Todos estábamos de buenas, con ganas todos de salir y entrar y de hablar mucho. Hasta julio no habló de irse tía Lucía, aquel año no se fue siquiera en pleno agosto, y cuando quiso recordar, las tardes empezaban ya a acortarse y el calor a perder pie y los veraneantes a quejarse de la maraña negra de algas enlazadas en guirnaldas muertas que sugerían boas verdeoscuras a las personas de Madrid. Y la baja mar era tan baja que hasta las coronillas del arrecife paralelo a la canal salían a la luz y se las veía relucientes con bandadas de gaviotas descansando encima. Tan incomprensible para los veraneantes por muchas veces que hubiesen venido a veranear a San Román, era lo contrario de la baja mar, la populosa marea rebosante, rebotante, la más alta, de septiembre, que reavivaba los ofidios y sargazos muertos, alzándolos inquietantes hasta arriba, hasta los toldos y las cestas. Se achuchaban los bañistas contra el murete de la playa, descabalados por lo que denominaban ellos oleaje, y se tenían que achantar a una cenefa de escasamente un metro de ancho que recorría el murete desde la escollera hasta el mismo San Román, unos siete kilómetros, haciendo que se sintieran o en peligro, o de sobra, o sumamente incómodos. Cuando por fin se fueron todos, tía Lucía pasó de decir «Mañana mismo empiezo a recoger y escribo a Tom que llego», a decir «Ya casi no me va a valer la pena de llegarme a Reykjavík con el malísimo tiempo que empieza a hacer aquí. Hasta casi más mortuorio aquí que allí me parece que se está poniendo el temporal». Y es que aquel verano fue el primer verano que pasamos con la niñez dejada atrás Violeta y yo, y la juventud entera, toda entera, por delante, como una extensión que parecía perfectamente inteligible, una mejora indiscutible respecto a la extensión de la niñez, tan sosa. Y eso fue lo que enganchó, yo creo, en parte a tía Lucía (además de un cierto repelús a dejar la isla y el torreón e irse a Islandia), sobre todo porque si lo que quería es ver a Tom, y no sólo no ver u oír a los bañistas, bastaba llamarle por teléfono y decirle «Ven, Tom, que quiero verte». Y Tom Bilffinger, sin dudarlo, tomaría un barco, un tren y un coche, y vendría a verla.
¡Recuerdo que hablábamos tantísimo! ¡Todo el verano entero hablando hasta muy tarde todos! Los de casa y la pandilla mía del colegio, sobre todo Óscar y Vitorio, que jugaba al hockey sobre hierba, un deporte que empezaba entonces, se jugaba en el prado que había junto al club de tenis, cuyo primer presidente fue mi abuelo, el bígamo. Y tía Lucía y mi madre socias perpetuas y después nosotras, sin ir nunca. Fue el verano de mis dieciséis. Pero fue sobre todo el verano del torreón y del enorme jardín de tía Lucía. Fue el verano también -quizá el último o uno de los últimos- de ser tía Lucía como fue de joven -según mi madre-, de estar en todo y de brillar, como brillaba en las fotos de las dos, muy jóvenes, con sus faldas charlestón y los zapatos de baile con una tira por encima del empeine. También mi madre aquel verano se venía a pasar la tarde al torreón, y en una plazoleta con un templete que hay, como para una banda de música -cosa que por lo visto hubo en su día-, bailábamos al caer el sol todos con todos, poniendo y quitando discos del pick-up que tía Lucía compró -sin darnos cuenta nadie- por teléfono en La Nota de Oro, una librería con un apartado grande para música y algún que otro instrumento, los más populares, guitarras y bandurrias, acordeones y armónicas. Aquel verano, Fernandito rehusó ser llevado de la mano. Cosa que Fräulein Hannah tomó -para sorpresa mía- como algo normal y natural: «Gut. En ist schon ein Junge!» Con nueve años, parecía Fernandito un soldadito de plomo de verdad, con la expresión seria y la espalda tiesa, ahora que hablaba tan poco como antes pero en cambio asistía mucho más que antes a nuestras reuniones y tertulias, con el aire, un poco, que ponía tieso en misa mayor el cabo de la Guardia Civil de San Román: ambos entendían sus obligaciones como un adusto permanecer en sus puestos y dejar que hablaran las mujeres.
La agitación de aquel verano incluyó un cambio de papeles entre mi madre y Fräulein Hannah: Fräulein Hannah iba a ocuparse más del gallinero y de la casa -empezó entonces a convertirse en el ama de llaves que acabó siendo con los años-, y mi madre iba a dedicarse más a su supuesta vocación artística, que por atendernos a nosotros (según Fräulein Hannah) había hasta entonces dejado a un lado.
Una de las rarezas o novedades de ese verano de mis dieciséis años queda anotada líneas más arriba mediante una palabra que comencé a emplear entonces y a aplicársela a mi madre: la palabra, la idea de que la vocación artística de mi madre fuera «supuesta» y no real. Quizá fue la exagerada voluntad de servicio que manifestó Fräulein Hannah, combinada con lo que en aquel momento me pareció un fanático respeto por mi madre, e incluso por nosotras, o quizá fue sólo cosa de mi inquisitiva pubertad. Mucho más mental que física. En cualquier caso la idea de que la vocación artística de mi madre fuera una pretensión infundada me pareció a la vez un mal pensamiento mío que procuraba no tener y a la vez una ocurrencia extrañamente pertinente, apropiada y maligna como una caricatura o una broma de mal gusto, como todo lo que debe reprimirse y ocultarse y dejar pasar sin comentarios (por ejemplo las cosas que le van pasando a nuestro propio cuerpo, que parece que aumenta de tamaño o que se encoge o que suda o que sangra o que se hiela por su propia cuenta, con independencia de la voluntad). No llegué a creer ni a decirme nunca algo tan preciso como: «Mi madre tiene de pintora lo que yo de profetisa hindú.» Pero, sin embargo, sí me sentí escandalizada por pensar algo parecido a la caricatura que esa frase expresa. Curiosamente, esta falta de respeto meramente pensada y nunca consentida que contenía la expresión «supuesta vocación artística» aplicada a mi madre, hizo que sintiese por la fidelidad y la devoción de Fräulein Hannah mucho mayor respeto. Empecé a respetar el respeto con que Fräulein Hannah nos respetaba a nosotros. Era como si su autoridad personal, el respeto que inspiraba, hubiese estado siempre por encima tanto de su papel de institutriz como de su nuevo papel de ama de llaves: realmente, Fräulein Hannah fue para todos nosotros -incluidas mi madre y tía Lucía- la voz de una conciencia individualizada que configuraba la imagen exterior de nuestra casa: en nuestra casa era posible pasarse el día entero hablando o recogiendo las patatas, se podía ser esnob y turulata sólo porque Fräulein Hannah era permanentemente devota, permanentemente fiel. Aquel verano, por primera vez, pensé que mientras ella estuviera con nosotros el significado de nuestra vida familiar permanecería intacto, nadie perdería su equilibrio. Sin darse cuenta, hacía las veces de un embajador plenipotenciario o un nuncio ante las potencias extranjeras, que, en este caso, sólo eran los vecinos de San Román o algún que otro conocido de Letona. Una mayor dormía implícitamente ejercida tanto al hacerse cargo de Fernandito como al hacer lo propio con el gallinero y todo lo demás. Porque eso -ante mis asombrados ojos-fue lo que pasó: Fräulein Hannah empezó a ocuparse de la intendencia general de nuestra familia con la naturalidad y la eficacia de un virrey. Lo hacía de tal manera que todos nos sentíamos destinados a tareas más complejas y altas, una especie de princesas o personas imperiales cuyos viajes se organizan y sus camisetas, sus calcetines, sus traslados o sus viajes (además de en los inviernos las bolsas de agua caliente y las botellas que se ponían para calentar las camas) se organizan, porque no pueden a la vez ocuparse de los destinos del imperio y de la minucia cotidiana. Que todos nosotros aceptáramos con naturalidad aquel efectivo -aunque informulado- virreinato de Fräulein Hannah, nos muestra, examinado todo ello después de tantos años, aureolados por una cómica rareza. ¿Quién creíamos que éramos? Lo gracioso es que todos estos sobreentendidos imperiales se daban acompañados de una vivísima conciencia de la imbecilidad de darse pote o tomarse uno a sí mismo demasiado en serio. No sé cómo, pero por aquellos días empecé yo a definir una figura de mí misma donde el desmesurado orgullo, la grandeza de ánimo aristotélica, tenía que ejercerse de tal suerte que nunca nos lo tuviéramos creído. Había que ser hasta tal punto que casi cualquier preocupación por parecerlo ante los demás tenía que ser considerada como una falta de clase, una indignidad. Pero en medio de todo esto, y sea cual sea el origen de esta idea de mí misma y nuestra familia, que desde luego empezó entonces, lo fascinante es su radicación en Fräulein Hannah. Ahí la veo todavía, en su reluciente y sobria madurez. Tendría por aquel entonces casi la misma edad de tía Lucía, pero representaba mucha menos, como si su sosa cara alemana y redonda hubiese reducido, al madurar, todos los juegos expresivos de la experiencia o de la edad, para no envejecer, y convertirse en una especie de pepona seca vestida siempre con colores muy oscuros, estampados oscuros, con su ordenado pelo rubio cano y su gran trenza de oficial de artillería. Es muy posible que proyectara en nosotros Fräulein Hannah la figura de una familia y de un protocolo imaginario que ella misma no llegó a vivir. Y tan alto era ese ideal, esa figura, que en su fuero interno decidió que ella misma no podía llegar a serlo, y era su deber y su grandeza limitarse a presentarlo o a representarlo.
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