Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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La palabra que provocó todo el soponcio de la niña parece ser que fue «hermanito». Así, Violeta podía servirse de una referencia cualquiera a los viajes de tía Lucía -máxime cuando su llegada era inminente- para, a lo largo de todo un día entero, tenerme a mí prendida -sólo a mí- de una única significación, que sobrevolaba, y en cierto modo aniquilaba, la sustanciosidad que antes tenían nuestras conversaciones acerca de casi cualquier cosa: «Hoy en geografia dimos la lección de las riquezas naturales de las distintas naciones del planeta. Y, por lo visto, la planta del tabaco no es que crezca ni mejor ni peor en unos sitios. Lo de menos es que crezca. Lo que cuenta son los grados de humedad una vez que, hoja por hoja, han ido poniéndose a secar para luego liar cigarros puros…» De algún modo, yo no era capaz de no dejarme arrastrar al trabalenguas, o, si se quiere, al juego -era como jugar al escondite de referirnos a mi padre sin decir nunca «papá» o «mi padre» o ni siquiera «él»-. «Por eso, porque es húmedo, es por lo que se suda allí tantísimo, que se tienen que cambiar hasta tres veces de camisa, aunque eso lo que es bueno es para la industria del cigarro habano. Torcedoras es como las llaman, que suelen ser mujeres que se sientan a torcer las hojas hasta liar el puro entero. Los Montecristos, los Partagás, los puros ésos.» Algunas veces yo contestaba, otras no. Cuando no contestaba, la conversación seguía siendo la misma por la noche, tiritaba Violeta y yo decía entre mí: «Ya empieza.» Y empezaba:

– Qué bien que no hubiese más que una estación en todo el año, como en muchos sitios que es así. ¿A que es agradable?, sólo pensarlo ya da gusto.

– Pues es más idea que otra cosa, mamá dice, según que te acostumbres a cuatro estaciones o a una sola.

– Se vestirán, digo yo, de otra manera. Es natural, con la humedad. Y además, que está a nivel de mar toda la isla. Montañas no hay apenas. Los hombres todos llevan guayaberas blancas, y las negras polleras colorás… Me encantaría ir de blanco siempre. No soporto ningún otro color, me horroriza lo chillón.

Yo decía:

– Pues aquí chillón no creo que encuentres. En esta casa, desde luego, no.

– No creo que él se ponga guayaberas nunca -decía Violeta.

– ¿Quién no?

– ¿Quién va a ser? No le pegan. Se las pondrá por la mañana sólo igual, para ir al escritorio o donde vaya, y puede que también para almorzar. Pero por la tarde desde luego no. Me chocaría. Irá como aquí, con trajes de telas más ligeras, pero igual de peripuesto.

Recuerdo que con ocasión de los trajes y de si mi padre iría peripuesto o no en La Habana, yo salté con malos modos:

– ¡Irá con guayabera o irá en cueros. Irá a su aire, porque como no trabaja va a su aire, se lo puede permitir. Son los que trabajan quienes tienen que ir como les mandan. Y si no les gusta se fastidian. Pero tu padre, desde luego, no es que en la vida se haya fastidiado mucho!

Ésa fue quizá la única referencia expresa que yo recuerde a mi padre, antes de reaparecer tía Lucía. Reconozco que me sorprendió la vehemencia con que Violeta reaccionó:

– Perdona, pero lo que estáis haciendo es muy injusto, y puede que incluso sea pecado, además eso. Porque en el mandamiento está muy claro. Ahí pone padre y madre. Si no les honras a los dos, es como si no honraras a ninguno. Mejor lo sabes tú que yo.

Realmente, era tan tenue la voz con que Violeta me acusaba o acusaba a mi madre y a mí, que -de no estar yo predispuesta de antemano contra todo aquello e irracionalmente predispuesta encima- me hubiera sido imposible no admitir que lo que Violeta decía era verdad. Porque si lo fuera -solía pensar yo- mamá, que dice siempre la verdad, vería que es verdad lo que Violeta dice y nos achaca. Y nos diría: «Sois muy injustas con tu padre, y yo para empezar la más injusta. Y como del dicho al hecho no hay gran trecho, vamos a no volver a ser injustas ninguna de nosotras y tampoco Fernandito.» Pero mi madre, que ciertamente procuraba no engañarse, y que si descubría una injusticia, aunque fuese muy pequeña, procuraba repararla, en lo de mi padre, una vez que desapareció, dejó por completo de atender. Yo le contaba cosas de las que decía Violeta, o expresaba temores ante todo aquello, pero mi madre sólo, o casi sólo, decía: «Tengo yo la culpa de todo eso.» Con lo cual dejaba el asunto a la vez zanjado y concluido, pero cada vez más y más inacabado.

De pronto nuestra vida, tan íntegra hasta entonces, se dividió en dos partes: de un lado estaba todo lo que había precedido a la llegada de mi padre, coloreado por la vivísima y cálida luz de la confianza, y de otro lado hubo, tras irse mi padre, otro colorido, vivísimo también, pero discontinuo, una línea sentimental quebrada, aunque no rota, entre Violeta y yo. Empezó a ser difícil, cada vez más difícil, hacer que Violeta se interesara en nuestras cosas con la atención de antes, y, al mismo tiempo -tras ese primer período de referencias difusas a su padre con cualquier pretexto-, fue imposible que mi hermana hablara conmigo o con mi madre de sus sentimientos por el padre ausente o -cosa que me inquietaba a mí más todavía- del desagrado (manifiesto en señales mínimas, que sólo yo advertía) ante lo poco que se hablaba de mi padre en casa o la frialdad con que se hacía cuando cualquiera de nosotros, de pasada, nos referíamos a él. Porque el caso era que referencias a él surgían ahora en el curso de la conversación con una frecuencia y una naturalidad que sonaba a estampidos. Incluso Fernandito mostraba aún más interés por su padre del que nunca manifestó nunca cuando le tenía delante en carne y hueso. Fräulein Hannah comentó este extremo con mi madre: «El señor ha nuevamente por Fernanditou sido inquerido. ¿Qué deberría una decirla acerca de esto, la señorra piensa?»… Mi madre respondió, según me dijo, que la contestación, en cada caso, dependía de lo que Fernandito preguntara cada vez. Y que, en cualquier caso, no había en el asunto ni el más mínimo misterio. Fräulein Hannah había por lo visto declarado: « Ja, das ist klar, meine Dame . Enemiga de lo incomprensible en la formación de las juventudes soy. Alles muss klarheitsein .» Y este absurdo proyecto de la claridad debida reveló, por contraste, que un creciente entramado de oscuridades y de reticencias relativas a mi padre, se interponía entre Violeta y nosotros. Violeta, sin separarse físicamente de nosotros, se distanciaba imaginariamente. Y este distanciamiento no fue ni culpa suya ni por completo fruto de su decisión o de su intención. ¿De quién fue culpa entonces? ¿Fue sólo culpa nuestra? ¿Fue únicamente culpa de la caprichosa intervención de mi padre en nuestra vida?

Aquel otoño, sin embargo, yo creía que, simplemente con el regreso de tía Lucía, desaparecerían todas las dificultades. Un día, de pronto, a media tarde, llegó el telegrama que con tanta impaciencia yo esperaba. Había embarcado en Nueva York y confiaba llegar pronto a Letona. Al parecer el cable fechado a bordo del Letona , uno de los dos buques gemelos de La Trasatlántica, se había retrasado algo en correos: en La Trasatlántica confirmaron por teléfono que el Letona llegaba al día siguiente. Dará una idea de mi preocupación por Violeta y de mi fe en la capacidad diplomática de tía Lucía -por lo demás, perfectamente infundada- el que imaginara que su regreso en barco se debía a una maniobra calculada para borrar, de una vez por todas, el mal recuerdo de mi padre.

¡Ése era el motivo!: desde Reykjavík, al recordarnos, y tal vez también porque mi madre mencionara la reaparición de mi padre en una de sus cartas, tía Lucía adivinó lo que estaba pasándonos en casa. Quizá por eso, porque consideró que una situación tan aparentemente insignificante, y sin embargo tan última, como la emergencia de una Violeta que no era ya la misma que dejó al marcharse, requería una gran reanudación escénica de sí misma: una lenta, larga arribada de la propia tía Lucía, con todo el alto bordo de las llegadas de los blancos buques de La Trasatlántica. Quiso, yo supongo, tía Lucía ser ella misma el trasatlántico cuyas arribadas crecientemente prodigiosas nos fascinaron de niñas.

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