Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Fue una suerte que me encontrara Tom llorosa, porque al tratar él de consolarme y tratar yo de que me consolaran sus consuelos, dio media vuelta la melancolía y, de un brinco, salté del interior de la tristeza al exterior representado por las graciosas frases que Tom decía en inglés. Tom hizo que me sintiera lovely y pretty , y por lo tanto embellecida y con ganas de parecerle bien. Era un reactivo muy sencillo que en aquella ocasión cambió mi humor y dirigió mi atención hacia Tom mismo, cuya presencia entre nosotros era, al fin y al cabo, mucho más sorprendente que el que Violeta hubiese pasado quince días con su padre. Al bajar tía Lucía y verles juntos a Tom y a ella, me di cuenta por primera vez de lo incapaz que yo había sido hasta ese instante de observar a los demás sin impregnarles -al hacerlo- de mis propios sentimientos y deseos. De la misma manera que no había podido pensar en la ausencia de Violeta sin entristecerme (es decir: sin consultar inconscientemente lo que yo quería que Violeta fuese o hiciese en aquel momento de mi vida), tampoco había sido capaz de ver a Tom Bilffinger sin los sentimientos previamente definidos y, por decirlo de algún modo, autorizados que correspondían a la imagen de Tom perpetuamente pendiente de tía Lucía, como si ese estar pendiente agotara todo el ser de Tom. De pronto vi que Tom había adelgazado y se había mermado. Había envejecido y su cara rubicunda era menos rojiza y más terrosa, más agrietada. Al verles juntos a los dos, me pareció también más vieja y frágil tía Lucía, menos aventurera y segura de sí misma, y más coherente con los soliloquios fantasmagóricos de sus paseos conmigo. Y vi también a Tom más inclinado hacia ella, con más solicitud, como si realmente estuviese allí para cuidarla o protegerla de sí misma. Lo curioso era que percibir la solicitud de Tom me servía para percibirle por primera vez con claridad como una persona independiente de tía Lucía y de los sentimientos y emociones automáticamente asociadas por mí con tía Lucía. Darme cuenta de todo esto, que aunque suene ahora trivial fue para mí en aquel momento como penetrar en un territorio nunca imaginado e incalculable, hizo que desatendiera a mi hermana y a los sentimientos inspirados por su ausencia. Fue aquella ocurrencia un fogonazo que introdujo a Tom y tía Lucía en el apartado de los asuntos aún pendientes, sacándolos por lo tanto de ese extrañamente inmóvil territorio que tenían en mi conciencia las personas o los sentimientos o las cosas que consideraba yo resueltas y archivadas. No era mucho -era incluso inconfesable o risible-, pero era mucho más de lo que yo había sido capaz de hacer con tía Lucía y Tom hasta la fecha. Y toda esta elucubración velocísima era un cambio de atención, y por consiguiente de humor.

Cuando Violeta regresó a los pocos días, la alegría explosiva de mi recibimiento era sincera. ¡Iba a ser estupendo charlar de nuevo con Violeta de cama a cama, como siempre! Se presentó en casa el día ocho de enero acompañada por la hermana de mi padre, tía Teresa. Y tía Teresa era en sí misma un personaje de tal porte que, incluso si mis sentimientos y mi humor no hubiesen ya cambiado, hubiera servido para concentrar toda mi atención. Fue un personaje nuevo, conocido para Fernandito y para mí sólo de oídas, que se quedó a almorzar y se fue luego. Era la hermana mayor de mi padre, soltera, que vivía en Pedraja todo el año y se ocupaba de las fincas. Tía Teresa fue quien trajo a Violeta en su Citroën negro. No se puede negar que tía Teresa -con independencia de su relación con mi padre- era un personaje singular cuya notabilidad saltaba a la vista y se convertía en un imán que capturaba toda la atención sólo con estar sentada en el comedor, a la derecha de mi madre, en una silla. Nos pareció descomunal. Hubo, de hecho, que traerle una silla sin brazos del vestíbulo, donde nadie nunca se sentaba. Y aun así, una vez que se sentó, se vio que aún, para acomodarse, faltaba media silla. Sentada, aquella tía Teresa que nunca habíamos visto resultaba bastante más alta que de pie. Cosa misteriosa y extraordinariamente cómica que siguió haciéndonos reír, a Fernandito, a Violeta y a mí, durante días. El ombligo le llegaba a la altura de la mesa. Iba peinada con una especie de gran moño, negro, como un pan o una almohadilla en el cogote, cubierto el resto de la cabeza, como una tienda de campaña, con una boina colorada. Pero no de requeté ni del todo colorada por igual, sino como a corros, desteñida, y tirando hacia el marrón, a consecuencia, tal vez, de la luz de nuestro comedor. Contemplamos absortos el alto busto de tía Teresa dentro del grueso jersey, dentro del enorme chaquetón que no quiso quitarse porque tenía -dijo- la petaca, las llaves, y papeles que tramitar en San Román. Una necedad que a todos, sin embargo, nos pareció la más perfecta justificación. Se parecía de cara muchísimo a mi padre, sólo que a una escala tres veces mayor. Habló poco y comió mucho, se bebió casi ella sola una botella de Cune de tres cuartos, a consecuencia de lo cual enrojeció. Pero todas estas características no eran nada comparadas con el simple hecho de su presencia allí como acompañante de mi hermana. De pronto, Pedraja y todo el lado paterno de nuestra familia surgieron en medio de nosotros, no sé si como un obstáculo insalvable o, por el contrario, como el premio gordo de una lotería, o sólo (y quizá más absurdamente) como un ser, un poder, que una vez impuesto no podía ser depuesto u olvidado por las buenas. Era curioso que mi madre y tía Lucía se dirigieran a ella igual las dos con un incongruente diminutivo de su nombre propio: «Teresita esto, Teresita lo otro», decían. Y la verdad es que hacía falta poco menos que cerrar los ojos al oírlo para no echarse a reír. Quizá tía Teresa fue «Teresita» alguna vez, de niña -yo pensaba-, pero llamarla «Teresita» ahora daba risa. Ella a su vez aludía a mi padre siempre mediante el estúpido diminutivo de «Nandín»: «Nandín se empeñó que la trajera yo en vez de en tren. Cosa que, bueno… no me importa, porque tengo en San Román que hacer. Pero Nandín se cree que todo el mundo es un jarrón de porcelana china, que no puede transportarse sin cascarse. Le dije yo: "Nandín, la nena puede ir sola. Y no es que no la quiera a mi sobrina yo. Yo la quiero. Sólo que no hay porqué si no hay porqué", es lo que le dije yo a Nandín.» Y esto vino a ser casi lo único que dijo. Violeta contó luego que hubiera preferido venirse andando de Pedraja a San Román, en vez de espachurrada contra la portezuela del Citroën. Tía Teresa acelerando en cada curva y dando gritos a la gente que al cruzar los pueblos pasaba andando, o en carro, o en bicicleta o como fuese. Violeta contó que todo el mundo daba la impresión de estar de sobra y ser, a más de mil metros, un estorbo para tía Teresa y su Citroën, que formaban -contó Violeta- un solo bloque a cien por hora.

Iba tía Teresa por secciones. A causa quizá de habérsele quedado un poco corto el cuello, su atención era tan rotunda como su volumen. No saltaba de una actividad a otra o de un asunto a otro: durante la comida habló muy poco y comió muy bien, apreciando todo mucho. A la sobremesa fueron las vacas, «que se implan -aseguró-, si te descuidas, con la alfalfa fresca» y las dificultades del maíz. Después de comer, en vez de una tacita de café, se tomó una taza grande de café con leche. Tras lo cual, y advirtiéndonos que sólo podía quedarse con nosotros una hora, concentró en nosotros su atención. Fernandito dijo luego que había tenido, en un momento dado, sensación como de ahogo: tan férreamente sujetos nos sostuvo tía Teresa en su presencia y ante su atención aquella tarde. Creo recordar que la primera sobrecogedora frase de tía Teresa fue: «Ahora creo que ya / bien que lo siento, porque el campo es lo que tiene, que no paras / tendremos que vernos más ahora / que parece que seguimos / eso parece / lo que dejasteis a la mitad vosotros dos / y no es que lo sienta, no es que no me guste. / Es que, si además de las personas / encima tienes al ganao / lo que no se tiene es ni un minuto…» Mi madre se echó a reír de buena gana, gracias a eso entendimos nosotros tres lo que quería decir, y quizá decía expresamente, tía Teresa.

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