicativa y reflexiva por cuya virtud me dividía yo siempre en juez y parte. La palabra «intimidad» dividía el mundo en dos mitades: la mitad exterior (donde entraban todos los Vitorios y Óscares de la Facultad, y el mundo en general) y la mitad interior, cuyo centro era yo y mis cosas, mis paisajes, mis hermanos, mi madre. De aquí se siguió una caracterización del matrimonio en términos de intimidad o falta de ella: el matrimonio, según esto, era un desatino, porque pretendía combinar lo incombinable, mis dos mundos: el ajeno y exterior con el propio y secreto. Y el mayor secreto era -o me parecía-el sentimiento de que no deseaba ser acariciada. El cuerpo propio -pensaba entonces- sólo nos parece repulsivo cuando lo vemos en conexión con el ajeno: entonces aparece la vergüenza en lugar de la ternura, la tirantez en lugar de la confianza, la urbanidad en lugar del cariño. Decidí que sólo podía preservar la realidad y la validez del mundo exterior manteniéndolo a una prudente distancia. Lo único que se salvaba era bailar: me encantaba bailar. La única proximidad legítima de mi intimidad con otra intimidad era el chachachá o el vals del emperador. Ése era el único acercamiento físico que permitía a los demás. En los guateques de aquel año bailaba sin parar, sin cruzar palabra con mi pareja, sin beber nada (ni agua siquiera) y sin sentarme nunca entre baile y baile. Al llegar el verano pensé que empezaba a parecerme a tía Lucía.
Me dio por no arreglarme, me dio por no cambiar de indumentaria apenas. Me dio por no mirarme en el espejo, me dio por pensar que era poco femenina. Me dio por no comer. Tener hambre y no comer me hacía sentir fuerte, pero también ridícula. Pensaba constantemente en la comida. Adquirí una cierta notoriedad a partir de segundo de Comunes por no asistir a clase y sacar nota en los exámenes. Nunca había experimentado esa emoción de ver cómo te van convirtiendo en personaje los demás. Me sentía desdeñosa y audaz, capaz de contestar todas las preguntas, capaz de hacer en voz alta todas las preguntas. Aseguraba que los dos cursos de Comunes sólo me interesaban por el griego, y eso era verdad, pero nunca hasta entonces había elaborado mi apariencia ni había calculado lo que debía y no debía decir. Tanta gente de mi edad, tan gansos todos… Para demostrar que los chicos no me interesaban, procuraba atraer a los más guapos, que no eran después de todo muchos en aquella Letona provinciana de balandranes y rosarios. Con su rúa alta, con cafetines de reputación dudosa y viejos miradores de madera que relucían como diamantes a mediodía los pocos días que brillaba el sol en los meses de invierno. Había gente de toda la provincia porque la Facultad, que estaba creciendo por aquellos años, resultaba cómoda para las chicas que estudiábamos Letras y que podíamos asistir a las clases sin vivir fuera de casa. Y para los chicos de Derecho, que podían hacer en Letona hasta cuarto curso. Había una Escuela de ingenieros navales que no formaba parte de la universidad, y había una escuela de peritos agrónomos y una Facultad de Veterinaria. Fuera también del recinto universitario, pero lo suficientemente cerca para poder verlas, estaban las academias de secretariado: un mujerío que nos parecía de baja graduación a las señoritas de Filosofía y Letras. Y todo este pequeño circuito estudiantil reflejaba aún las estrictas diferencias de clase social de antes de la guerra, reforzadas más si cabe con la victoria nacional. Todo el mundo, de algún modo, sabía que yo no era como los demás. Todos habían oído hablar de mi familia y de nuestras dos casas orgullosamente aisladas, cara al mar, en La Maraña. Una nueva visión de mi familia, imperceptible durante el bachillerato: la idea que tenían de nosotras en Letona y provincia era un aura, una definitiva señal de curva peligrosa o precaución al menos, que ahora de pronto me beneficiaba. Una misteriosidad plana de provincia marítima. En la universidad los profesores me reconocieron de inmediato por mis apellidos. Nunca en mi entusiasmo por mi familia había contado con este admirable plus de excentricidad y de misterio que provocaba la sola mención de mis dos apellidos. Tan importante me sentía, que me vestía con estudiado descuido, como las otras chicas, sólo que más austeramente todavía, sin monerías ni sortijas ni lacitos, sin mirarme al espejo. Ese acto de no observarme era una autorización inconsciente que yo misma me daba para poder presentarme en la Facultad peinada de cualquier modo, con cualquier jersey inapropiado, con cualquier falda heredada de tía Lucía o de mi madre. Aquello fue muy divertido: ser tan poco común en Comunes, serlo tan calculadamente, serlo a la vez adrede y sin querer, hacía del simple hecho de asistir o no asistir a clase, de bajar o no bajar al bar, un acontecimiento siempre nuevo y siempre repleto de posibilidades cómicas. Aquellos años era yo guasona, especulativa y absurda, una actriz arrastrada por un papel que le viene a todas luces grande.
En la fascinación distanciada de mis compañeras veía reflejada -simplificada y quizá por eso mismo aún más indiscutible- la admiración que yo misma había sentido siempre por tía Lucía y por mi madre. Para estar a su altura, a la altura de la imagen que se tenía en San Román y en otros sitios de La Maraña y de nosotras, me volví una estudiante excéntrica. Aparecía siempre un poco sola, sobrevolándolo todo como un águila, inaccesible para todos y en el centro de todo. Por absurdo que suene al recordarlo, yo me sentía la personificación de todos los valores y contravalores, de todas las excentricidades y verdades de las mujeres de mi casa. Estaba destinada a ser como ellas. Mis compañeras de Comunes lo descubrieron casi antes que yo. Y se equivocaron, como yo, de medio a medio, como se verá más adelante.
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