Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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La palabra «papá» fue el pistoletazo de salida. Que yo sepa, Fernandito fue el primero que la usó públicamente. Resultaba en sí misma turbadora. Como si la palabra «papá» tuviera vida propia, más propia incluso que «mamá». Retumbó en el comedor aquella vez como un nublado, como en verano las tormentas de calor, relampagueando y tronando pedregosamente por todo el cárdeno cielo que se nos viene encima, sin llegar a descargar ni una sola gota de lluvia o de granizo. Centelleó el «papá» aquel con la tosquedad alocada de un pichón que se cuela en casa y se golpea contra las paredes y los cristales y las puertas aterrorizado, aterrorizándonos. A mí, al menos, me aterrorizaron la ternura y la crudeza maternales que contenía «papá» y que en cambio, entre nosotros, la palabra «mamá» no contenía. Porque contenía muchísimas más cosas. Sobre todo porque se usaba a diario. Me dio miedo la ternura: porque no sabía qué hacer, ni había por lo demás nada que hacer con aquel «papá» sin descargar, pegajoso como el papel de un caramelo. Pensé que incluso así, empaquetado aún en sus sencillas cuatro letras, era la señal que indicaba que a partir de aquel instante nadie podía ya retroceder: tendríamos todos que seguir, correr, desplomamos por la catarata de las consecuencias que no se pueden ya desactivar. Pero también en ese mismo instante se me ocurrió que entre tía Lucía y mi madre había -acerca de aquel «papá» y la visita de mi padre aquel verano- un acuerdo, un pacto redactado con toda suerte de cláusulas y sub-cláusulas. De no ser así, es imposible que, tras siete años de omisión, fueran mi madre y tía Lucía capaces de incluir a Fernando casi en todas las comidas y mencionarle por el nombre de pila como a cualquiera de nosotros: Fernando. Como si fuese un conocido más. Y el caso es que no era un conocido. Fernandito, quizá sin darse cuenta, había dicho lo esencial: que alguien que realmente fuese padre nunca podría ocupar en la familia, por muchos años o distancia que mediase entre la familia y él, el sitio o el papel de un simple huésped. Dado que mi madre reconocía con naturalidad que aquel personaje era su marido y que ante la ley aún seguía siéndolo, su presencia o su ausencia a partir de semejante reconocimiento era un dato esencial para entendernos a nosotros mismos como grupo familiar.

Violeta sacó tanto del «papá» improvisado -valga la expresión- como del padre abruptamente aludido por tía Lucía nada más sentarnos a la mesa el día de su llegada, energía suficiente, emoción de sobra, para aturdirme a mí y dejarme sin saber qué contestar durante todas las conversaciones que transcurrieron entre cama y cama, cada noche, durante todo aquel otoño hasta las navidades.

«Si de papá después de todo no hay por qué no hablar y ahora casi no paramos de hablar de él y antes ni siquiera se sabía que existía, lo que no entiendo es por qué, si ésta es su casa, no vive aquí en su casa con nosotros, por qué no vuelve ahora que ha dejado los negocios. A mí me dijo que quería volver, eso me dijo.» Más o menos así solía empezar Violeta y más o menos contestaba yo: «¿Quieres que te diga por qué no? Porque es una veleta como un piano y lo primero que le pasa es que se cansa, eso es lo que le pasa. Lo que a ti te ha metido es más mandanga que mandanga, no es por nada. Y te pongo un caso. Supónte que mañana cogiese mamá y le escribiese en una carta: "Querido Fernando: me encantaría que volvieses a vivir con nosotros, un abrazo y tal." ¿Vendría?» «Pues vendría.» «Pues para que te enteres no vendría. Porque lo que le pasa es que se aburre y que se cansa y que le empieza a entrar la picazón de que me voy de que me voy de que me voy. De resultas de lo cual, con las mismas, coge y se te larga a Sudamérica y ahí te quedas tú, la tontiboba, la pavisosa, llora que te llora y él de pesca en el océano Pacífico…» «¡Pues por lo menos, mira, la geografía mejor que tú sí que la sabe. Porque Cuba está en el mar Caribe, o sea, que del Pacífico nanai…!»

Y es que ahora, con la reapertura, digamos, del concepto de «papá» en las conversaciones del dormitorio, y en general en casa, había Violeta cogido una astucia o suplemento de agresividad al discutir conmigo que hacían aún más visibles las huellas asimétricas, los sinsentidos de los sentimientos y otras ocurrencias que mi padre había sembrado, por maldad o por capricho, da lo mismo, en el alma de su hija. Ahora, al mencionar a mi padre los demás con naturalidad, Violeta procuraba, creo yo, retirarse o disimularse en discusiones que mantenía conmigo o en las preguntas que de vez en cuando hacía a tía Lucía o a mi madre acerca de él, para alimentar su ensoñación del personaje que durante un mes y pico había logrado que Violeta concentrara toda su imaginación y su atención en la lejanía, en un paisaje imaginario, en ocurrencias distanciantes.

Aquel invierno fueron los paseos por la isla. Con tía Lucía casi siempre. Con mi madre algunas veces (paseos muchísimo más cortos). Casi nunca con las dos. En casa siempre se decía que tía Lucía y mi madre se parecían mucho en todo, a excepción del pasear. Mi madre rara vez se paseaba, y siempre iba a paso largo aunque no fuese a ningún sitio. Tía Lucía, en cambio, andaba lentamente, suntuosamente, parando con frecuencia a mirar cualquier cosa o simplemente por el gusto de parar. Yo prefería pasear así, como no yendo a ningún sitio, como no teniendo que volver. «Lo que tú y yo somos es paseantas puras, niña. Paseantas perezosas, carentes de dimensiones espaciales, que los paisajes no sólo es que los vean o los huelan, es que se meten dentro y vas atravesándolos por dentro de punta a punta como tú y yo cada vez que salimos de paseo. Y eso tiene una ventaja si te fijas, la ventaja de que nosotras vemos los paisajes, mientras que los paisajes por mucho que miren no nos ven. No porque no quieran, que les encantaría, incluso más que a las personas, sino que no nos pueden ver porque somos invisibles. Cuando entramos nosotras, pongo por caso, en el pinar, en la parte más alta y empinada, si alguien hubiera, alguien del pueblo, yo qué sé, nosotras mismas inclusive, desde fuera no verían nada más que el entramado de los troncos y el trasluz y el contraluz y la luz enlimonada del atardecer, y el sol cesante en el azul marino de la mar del fondo, si alguien hubiera y si quisiera vernos, no nos vería, como mucho oiría lo que hablamos y tal vez los pasos. Aunque en invierno, claro, apenas cruje el suelo del pinar por la humedad…» Cosas así decía tía Lucía, aunque me fijé que sólo las decía cuando paseábamos las dos. Aunque eran muchas frases, claramente distintas unas de otras, no lo parecían al ser dichas. Al oírlas, era una sola frase la que oías. Una larga frase inapropiada para un paseo a media tarde, para una vulgar conversación: rebuscada, demasiado lenta y pensativa, como si tía Lucía estuviese recitando alguna cosa sin darse cuenta de que estaba recitando en vez de hablando. Una única frase lenta y pensativa que chocaba bruscamente con la imagen de vitalidad y de movilidad aventurera que de tía Lucía había tenido yo hasta la fecha. Y quizá lo más notable, lo menos característico de la antigua tía Lucía, era aquella insistencia con que repetía que nadie podía vernos porque, al ser invisibles, inextensas, aunque se nos sintiera no se nos veía. Y yo le preguntaba: «¡Pero si somos inextensas, tía Lucía, eso quiere decir que no tenemos cuerpo. Y por lo tanto no nos ven. Lo que no entiendo es por qué crees tú que iban a oírnos. Si no tenemos cuerpo no nos oyen, no nos ven, no nos tocan, y no nos paladean!» Era agradable pero melancólico pasear las dos así, sin que se nos viera, por más que se quisiera vernos tan tranquilas a las dos, recorriendo la isla a media tarde. No podía contárselo a Violeta. ¿Cómo iba a contarle a Violeta aquellas frases tan larguísimas que aquel invierno empezó tía Lucía a dejar que se le oyeran, sin construir apenas, al hablar conmigo por las tardes, de paseo por la isla? No es que fueran confidencias o secretos que tía Lucía me contara y que -naturalmente- yo no tenía derecho a contar después, sin su permiso, a nadie. Era la tristeza lo que no quería yo contar, ni a Violeta ni a mi madre, porque, además, al contarlo, no hubiera parecido nada triste porque tía Lucía no contaba apenas nada o lo que contaba no era nunca nada triste. Era la tristeza que provenía, creo yo, de la sintaxis, de la prosodia, y de la sintaxis indeliberadas, como si no fuese tía Lucía quien hablaba al estar oyendo yo su voz, sino otra voz, la voz de aquella isla y aquel atardecer o atardeceres y de mi primera adolescencia. Otra voz, desde luego, dentro de su voz, se hacía oír en la voz de tía Lucía sin que tía Lucía lo supiese…

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