Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Era la edad despiadada en que todavía uno está en condiciones de reírse a carcajada limpia ante el descalabro de un jarrón.

Del patatrac hablamos mucho los tres, Violeta, Fernandito y yo, pero de manera distinta cuando hablábamos los tres -que en esas ocasiones llevaba la voz cantante Fernandito, que consideraba el patatrac una ocasión magnífica para enrolarse en la marina mercante-, cuando hablábamos Violeta y yo era sobre todo la inverosimilitud del asunto lo que de verdad nos divertía: aquella mezcla, tan de nuestra familia, y tan de nuestra juventud, despreocupada por completo de proyectos o futuros. Y también porque aquellos días las dos necesitábamos, tanto Violeta como yo, un tema de conversación que nos permitiera conversar despreocupadamente, porque el otro tema -un poco por analogía con la situación creada al desaparecer mi padre- era la fuga de Tomás Igueldo. Dos desapariciones, una voluntaria y otra (si como parecía se trataba de un trastorno psíquico) involuntaria, que vinieron a incidir con fuerza análoga en el futuro de Violeta, y por lo tanto, ya desde aquel mismo instante, en el presente, todavía común para las dos.

Estábamos acostadas ya las dos. Yo leía la antología de cincuenta poemas de Rilke que tradujo Valverde, y que, curiosamente, Tomás Igueldo me había prestado una de las últimas veces que subió. Recuerdo que dijo que él mismo no los entendía, pero que era «importantísimo como filósofo-poeta», según me explicó con una premiosidad que yo estimaba en Tomás y aún estimo en cualquiera que desee enseñarme algo…

– Algunas veces se hacen cosas porque sí -dijo Violeta. El tono de voz de Violeta era el tono muy bajo de ir quedándose dormida. Presté en realidad poca atención y le pregunté, por compromiso, que qué cosas-. Muchas cosas. -Y lo repitió-: Las que se hacen porque sí, esas cosas. -En la repetición, en la prosodia lentificada que espaciaba las palabras entre sí, noté algo. Pasé enérgicamente las hojas de la antología para demostrar que prefería leer a seguir hablando de bobadas. Pensé si decírselo con todas las letras: que me dejara leer el libro aquel que no se entendía a la primera, que hacía falta concentrarse.

– ¿Qué quieres decir, a ver? Lo de «porque sí» es lo que no entiendo.

– ¡Pues es lo principal! -se limitó Violeta a comentar, ahora ya con su tono de voz habitual, acentuado quizá por un cierto grado de comprensible impaciencia.

– Pues si es lo principal vuelve a decirlo, por favor. Estoy leyendo unas poesías tan raras éstas, que la mitad no las entiendo. No te he prestado atención, perdona.

– Bueno, pues si no la has prestado no la prestes ya, que da lo mismo. Ni yo misma sé qué significa…

– De todos modos, vuelve a decirlo, haz el favor, seguro que no es una bobada.

– Dije que hay veces que haces cosas porque sí, yo por lo menos.

– Por ejemplo ¿qué cosas? -pregunté yo.

– Por ejemplo cuando se dice una mentira.

Me pareció chocante esa salida. De pronto todo era chocante. Como si hubiese inesperadamente dejado atrás las reticencias que fueron las secuelas de la visita de mi padre y se situase en el tiempo anterior a esa visita, el tiempo de la confianza ilimitada entre nosotras dos. Bien es cierto que ése fue también el tiempo de la niñez, y la confianza se sostenía sin contenido apenas y sin dificultades, en un único gesto. Casi cualquier costumbre común a las dos equivalía a la confianza. Una mentira era falta grave entre nosotras. Era además un tema frecuentemente debatido. Era natural -pensé- que en el trance de tener que seleccionar un ejemplo pensara Violeta en la mentira. Pero era un ejemplo inadecuado por completo. Esto me hizo saltar con la vehemencia, el regocijo, de la pelea conceptual:

– ¡Seguro que eso no! Las mentiras son, de todo lo que dices, lo que dices más adrede. Mentir suele ser por algo. En cambio, lo que se hace, como tú dices, «porque sí», es lo que se hace sin motivo, eso significa. Una cosa que tiene el mentiroso es muchísimo motivo, más que nadie.

– ¿Y si el motivo no se sabe, entonces qué? -Era una característica pregunta de Violeta. Era también una tentación irresistible.

– Es que, por lo regular -declaré yo, todo lo firmemente que podía-, por lo regular suele saberse, salvo que se sea la tonta el bote.

– Lo mismo yo soy la tonta el bote.

– ¡Ah, eso sí, si lo fueras lo serías!, y no te extrañaría lo más mínimo. Pero no lo eres, por lo menos hasta el día de la fecha. Dentro de nada van a dar las doce. Como puedes comprender, en casa te lo hubiéramos notado hace ya tiempo.

– ¡O no! Puede que no. Sobre todo puede que tú no. Porque tú nunca piensas lo primero qué es qué, sino qué es lo que a Violeta le conviene más. Se conoce que, como eres la mayor, tiene así que ser como me ves. Miras por mí, siempre miras por mí y también por Fernandito, aunque no es que le haga tanta falta, pero por él miras también, porque eres la mayor.

Aquellas réplicas de Violeta, sobre todo esta última, me estaban pareciendo demasiado consecutivas y precisas para una personalidad que odiaba definirse o definir las cosas…

– Pero bueno, ¿me vas a decir, o no me vas a decir si lo de la mentira fue que la dijiste tú? Y, si sí, entonces ¡a ver, explícate!

– Bueno… fue una cosa que dije hace unos días, no una sólo, bastantes cosas dije, pero como las dije sin motivo, mentiras no serían según tú.

– Según yo, dependerá -dije yo, regresando a los giros de nuestra locuacidad antigua, que justo entonces, tan cerca todavía, me estaba pareciendo tan lejana. Violeta parecía asustada al preguntar:

– ¿De qué dependerá?

Era evidente que tenía que conseguir tranquilizarla si quería que de verdad contara lo que quería contar y no acababa de contar.

– Di la mentira que dijiste, a ver, y se verá si era de verdad una mentira o no. Y además dependerá de según a quién se la dijiste y dónde. De eso también dependerá, dependerá también de varias cosas.

– Lo primero, yo no fui quien empezó. Empezó él preguntándome preguntas.

– ¡Él!, ¿quién?

– Tomás.

– ¿Tomás Igueldo?

– ¿Tú conoces más Tomases? ¿Quién va a ser? ¡Tomás! ¿Quién va a ser?

– Di la trola que dijiste y acabamos de una vez.

Ahora Violeta estaba incorporada, sentada en la cama, cruzadas las manos delante de las rodillas. Me miraba con la cabeza vuelta. La sonrisa esfumada no era del todo clara, era una mueca donde la sonrisa hacía las veces de otra intención expresiva que no era -pensé yo-del todo sonriente…

– Tomás, los días que no veníais vosotros, se conoce que para que la clase fuese amena era mejor intercalar algunas otras cosas, como por ejemplo decir que era buenísimo el oído que yo tenía. Al principio es lo que más decía: el admirable oído sin educar que yo tenía. Y luego escalas, entremedias, lo que se hace. Yo le dije que tampoco es que mi oído fuese un oído así del otro mundo, y que también la madre María Engracia lo había dicho: que bastante mejor que otras niñas de mi curso. Y esto yo no es que lo dijese ni por modestia ni por lo contrario, para irle entresacando poco a poco elogios. No lo decía ni por lo uno ni por lo otro, ¿sabes por qué lo decía? Pues lo decía porque cada vez que me decía que tenía yo un oído extraordinario, me parecía que estaba hablando de otra cosa, sonaba a que dijera: «De guapa que eres, cómo no vas a tener también guapo el propio oído.» Algo así. Me hacía sentir a gusto pensar en mi guapura (que no es una cosa que se piense en casa), a partir del buen oído es lo que hacía. Daba parte risa y parte gusto y parte vergüenza y parte pues ganas de darle la razón: ahora vas a ver lo maravillosa que soy, lo del oído es casi una minucia. Eran sentimientos: como con papá, ¿me entiendes? Nosotras aquí en casa, me refiero, no tenemos sentimientos, me parece a mí que no, ¿no crees?

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