Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Recuerdo que aquel segundo trimestre -como el aliviadero de un estanque- me entró la vulgar gana de vivir haciendo juego con la primavera. Tenía diecisiete años, ¡y cuánto me distrajo el simple intento de satisfacer aquellas ganas de vivir, qué lejos me llevó de todo lo anterior aquel sentimiento de bienestar que da la despreocupación, la primera juventud! De pronto el colegio se me hacía pequeño, y nuestra casa y la de tía Lucía, y tía Lucía y Tom y mi madre y Fernandito y Violeta… todos me parecía que estaban ya muy vistos: atrases que uno deja atrás, que uno quiere y deja atrás. Sentía alegría de vivir y el optimismo que, casi sin forzar, acompañaba a ese sentimiento y que automáticamente volvió insignificantes e inmaduras mis melancolías por la ausencia de Violeta o mi fascinación por tía Lucía y mi madre. Aquello, desde luego, estaba bien. Estaba ahí sobre todo. No podía perderse, y por lo tanto no tenía yo que custodiarlo o que cuidarlo. Se cuidaba por sí solo. Ahora había novedades, grandes novedades en San Román y en otros sitios y en Letona mismo. Ahora se hacían planes y me venían a buscar o iba yo a buscar, en bicicleta o en tren los fines de semana, a conocidos o conocidas quizá de un guateque de la semana pasada, y que hablaban constantemente de los planes para el próximo verano: no pensábamos movernos de la provincia y no pensábamos parar. Igual que me había sobrecogido la tristeza (que implicaba un elogio de la profundidad y de la permanencia), me sobrecogía ahora un sentimiento de prisa y de alegría que se gloriaba en las superficies de las caras por igual de conocidos y desconocidos. También yo misma era una cara igual que las demás, tan guapa como todas las demás. Intrépida y vulgar, resuelta a ser llevada por más chicos que nadie a más sitios que nadie, a bailar más bailes con todos y con todas que ninguno. Me sentía muy guapa y dispuesta a llevar la contraria a todo el mundo, dispuesta a ser la encarnación de la perfidia, aunque no a la manera de la Rita Hayworth, sino a la manera bulliciosa de Gina Lollobrigida. Era la edad del pavo, lo sabía, y pensaba ser yo la perfecta pava real hasta que lo dejara y sentara la cabeza. Nunca hasta entonces había empleado la expresión aquella: sentar cabeza no era un concepto que se usara en casa. Presuponía que se iba a ser jovencísima de joven y después noviecísima de un novio y después madrecísima y esposa ejemplar de un hombre con un predicamento en la provincia. Bien un hombre rico o uno en situación de hacer dinero, un alguien. Pero en casa nadie hablaba así, ni pensaba nadie en semejante cosa: tía Lucía lo englobaba todo ello en lo que se hablaba -según ella- en las conversaciones de las señoras que se instalaban in that common beach a hablar de trapos o de novios de las hijas. Era todo tan remoto que no llegaba ni siquiera a criticarse en casa. Por eso, que yo pudiera convertirme en una chica casadera para las madres de Vitorio y Óscar y los demás era tan sumamente inverosímil que me esforzaba por aprender ese papel. Y todo ello sucedía siempre afuera, en confidencias de chicos o de chicas que apenas conocía, a quienes creía amar y deseaba fascinar. Como dijo de repente un chico rubio, un tal Álvaro: «Tu interés por mí dura lo que dura este pitillo.» Y fue verdad, porque hablé con él excitadamente durante los dos o tres pitillos que fumó según entró en el guateque de la hermana pequeña de Vitorio, la Marieta, que tenían una casa grande en la playa de detrás de San Román, bastante buena y poco frecuentada. Fue verdad que le olvidé, porque quería yo bailar la yenka todo alrededor del comedor de los padres de Vitorio, que habían desalojado hasta la mesa y hasta las sillas y hasta el gran aparador inamovible que, según contaron, heredaron al casarse ella con él.

Aquella tarde no llovía. Era una tarde sedosa, la tranquilidad del mar se contagiaba a todo, incluso yo había cambiado mi casi continua desazón de los últimos años por una melancolía pacífica, a imitación del mar oleaginoso. No tenía gana de meterme en casa, ni de leer, ni de repasar los apuntes, ni de hablar con nadie. Oí pasos a mi espalda y apresuré yo misma un poco el paso para dar a entender que no deseaba hablar con nadie. Enseguida tuve a Tom a mi derecha. Tuvo que reducir su propio paso para ajustarse al mío.

– Ya veo, habéis empezado ya las clases. Interesante el libro ese que llevas. ¿De verdad leéis en clase ya el Parménides ?

– No lo he leído, sólo lo he comprado.

Me sorprendió que Tom, en lugar de proseguir la conversación, caminase junto a mí en silencio, sin decir nada. Parecía más extranjero cuando se callaba y caminaba pensativo que cuando hablaba, a pesar del acento. Al hablar eran inmediatamente asequibles los gestos. Pensé de pronto que siempre había sido asequible Tom. Durante años y años no lo supe, porque nunca había pensado en él por separado.

Los dos habíamos acortado el paso, los dos nos detuvimos casi a la vez al llegar al mirador, donde mi padre y yo tuvimos la borrascosa escena: aquella escena, codificada ya y repetida sin apenas variaciones, reapareció ahora quizá para indicar la diferencia entre los dos hombres: Tom era mucho mayor que mi padre. Nunca hasta aquel día pensé en un Tom pensativo y callado.

– ¿Sabes, Tom? Últimamente pienso en ti sin tía Lucía. Antes siempre pensaba en vosotros dos sin separaros, una pareja inseparable…

– Somos una pareja inseparable -dijo, como quien hace notar la temperatura o la presión atmosférica.

– Ya. Soy yo la que sin saber por qué pienso en cada uno de vosotros por separado y no en los dos juntos como antes.

– Con eso salgo yo perjudicado, meine Liebe , figurar en tu corazón y en tu cabeza sin tía Lucía me desluce a mí.

– Tú no necesitas a tía Lucía, nunca la has necesitado. Es al revés: es tía Lucía quien depende de ti en todo. Sin ti se haría pedazos.

– Es agradable eso que dices. Sólo que inaplicable en este caso. Tu tía me alegraba la vida, sabes, cuando la conocí yo era un chico rico que quería escribir una tesis doctoral acerca del yo en Kant, Fichte y Husserl. Pensaba dedicarme a la enseñanza, que sin embargo, en el fondo, no me interesaba. Nada me interesaba demasiado, o por un tiempo suficientemente largo como para cobrar cuerpo, sustanciarse, hacerse. «Necesito una mujer», pensaba. Fichte era mi héroe intelectual, nada más inadecuado para mí que Fichte. Carecía de orgullo, de autonomía, tenía la vida asegurada, en el fondo sólo deseaba ser feliz, ¿comprendes? Feliz como cualquiera, ni siquiera demasiado feliz, sólo lo suficiente para no sufrir, para no ser desdichado, para ser un historiador más de la filosofía alemana, no un gran historiador, sólo un historiador concienzudo que edita con anotaciones y un prólogo la versión completa de la Doctrina de la Ciencia , algo así. Ahora me doy cuenta de que mis pocas pretensiones de entonces, mi apocamiento, era falsa modestia, nada más. Me acobardaba Fichte. Me sentía incapaz de cumplir incluso el primer precepto de la introducción a la primera introducción de la Doctrina de la Ciencia : «Repara en ti mismo, aparta tu mirada de todo lo que te rodea y llévala a tu interior, tal es el primer requerimiento que la filosofía hace a quien se inicia en ella. No interesa nada de cuanto está fuera de ti sino que sólo interesas tú mismo.» -Tom se echó a reír llegado aquí, estábamos ya casi al final de la carretera, se reía de buena gana, echando la cabeza hacia atrás. Le contemplaba asombrada y prosiguió-: Ni siquiera cumplía yo el primer requerimiento, por no hablar de los siguientes. Me asomé a la boca de mí mismo, y era un pozo de medio metro escaso, seco encima. Carecía de interés. Todo lo demás, en cambio, el mundo, me parecía fascinante, muchísimo mayor que yo. En fin, ahí estaba yo cuando topé con tu tía Lucía en Inglaterra, en Wimbledon, fascinados los dos por un campeonato de tenis. Y la vi de refilón, estuve pendiente de ella el resto del partido, me pareció una expresión absoluta de la espontaneidad, de integridad, de gracia, me pareció una encarnación de lo que Fichte llamaba Tathandlung , que significa justo eso, actividad, agilidad, acción, hacer, porque para el idealismo de Fichte la inteligencia, el Yo, es sólo eso, acción pura. Tu tía Lucía me puso a mí ante sí y me hizo posible, como el Yo pone ante sí el No-Yo y lo funda. Es injusto por eso que ahora nos separes, porque sería como separar lo fundado de su fundamento. Me alegró además la vida, hasta sus caprichos me alegraban, sus requerimientos intempestivos, los viajes que yo no hubiera hecho por mí mismo yo solo. En fin, y así estamos…

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