Tía Lucía se empeñó en que Tomás Igueldo subiera aquel verano a darnos a los tres clases de música. Tomás Igueldo, de unos treinta mal llevados, según tía Lucía, era el pequeño -tía Lucía y mi madre conocían de siempre a su familia-. En representación de sus padres y sus otros dos hermanos llevaba entonces el negocio familiar, la librería-papelería musical, la única que había en San Román, ocupando el esquinazo entero de la plaza mayor frente por frente del ayuntamiento: La Nota de Oro se consideraba en San Román un poco demasiado complicada para un pueblo de sencillos pescadores, ideada como estaba con amplitud de miras suficiente para no desdecir de las mejores de Letona, en el próximo futuro crecedera como los pantalones de todos los niños de San Román y como el propio San Román, una nota anticipatoria del futuro, los veinticinco años de paz. Con motivo de la compra del pick-up el propio Tomás subió en un taxi, para instalarlo él mismo donde quiso tía Lucía: en el templete, aislando bien con cinta aislante el cable que iba desde allí hasta el enchufe de la casa.
A consecuencia quizá de esta visita de Tomás Igueldo o quizá simplemente porque sí, porque acababa de ocurrírsele, tía Lucía se empeñó en que aquel verano subiera Igueldo tres o cuatro veces por semana para darnos a nosotros tres clases de música, y añadió tía Lucía: «Dentro de lo que cabe, desasnarlos.» Tenía que ser precisamente música por eso y no cualquier otra asignatura o arte, ni siquiera bordar mantelerías. Porque sólo la música «amansa, según dicen, a los asnos». Aquella idea de ser nosotros tres casi salvajes, urgentemente necesitados -para civilizarnos- de la influencia musical, nos encantó a los tres, y sobre todo a mí. Tenía que ser un tratamiento fuerte, tenía que ser «música a lo grande». Nada de sólo flauta o sólo pandereta o sólo ballet ruso: tenía que ser todo: «Sin tener toda la música completa como este chico Igueldo me consta que la tiene, es imposible por completo entender una cualquiera de sus partes. O todo o nada. Igueldo estuvo el otro día completamente conmigo convencido de esto, que con la música no se puede andar mitad y mitad. O toda, o nada.» Y tía Lucía aumentaba, al decirlo, la nada hasta la más extremada ausencia y falta y privación de cualquier clase de ser. Mientras que el «todo» era un Orinoco formidable iluminado por los lepidópteros, recorrido por los armadillos que hacían pequeñas casitas en los troncos de los árboles: en la palabra «música» entendida como un todo incluía tía Lucía, sin saber nadie por qué, las diminutas tribus bisilábicas que viven de la pesca y huelen perpetuamente a fruta podrida y a pescado ahumado, los célebres bosquimanos. Y es que una vez que se le ocurría una ocurrencia, todo le concurría a tía Lucía y concordaba con la ocurrencia en cuestión, anegados todos los absurdos y descoyuntadas las contradicciones e inverosimilitudes, por obvias que fuesen, fuera de la ocurrencia, alejadas de su voz. Y es que tía Lucía lo contaba todo contagiosamente, de tal suerte que las cosas que contaba, por corrientes que fuesen, se volvían únicas al oírselas contar, oportunidades deslumbrantes como gangas, hallazgos que rara vez se repiten en la vida. Así, que nos pusiéramos a estudiar música los tres era una ocurrencia como hay mil, a nuestra edad muchos niños aprenden a tocar un instrumento, pero, al venir de tía Lucía, se tenía la impresión de que nadie antes que nosotros había aprendido a tocar la flauta o el piano.
Íbamos a tener tres sesiones, cuatro sesiones por semana, con idea de llegar a seis sesiones. Íbamos a dedicar tan sólo un día el día entero, por ejemplo el martes, nada más que a reposar, relajar y concentrar. Tía Lucía rechazó desde un principio la vulgar idea de «clase», por eso hablaba siempre de «sesión». No iban a ser horas de clase: el concepto de hora era totalmente amusical. Iban a ser veladas, o sesiones, o reuniones, o actos que empezaban a las siete de la tarde para alcanzar, llegado su momento, su punto culminante y su final. El concepto de hora o de minuto o de segundo o de día de la semana eran vulgaridades que no podíamos usar. Especialmente la idea de «hora» la consideraba tía Lucía repugnante, un concepto ferroviario petit bourgeois . Hasta tal punto me impresionó a mí todo aquello que tenía ensoñaciones en las que me veía ya una soprano con toda una gran orquesta a mis espaldas pendiente de mi voz y yo pendiente de las indicaciones del director. Mi voz irrumpiría alta, profunda en el tiempo inmovilizado de la música: una voz eternamente joven. Y yo sabía que todo esto era una gansada y a la vez no creía en el fondo que lo fuera, porque ahí estaba, delante de nosotros, la auténtica soprano: tía Lucía, desplegando su ocurrencia absurda, incesante, estimulante, como una inmóvil festividad de la voz viva que tanto admiraba yo y que tanto al final contribuiría a deshacerme. ¡Cuatro sesiones a la semana, imposible menos! ¡De siete de la tarde en adelante. El sol poniente era esencial para entender la música! Tomás Igueldo iba a tener un amplio margen, de sobra suficiente, para cerrar La Nota de Oro y trasladarse desde San Román hasta el piano vertical de tía Lucía, instalado por algún motivo misterioso en un cuartito sin ventanas de la segunda planta del torreón. Fernandito fue quien se acordó mientras hablaba tía Lucía -y me lo dijo a mí, tapándose la boca con la mano- que aquel cuarto no llegaba ni siquiera a cuarto, que era un descansillo un poco grande, que no había puerta, desde el centro se veía el caracol subir y bajar de la escalera, que no era en realidad de caracol y que él consideraba, Fernandito, que el piano estaba allí porque, al subirle, tan exhausto se había quedado el transportista que decidieron él y su ayudante, que era su hijo, dejarle en esa planta y Dios dirá. Lo que había en cambio -cuchicheó también- era una lámpara de catorce brazos de madera, estilo hebreo, que se subía y se bajaba con ayuda de una cuerda atada a la pata de un pequeño armario y donde quedaba todavía residual la cera de las velas donde ahora se habían puesto las bombillas, en recuerdo -añadí yo por mi cuenta- de las tenidas masónicas que el abuelo del abuelo organizaba. O eran eso o aquelarres, nadie nunca lo supo a ciencia cierta. No pude por desgracia continuar con el abuelo del abuelo. Ese cuarto fue mazmorra, es lo que fue, y el piano está tapando el nicho donde se emparedó hace siglos a dos novios que se rebelaron ella y él contra la voluntad del padre de ella que era el dueño del torreón, y en morirse tardaron días y días, hasta San Román llegaban los gritos y alaridos más y más débiles cada día que pasaba hasta que por fin no se oyó nada y quedó sólo el manchón del tamaño aproximadamente de una puerta, con una gran diferencia de color entre la cal fresca de esa tumba y el resto del color de la pared. Y no es que se cansara el transportista, es que le mandaron a propósito poner el piano ahí para tapar y que nunca jamás se investigara.
Ciertamente fue todo una preparación que convirtió a Tomás Igueldo en un gran músico que por orgullo y por desprecio de las pompas de este mundo prefería vivir una oscura vida de librero en San Román y tocar únicamente en la parroquia casi todos los domingos en la misa mayor la Tocata y fuga simplificadísimas de Bach, procurando no lucirse y hasta a propósito dando bastante mal algunas notas o sin brío, para después volverse a casa y componer de madrugada en el piano de cola enorme de su sótano sonatas para piano a cual más triste, con todo el romanticismo de Chopin, que comparado con Tomás parecía como que a Tomás se le hacía un feo. Esta dimensión de Tomás, genial y anónimo, tocando en su sótano lúgubres marchas fúnebres, mi pieza favorita de Chopin entonces, todo eso ni lo creía nadie ni lo dijo nadie ni lo inventé yo. Lo hubo.
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