Por aquel entonces consideraba yo vulgar y estéril cualquier relación amorosa que fuese natural, posible, convencionalmente agradable para todo el mundo. Cualquier relación afectiva que recordase el matrimonio me parecía por aquellos tiempos intensamente vulgar y embotada. Naturalmente, gran parte de estas cosas funcionaron en mí como impulsos musicales, movimientos del ánimo carentes de concepto: me movía y me emocionaba todo aquello de cuya existencia no dudaba y que no lograba sin embargo conceptualizar de ningún modo. Así, aquella relación entre Violeta y Tomás, cuya visión me complacía sin concepto, como una arbitraria delicada transparencia inmóvil de un paisaje.
Esencial intranquilidad que tenían en aquel tiempo para mí las cosas bellas: pensaba en ellas sin sujetarlas con firmeza, porque me entretenía pensarlas: una imagen ajena que me expresaba, no obstante ser ajena a mí misma, solitaria: aquella pareja de Igueldo y mi hermana al piano, entrelazados por la subitaneidad afectiva del Claro de luna de Beethoven -una pieza que aprendí con Tomás Igueldo-, era el correlato objetivo de mi corazón, que empezaba ya a vaciarse y a volverse fraseos de una dilatada narración sus latidos.
La situación duró lo que duró el verano, sin llegar nunca a ser tanto como una situación. Era una cosa que se iba a terminar y que solamente yo veía, por añadidura, como una estampa ideal de lo imposible. Hasta que empezó el curso y hubo que suspender aquellas clases y todo lo demás.
Recuerdo que Tomás subió la tarde aquella y que llamó a la puerta del torreón tan insistentemente como antes había llamado a la casa de tía Lucía. Recuerdo que llovía con la lluvia grande y entenebrecida del primer brote del otoño. Recuerdo que le vimos -yo le vi- salir de la casa de tía Lucía y contemplar la nuestra, calado de agua el pelo y la chaqueta, como una figura magnética más bien que una figura real, como un personaje en una ilustración de una novela decimonónica. Miró hacia nuestra casa largo rato sin moverse y yo dejé de mirar porque verle me agobiaba y parecía requerir llamarle o avisar a los demás, pero no estaba dispuesta a hacer nada en ese instante. De pronto ahora, la figura absurda, desolada, de aquel Tomás calado hasta los huesos no me conmovía. O si lo hacía era sólo para negar su realidad irritadamente. ¿Por qué no llamaba a nuestra puerta en vez de mirarnos sin llamar?
Empezó el curso y, como estaba planeado, Tomás Igueldo dejó de subir las cuatro o cinco veces que había acabado por subir a darnos clase. Aquel curso era un curso de gran porte, y se me olvidó Tomás de golpe. Empezaba yo séptimo y Violeta quinto de bachillerato. Nos distrajo eso, y la noticia de que pronto vendría Tom Bilffinger a pasar quizá con tía Lucía el otoño entero, ya que no se habían visto como de costumbre aquel verano.
Una tarde, a última hora, llamaron por teléfono a mi madre. El teléfono estaba en el vestíbulo, como solía estar aquellos años en la mayoría de las casas. Oímos que mi madre colgaba y que daba unos pasos por el vestíbulo, y que se paraba en la puerta de la sala, donde estábamos todos, incluida Fräulein Hannah y tía Lucía. Por fin entró y nos volvimos a mirarla, y dijo:
– Es el hermano de Tomás Igueldo, el mayor, preguntaba si Tomás estaba aquí o si le habíamos visto estos días atrás. Le he dicho que hacía unos quince días que con lo del colegio vuestro no subía, y dijo que es que estaba preocupado y que por eso llamaba, porque estaba preocupado, aunque dijo que ya se figuraba que era imposible que estuviese aquí. Por lo visto hace tres días, cuatro con hoy, que ha desaparecido y nadie sabe dónde anda. Dice que han hablado en Letona con la Casa de Socorro y con la policía, con la Guardia Civil, con todo el mundo, y que han mirado en los registros de todas las pensiones y en los hoteles, y que no. Dice que no se lo quiere decir a su mujer, y a sus padres menos, por la edad, y que no sabe qué hacer, por eso llama.
Tía Lucía intervino con un tonillo que me sonó un poco impertinente, aunque quizá eso lo pensé después, como queriendo acabar pronto el asunto:
– Lo mismo está de viaje, a darse un garbeo por Madrid, por la India, el no hablar es lo que tiene, en su casa debe ser que tampoco habla, igual que aquí…
Pero mi madre dijo:
– No puede ser. Tomás y el hermano mayor son uña y carne. Eso es que ha tenido un accidente, algo le ha tenido que pasar.
Pero tía Lucía, que podía ser a veces involuntariamente maliciosa, dijo:
– Dios no quiera que le pase nada. Pero en fin, aparte de eso, lo lógico y normal es que a su edad el chico no se quiera estar metido en San Román perpetuamente, con el hermano y la cuñada y los niñines y La Nota de Oro todo en uno. Las explicaciones siempre he dicho que mejor no darlas nunca o darlas a la vuelta y que te quiten lo bailao, que solía decir papá cada vez que se iba a Madrid sin avisar, a cortejar a Pepa Juana.
– Tonterías dices, Lucía, a veces. ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro? Lo de papá era otra cosa, Tomás es un buen chico. Hablas como si no supieras cómo es. Algo ha tenido que pasarle…
A los dos días, a la hora de acostarnos, subíamos ya nosotros tres las escaleras y sonó el teléfono en el hueco del vestíbulo, como un teléfono de un pozo. Mi madre lo cogió y tía Lucía estaba detrás de ella, al pie de la escalera, escuchando cómo mi madre decía: «¡Pero por Dios!» y «Dentro de lo malo por lo menos encontrarle». Era el hermano de Tomás Igueldo:
– Dice que llama, pobre, para que no nos preocupemos.
Me impresionó que le ocurriese a Tomás una desgracia, que no fuese a ahogarse o cualquier otro accidente como Indalecio, que se ahogó. A mí me impresionó que, bien mirado, en el escueto informe que mi madre nos dio de lo que el hermano de Tomás había contado por teléfono hubiese habido una desgracia, sin haber habido sin embargo ni la más ligera accidentalidad: a Tomás le había sobrevenido lo que le había sobrevenido, pero no por accidente: le encontraron en la playa de Santa Cristina, a cuarenta kilómetros de San Román, descalzo, sin acertar a decir dónde vivía o quién era o qué estaba haciendo allí, en la mala playa aquella, pedregosa, sin afeitar. Le encontraron unos pescadores que iban aquel día, a baja mar, por navajas.
Era domingo por la tarde. La hora del té. A pesar de las cortinas echadas hacía rato, el viento desacompasado evocaba en las contraventanas todo el gran otoño del mar y de la isla y de la niebla, lo terrible de afuera, que hacía sentirse a una mucho mejor en casa que en ninguna parte, y sobre todo mucho más atenta al mundo exterior, en aquella clausura amarillenta de las seis de la tarde, que los días brillantes del verano, sin contrastes. Recuerdo aquella velada porque acababa de pasar lo de Tomás y una se sentía en casa a salvo y también por lo que dijo tía Lucía, una ocurrencia contenida en una única palabra como si fuera tía Lucía la Sibila y fuese capaz de anticipar el porvenir, aún indeciso, con palabritas titubeantes sueltas: «Estamos aquí tan panchos todos, de tertulia, tomando el té, pasándonos el plato de los muffins recién hechos, sin pensar ninguno en nada, ¿a qué santo pensar nada si aquí se está tan bien y así se lleva estando incluso desde antes de la guerra? El racionamiento en realidad nos encantó, me encantaba el pan verde aquel que había, ¿te acuerdas?, claro que te acuerdas, aquí la guerra apenas se sintió.» Todos la mirábamos y recuerdo que pensé que era normal mirarla embobados cuando hablaba, siempre se escuchaba a tía Lucía así. No recuerdo qué dijeron los demás, quizá nada o quizá cualquier comentario acerca de la borrasca que ya a mediodía en Radio Nacional habían anunciado que iría a peor en toda nuestra parte de la costa. Hubo, quiero decir, un hiato suficientemente largo para percibirlo y lo bastante corto como para que nos pareciese a todos lógico que tía Lucía siguiese hablando de lo que había empezado a hablar, sin que nadie supiese aún a qué se refería: «… Les ha pasado a más familias, idénticas, iguales que la nuestra, el té lo mismo, las butacas igual de confortables, las casas simpáticas, con rincones simpáticos, ¡y de pronto el patatrac que se les vino encima!» ¡Ésa fue la palabra como de Sibila que tía Lucía dijo aquella vez: «patatrac»! Violeta, Fernandito y yo quisimos los tres saber, y casi lo preguntamos a la vez, qué era el patatrac. «¡Pues qué va a ser», contestó, «la palabra misma ya lo dice! Perder todo, tener que hipotecar la propiedad, que te la embarguen, quedarte de la noche a la mañana como se quedaron los Casusos sin literalmente ni un real. Se marcharon de las casas con lo puesto y gracias que los bancos por lo menos lo puesto les dejaron conservar. Y lo que no podían es quejarse, derecho es lo que no tenían a quejarse, ni el más mínimo, ninguno, quién les manda ponerse de la parte del káiser, que era un loco. Y sobre todo quién les manda aquel gastar. En aquella casa nadie hablaba más que de política y teatros. El que no era poeta acababa de dejar la femme fatale en un meublé del Boulevard des Capuccines. O lo acababa de poner a un color sólo, el amarillo, en la roulette .» «Lucía, mujer, que en la ruleta sólo hay dos colores, cómo van a poner el amarillo, el amarillo no le hay», intercaló mi madre riéndose. Y todos nos reímos. «Pues sería al póquer, yo qué sé lo que sería, como nosotras no jugamos nadie a nada, porque papá desde luego picos pardos sí, pero agarrao el pobre siempre agarradísimo, que lo poco que aún se tiene todavía viene de eso.»
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