Aquel curso los horarios de las clases de Violeta no casaban con los míos. Por eso no se venía de paseo con nosotras. Recuerdo que, a pesar de ser casualidad que nuestros horarios no casaran, a mí me pareció de mal agüero. Ese hecho insignificante de tener distinto horario me pareció que combinaba los elementos que invariablemente combinan las desgracias: ser inevitables y ser accidentales. Por casualidad, nuestros horarios no casaban, pero, una vez así las cosas, era inevitable que dejáramos de vernos Violeta y yo durante la mayor parte del día. No tenía importancia, y aunque yo no se la daba seriamente, sí se la daba de reojo: como si el no coincidir aquel fuese un signo, el sello que confirma metafóricamente una imposibilidad de coincidir las dos ya nunca más.
Al no poder contárselo ni a mi madre ni a Violeta (al no querer contarlo yo tampoco, y no por discreción, no era por eso: supe que no quería contarlo sin saber por qué motivo no quería contarlo), al encontrarme por primera vez sin el descanso de volver a hablarlo todo por las noches (en parte también había Violeta restringido lo que hablaba, a causa de que lo que sentía por mi padre, al ser contrario a lo que yo sentía, no cabía en la discusión, ni siquiera al discutir acerca de mi padre: Violeta se veía tan forzada a guardar conmigo una reserva paralela a la reserva que me veía obligada a guardar yo en lo relativo a tía Lucía), el curso aquel, de modo parecido a como se medio enamoraron del profesor de educación política y gimnasia algunas chicas, yo, tras tomar la decisión de no incurrir jamás en semejantes boberías, encontré, como quien dentro de un libro encuentra, al abrirlo, mil pesetas, la sorpresa de mi deseo de discutirlo todo, de aclararlo todo, y de tomar en las conversaciones del paseo que solía dar con tía Lucía parte activa, y no sólo el papel infantil de admiradora, oyente, persona a quien se lleva de la mano, como Fräulein Hannah a Fernandito. La edad de ser llevada y ser hablada quedó de pronto atrás, infinitamente más atrás en cuanto sentimiento de mí misma, que las cosas que quedan por completo atrás y tan dejadas al olvido que ni siquiera, incluso haciendo memoria, recuerdo. Aquel curso se me quedó, el ser niña, encogido como una falda pantalón de pura lana virgen que Manuela distraídamente lavó con agua hirviendo. Así, todo ceder, todo oír, admirar sin preguntar o poner pegas. Respondona de la noche a la mañana. Así es como me volví a los quince. Por eso -guiada por mi nueva disposición, que requería hacer frente al hostigamiento de la tristeza pensativa de los soliloquios de mi tía- saqué los pies del plato y empecé preguntando que por qué precisamente al pasearnos las dos solas, y nunca cuando paseaban con nosotras los demás, sacaba aquella voz y aquel lúgubre asunto de que no nos podían ver, aunque quisieran, ni las personas ni los animales ni los vegetales ni las cosas…: «No puede ser que creas, tía Lucía, que somos invisibles de verdad. No puede ser que quieras que seamos invisibles, me refiero seriamente.
Porque invisible no se puede ser, es imposible, perdona que te diga.» «Si eres alguien no dejas de ser nunca, pero a lo mejor ya no se te ve. Donde tú estabas, en ese mismo sitio, estás todavía. Pero la gente cree que sólo hay aire. Hasta los animalillos se confunden, las ardillas. Los perros mismos se confunden. Tanto que hablan del oído de los perros, que oyen silbatos que no oímos las personas. Pues los oirán, pero ver, no ven tres sobre un burro, y como olemos no nos pueden, porque somos inextensas, no nos ven y no nos huelen. Con sólo que nos oigan, no saben dónde estamos, no lo saben, por eso ladran a lo tonto, al aire, del miedo horrible que les entra. Pregunta a ver si maúlla Rufus cuando no nos ve. ¿Y por qué no maúlla? No maúlla porque Rufus es un gato, y cualquier gato, hasta el más mísero, entra y sale de lo visible a lo invisible y al revés sin la menor dificultad, sin hacer el menor ruido. ¿A que de pronto no le ves a Rufus? ¿Le ves o no le ves? No le ves, y sin embargo sigue estando ahí. Se ha cansado de estar tendido en la extensión las veinticuatro horas del día y se ha pasado a la res cogitans de golpe. Porque el pensamiento, darling , no me vas a decir que ves los pensamientos, porque no los ves. ¿Ves tú los pensamientos?» «No sé», contesté porque de verdad no lo sabía. No sólo no sabía contestar si Rufus iba de lo visible a lo invisible, y viceversa, a discreción. Es que tampoco sabía contestar a la pregunta que me hacía yo misma oyendo a tía Lucía: ¿Estará loca?
Fue mi madre quien contestó de pronto a esa pregunta. Ya estábamos en marzo. Una noche tía Lucía se acababa de ir después de cenar y el poco de tertulia que se hacía, ahora que nosotras -Violeta y yo- no nos tomábamos ya, antes de acostarnos, un tazón de leche en nuestro cuarto, y tomábamos en cambio unas tilas o agua caliente con limón, o manzanilla, mi madre tomaba siempre una infusión de manzanilla muy caliente y tía Lucía sus dos copitas de Marie Brizard, o tres, en evitación -ella decía- de los calambres que te pueden dar de noche al empezar la primavera. Violeta y yo llegamos casi a sentir esos calambres de pura gracia que tenía la manera de contar cómo el diafragma se le ponía totalmente en pico agudo en el momento mismo de decir «Me duermo». «Basta que diga "Ahora me duermo", para que me empiecen los calambres además del no dormir.» Y daba igual que mi madre o yo dijésemos: «¡Pero cómo vas, tía Lucía, ni a pegar siquiera un ojo si empiezas a fijarte si estás empezando ya a dormirte o no. Pensar eso te despierta!» «No creo que sea eso. No lo creo, porque sería mental si fuera eso y no es nada mental, es el diafragma que, como comprendes, no es mental. Y la prueba está que si me tomo el dedalín del anisette, aquí paz y después gloria.» Violeta y yo siempre pensamos que tenía en su dormitorio otra botella para suavizar, por si acaso, a media noche. Y además es verdad que el anís duerme bastante mejor que otras bebidas.
Violeta, Fernandito y Fräulein Hannah se fueron a la vez que tía Lucía. Mi madre y yo la acompañamos hasta su casa, sin entrar, como otras veces. Hacía una noche suave y alta porque mayeaba el mes de marzo aquel después de las borrascas que habían durado desde octubre hasta mediados de marzo. Tía Lucía se despidió de buen humor, con su excelente humor que daba gusto verla, le rejuvenecía el buen humor, piripi sólo un poco, a consecuencia -decía ella- de la luna nueva que tenía los bordes de sorbete de limón, el alto cielo mentolado sobre la hierba, y sobre el mar altísimo en un disparadero de alegría nocturna y de confianza. Todo ya en el vecindario de la primavera.
Volvimos andando, por una vez al paso lento que a mi madre disgustaba. En realidad aquella noche podía pasearse entre casa y casa a paso lento, porque no parecía un paseo por el campo, la carretera no parecía una carretera, parecía una habitación de techos altos, el aire, el exterior, la noche, como los califas dormían en Granada al aire libre en dormitorios rodeados por arcos de herradura.
Mi madre dijo:
– Esta vez, mira, no quisiera que se fuese. Mejor que se quedase con nosotros, por lo menos esta vez. ¿No la encuentras tú como un poco mal de la cabeza? Es algo que no es nada, no quisiera que se fuese. Ni ella tiene, yo creo, tanta gana de viajar, de irse como años anteriores. No sé. ¿Tú qué crees?
Entonces no tuve más remedio que contarle resumidamente lo de la invisibilidad y el tono con que hablaba tía Lucía cuando hablaba conmigo por las tardes, durante los paseos. Y mi madre dijo:
– Lo de la invisibilidad lo dice por la dificultad que siempre ha tenido con su propio cuerpo. Nunca estuvo a gusto con su cuerpo: era una belleza, una de las chicas más atractivas de su época. Y sin embargo se sentía a disgusto, demasiado alto, largo, flaco, impersonal, su propio cuerpo nunca le gustó, ni yo creo que el de los demás tampoco mucho, por eso no llegó a casarse, yo creo, por no entenderse con su propio cuerpo. Y por lo tanto, al odiar el suyo, odiarlos todos. Y eso en un matrimonio, en cualquier pareja, es un considerable impedimento. Tienen que quererse sin rozarse, y tu tía encima no es que fuese particularmente cariñosa. Usaba su propio cuerpo para que resaltaran sus sombreros, sus vestidos, su cuerpo era un sirviente impersonal al servicio de una idea de sí misma, una idea de elegancia, de distinción, de grandeza, de excentricidad maravillosa, en el fondo todo esto es muy triste, alguien tenía que acabar pagando el pato, y acabó Tom Bilffinger pagándolo al contado en todos los sentidos, eso ya lo sabes tú. En otra época, Lucía hubiera sido una mujer de refinado gusto, sumamente instruida a cuyo salón acude la flor de la pluma y de la espada aquí en provincias, pero en fin, fue lo que fue, como todo…
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