Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Entschuldige, bitte! -Y añadió-: Der Regenmantel!

Fernandito, que miraba cejijunto la catarata de agua, se volvió y se puso la gabardina él mismo, sin que Fräulein Hannah hiciera el menor gesto para ayudarle.

Eché a correr enfurecida. Ahora sí estaba enfurecida. A fuerza de correr y jadear llegué a las nueve en punto al colegio. Fernandito y Violeta -que llegaron juntos-entraron tarde, y a los dos les apuntaron en la lista de castigados. Me duró la furia hasta la noche. Contra Fernandito al principio y luego… ¿contra quién? Recuerdo que la intensidad de mi cólera planeó durante todo el día sobre los posibles causantes. Acabó convirtiéndose en llanto. En el cuarto de baño me encerré a llorar. Me miré en el espejo y tenía la cara colorada. Me lavé la cara bien con agua y con jabón y volví a mirarme y tenía la cara más colorada aún que antes. Me senté en la taza del retrete hasta que Violeta llamó a la puerta porque quería entrar al baño antes de acostarse. Antes de abrir la puerta me miré de refilón en el espejo una vez más, ya no estaba colorada, incolora más bien, como el fantasma del resentimiento y la culpa. Me acosté sabiéndolo todo exactamente: en la oscuridad fosforescente del dormitorio, la acompasada respiración de Violeta era como el mar o la menuda lluvia en que se había resuelto la borrasca de la primera parte de aquel día: en cambio yo era lo contrario de la respiración, del compás, del mar y de la lluvia. Yo era una intimidad consciente de mí misma. Hice examen de conciencia hasta muy tarde.

Al día siguiente puse en limpio todo: yo no tenía autoridad con Fernandito porque la autoridad iba directamente de mi madre a Fräulein Hannah. Pero ¿a qué venía aquel resentir mi falta de autoridad, si, casi con seguridad, hasta aquella mañana jamás había pensado en ejercerla? ¿Sería Fernandito, entonces, que sólo obedecía la autoridad que él mismo otorgaba a Fräulein Hannah? Supe que me estaba saltando la verdad al darme cuenta de la irritación que sentía al pensar en Fräulein Hannah. Pensé que sólo los sirvientes, sólo los leales, los incondicionales, quienes se enorgullecen no de razonar sino de obedecer, disfrutan de la autoridad que Fräulein Hannah disfrutó aquella mañana. Pero era todo ello ilegítimo. De pronto descubrí el amargor de lo que sólo puede reconocerse al herirnos. De la misma manera que mi madre fingía dibujar y fingía ser sensata, para quedar libre, durante todo el santo día pendiente sólo de sí misma, tras haber delegado toda obligación en Fräulein Hannah, así también en nuestra casa saltábamos de la pereza y el desorden al cumplimiento automático de órdenes que venían de mi madre subrepticiamente y que Fräulein Hannah traducía a una imagen equilibrada, elegante, sublime casi, de todos nosotros como grupo familiar: nosotros representábamos el ideal de familia germánica perfecta para Fräulein Hannah, cada uno empuñando su azadón o su fusil o su serrucho a la hora de pasar revista. Era, mi adolescencia, inquisitiva, incómoda, incomodante, insumisa, rebelde. ¿Era yo en realidad, a los dieciséis, una criatura rebelde? Pensé que la respuesta no podía ser afirmativa porque en contra había demasiados datos: mi entusiasmo por mi madre y por mi casa, mi fascinación por tía Lucía, mi constante voluntad de elogiar exaltadamente nuestras cosas, mis cosas, empezando por nuestras casas, nuestra isla abierta a todas las tormentas, atormentada, sublime y gozosa. Esos datos no eran nada más que vivencias continuas, inclinaciones persistentes de mi modo de ser. Decidí, y se me volvieron a llenar de lágrimas los ojos, que la rebeldía me había sobrevenido con la edad, como la regla, me sentía sucia y repugnante, resentida y culpable por ser incapaz de sentir lo que debía. Amargamente musité: «Así es la juventud esa que dicen, la primavera de la vida: inseguridad, mal humor, y el peso de la culpa.»

Mi adolescencia fue un no parar inquisitivo, un querer verlo todo claro y someterlo todo a juicio. Quise entrar en el saber sombrío para poder salir asegurada y clara con las afirmaciones en letra redondilla, en una plana limpia sin el menor borrón o torcedura. Mis ángeles afirmativos tenían que ser, a mayores, caligráficos. Y al someterlo todo a juicio en aquel apasionado juicio final -según creía- de mí misma y de todos, no sólo puse en duda la autenticidad artística de mi madre sino también la lealtad de Fräulein Hannah y, por supuesto, examiné ferozmente a tía Lucía. Tía Lucía -descubrí entonces- no tenía salvación. ¿Qué pasaba con Tom? ¿Era tan fiel a tía Lucía como Fräulein Hannah a mi madre? ¿Era Tom un vulgar perro fiel? Si lo era, por su pellejo no iba a dar yo un real. ¿Era Tom perruno y faldero, un blando, un dulce, un criado mal pagado que disfruta encima y toma por amor las elementales atenciones que se le dispensan?

Tom llegó a finales de octubre. Como la solución de una adivinanza: nos enteramos de su llegada a última hora de la tarde. Tía Lucía y él vinieron al té y se fueron temprano. Ya estaban todos en el comedor, sólo faltaba yo. Al bajar por la escalera oí la voz de Tom, un par de frases, no recuerdo cuáles. Me sobresaltó oírle, como si su presencia se debiera sólo a mis impertinencias, como si mis desdeñosos pensamientos, mis injustas imágenes de un Tom perruno, hubieran cruzado dos mil millas a través del frío, cada vez más frío, del otoño europeo, y hubiese venido expresamente de Reykjavík a aquí con la única intención de contradecirme y defenderse. Era tan fuerte la impresión, que me senté en mi sitio sin saludar a Tom y sin mirarle. Fue Tom quien me saludó desde el otro extremo de la mesa. Pensé que no parecía el mismo, estaba mucho más delgado. Ahí sentado, junto a tía Lucía, entre tía Lucía y mi madre, escuchando atentamente lo que mi madre decía. No recuerdo qué decía. Recuerdo en cambio la expresión de Tom, que parecía dirigirse a mí sin hablarme, aquella expresión inteligente y triste. ¿Cómo era Tom en realidad? La adolescencia fue mi tiempo para saber que no sabía, para enumerar todo lo que sabía que no sabía. De Tom no sabía apenas nada. Oí decir a tía Lucía: «¡Es un horror que Tom tenga este plan! Todo el santo día entero sin saber qué hacer. ¡Acabará completamente alcoholizado!» Y dirigiéndose a mi madre añadió: «¡Qué es lo que espera que haga yo!» Y mi madre decía: «No espera que hagas nada, ¿verdad, Tom, que no esperas que haga nada?» «Nada en absoluto, he venido sólo a pasar un par de semanitas, sólo una corta vacación.» «Sé que vienes a quedarte, eso lo sé, te conozco…» Mi madre interrumpió aquella boba conversación: «Tú ni caso, Tom, ni caso. Lucía es que está con el anís, ni caso.»

– ¡Tía Lucía no tiene corazón! -comentó Violeta al acostarnos.

– ¿Por qué dices eso? -pregunté yo. Era una pregunta malintencionada, porque en realidad eso era casi exactamente lo que yo pensaba.

– Porque no tiene. ¿No lo has visto esta tarde? ¿Cómo se le puede decir a una persona que te viene queriendo hace mil años que con ella que no sabes lo que hacer? Eso es tener mal corazón.

Preferí dejar ahí la cosa porque me fastidiaba que se me adivinase el pensamiento de ese modo. Pero Violeta parecía decidida a proseguir con el asunto:

– Y no es que Tom fuese un cualquiera. La tía Lucía es que es imbécil. No sé cómo, hablando con papá, salió Tom. Y papá dijo que fuese rico es lo de menos. Papá dijo que inclusive la familia tiene título: los Bilffinger…

Fingí que el sueño no me dejaba proseguir la conversación. Nada más levantarme al día siguiente miré «Bilffinger» en la Enciclopedia Británica . Figuraba sólo un Bilffinger: Georg Bernhard Bilffinger (1693-1750), de Kannstatt, ahora Würtenberg. Era un discípulo del filósofo Wolff. Condecorado por el rey de Prusia con la Cruz de Hierro. Federico el Grande, a la muerte de este antepasado de Tom, dijo de él: «Era un gran hombre a quien siempre recordaré con admiración.» Me quedé de una pieza, era imposible que nuestro Tom fuese descendiente del Bilffinger ése. Era su biznieto.

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