Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Tom pareció, por lo que pudimos ver todos, decidido a resolver de golpe cualquier inquietud acerca de sus actividades que pudiese albergar tía Lucía. Se instaló en el torreón y se pasaba las mañanas cavando la huerta de tía Lucía, podando los rosales… Era curioso verle ahí, laboreando con su gran azadón o labrando con la azadilla, con su mono azul, parándose de cuando en cuando a encender la pipa, su cara roja, su pelo rubio que se anaranjaba al atardecer, su aire noble, su estatura, el chaleco a rayas azules y amarillas… hacían de Tom una figura de alguna manera insoportable para mí, solemne, grave, trabajando la tierra, sensato y absurdo al mismo tiempo, su espalda ancha encorvada sugería una aniquilación buscada deliberadamente. Se quedó hasta navidades, y se quedó definitivamente con nosotros después de navidades, sin la autorización de tía Lucía, casi contra la voluntad de tía Lucía, que dejó de dirigirse a él en persona cuando estábamos todos. Estaba claro que tía Lucía ya empezaba a no hacer pie, aunque por aquel entonces sólo yo pensaba en eso, avergonzándome, cada vez que lo pensaba, de haber perdido el respeto a tía Lucía.

La conversación con Violeta sobre Igueldo fue, definitivamente, una secuela de nuestra antigua manera de relacionarnos, y al mismo tiempo la conclusión, el cerramiento, de la primitiva confianza que hubo entre Violeta y yo. Siempre he pensado en aquella noche como en una frontera o límite de la niñez. Fue, quiero decir, la primera vez que Violeta no me pareció bien del todo. Incluso si lo que Violeta había contado era todo y no había nada más, era imposible, al reflexionar sobre ello, no advertir, tanto en lo que contó de Tomás y ella como en el modo de presentación emocional con que -inconscientemente quizá- quiso presentarme todo ello, una coquetería o malicia, una liviandad procedente de la levedad y del liviano peso de una cría de catorce años a quien un turulato corteja ligeramente. Pero no podía haber ningún significado en la figura de Violeta, justo en aquel momento de nuestras vidas, que desentonara y no casara con el perfecto significado del conjunto familiar total, un significado por consiguiente finito y no infinito: ¿quién quiere el infinito? Sólo queremos la finitud perfecta. Por consiguiente, yo negué mi propia ocurrencia maliciosa acerca de la malicia de Violeta, y para negarla de tal suerte que no pudiera volver a ser pensada nunca, decidí que Violeta había alcanzado ya la santidad, era inmaculada. Reduje a Violeta a una única de entre todas sus posibilidades reales: la de querer siempre ser mejor y no quedarse nunca satisfecha con nada que no fuese la perfección esencial. De ese modo, al convertir una única posibilidad en la única, negué la negación, pero negué también -durante, por desgracia, demasiados años- mi propia posibilidad de entender a Violeta y de ayudarla. Porque yo había decidido (al hilo ascético presente sobre todo en la figura de mi madre, aun cuando en su caso era todo lo razonable y humana que pueda pedirse) que el orden de nuestras realidades y de sus conexiones era -para nosotros por lo menos- idéntico con el orden y la conexión real de las cosas del mundo. En esa estricta correspondencia quedaba implícitamente incluida la negación de todo el orden paterno, todo lo que mi padre representaba, por ejemplo el deseo de disfrutar la buena vida, viajar, conocer gente, todo eso quedaba por definición fuera de orden: era el desorden. Y no fue todo esto una teoría que hice, sino una decisión y un proyecto que puse en práctica de inmediato.

Es natural, por consiguiente, que con paralela inmediatez y con análoga arbitrariedad se produjera la fuga de Violeta, en este caso una fuga perfectamente planeada y sensata que, si no hubiera tenido yo dieciséis años, me hubiera dado cuenta -con sólo usar ya la expresión «fuga»- que estaba alterando peligrosamente todo.

Una tarde, la tarde del veintidós de diciembre, no volvió Violeta del colegio. Me enteré al bajar y oír a mi madre hablando con la madre María Engracia por teléfono: «¡Pero cómo no me voy a preocupar, madre!» Fue lo primero que le oí decir con quizá la mayor vehemencia que le haya oído nunca. Hubo una de esas desesperantes pausas de quien escucha sin tener el auricular, y volvió a decir mi madre: «A mí me parece muy bien, como usted comprenderá, madre, que mi hija pase las vacaciones con su padre y con su tía Teresa, en Pedraja o donde sea. Lo que no me parece tan bien es que sea usted quien me lo diga. Violeta es una niña muy encantadora y muy considerada, con quien nos llevamos, me llevo yo, muy bien. ¿Por qué no nos lo dijo en vez de irse de repente con lo puesto, con el uniforme, como si en casa le hubiéramos prohibido ver a su padre o venir su padre aquí, quiero decir? Como supongo que usted ya sabrá, mi marido y yo no estamos legalmente separados, ni siquiera distanciados. Así es que su intervención no la entiendo. Está bien que esté la niña con su padre. Lo que está mal, muy mal, ¡y es culpa suya, madre María Engracia!, es el mal estilo de su intervención. En fin, ya hablaré yo con Violeta.» Y colgó mi madre bruscamente. Yo estaba en el primer rellano de la escalera y no bajé en ese instante, esperé hasta que mi madre entró en la sala y allí me reuní con ella algo después. Me contó lo de la llamada telefónica. Toda vehemencia ahora ausente ya. Con su manera considerada y dulce de hablar me contó lo ocurrido.

Decir «lo ocurrido» era servirse de la más abstracta y neutral expresión para expresar lo más concreto y más comprometido: lo que mi madre contó. Pensé que hacía un esfuerzo por sonreír e intercalar alguna que otra observación acerca de nuestros preparativos para la cena de Navidad y demás, que resultaban claramente irrelevantes en aquel momento y que mi madre intercalaba sólo para que no diera yo más importancia que ella misma a lo ocurrido. Es posible que advirtiera la confusión, el desconsuelo que yo sentía en ese instante. Al parecer mi padre había escrito a la madre María Engracia (de quien Violeta debió de hablarle cuando su visita) y en la carta pedía tener una larga conversación con la madre, a quien consideraba la mentora espiritual de la niña, con objeto de preparar lo que la madre María Engracia había denominado -con el insoportable talento de las monjas para el eufemismo- «el cumplimiento del cuarto mandamiento», que a Violeta, «pobrecilla», sin culpa, las circunstancias le impedían cumplir. Mi padre se había presentado de improviso a mediados de noviembre, un domingo por la tarde, en el colegio, y nadie le había visto. Sólo la hermana portera, que era de Ávila y que nunca hablaba, para no mentir. La madre María Engracia -contó mi madre- tenía a gala hacerse cargo de las dos partes del asunto, tanto por el bien de Violeta como por el bien de las dos partes. Mi madre dijo que la palabra «bien» y sus sinónimos le habían sonado, a través del teléfono, como un abejorro persistente que siempre amenaza y nunca llega a venírsenos encima. El bien del padre, el bien de la madre, el bien de la familia. A golpe de bien y de consideraciones acerca de la voluntad de Dios y la mano izquierda de Dios, había ido la madre María Engracia soslayando el hecho de su inoportuna mediación: era obvio -le parecía a mi madre- que, haciendo así las cosas, las voluntades que se habían tenido en cuenta eran la de mi padre y la de la propia madre María Engracia. Y aquí mi madre añadió que le sorprendía mucho que Violeta no le hubiera hablado por lo menos a ella o a mí de sus planes para pasar las navidades con su padre. Entonces yo dije lo que pensaba, pero que, al carecer de fundamento, sólo era un juicio temerario: «A mí no me extraña lo más mínimo. La han malmetido entre los dos. Él es un tipejo y ella otra tipeja. Le han calentado la cabeza con que si nosotras la tenemos presa aquí. Están contra nosotras…» Creí que mi madre iba a estar de acuerdo, pero salió una vez más con lo de siempre: que mi padre estaba en su derecho y que lo único que había en todo caso era el mal estilo de no haberlo hablado con nosotras, cosa que mi madre comprendía, porque tanto para mi padre como para la madre María Engracia, como para la propia Violeta, proponerse algo tan notable repentinamente tenía que resultar embarazoso. Quise hacerle ver la malignidad de mi padre, su maldad, su voluntad de herirnos a las dos. Pero fue en vano. Aquella noche la ira me sirvió de adormidera como un anestesiante de la melancolía que empezó al día siguiente cuando recibí carta de Violeta: «Perdona que me haya ido así sin más. Pero no sabía cómo hacer. Te ibas tú a enfadar y mamá no sé lo que diría. Y quería que papá viese que, conmigo por lo menos, siempre podrá contar pase lo que pase. Porque lo que no podía era pasar estas navidades como otras, sabiendo como sé lo de papá. Era imposible, compréndelo tú misma. Y la madre María Engracia además dijo que lo mejor hacerlo, y luego hablarlo, y que ella lo hablaría con mamá. En estas fiestas navideñas, que son las fiestas del nacimiento de Dios Nuestro Señor, y de la caridad y del amor a nuestros semejantes y parientes -dijo la madre María Engracia- y máxime tratándose de un padre y llevándonos bien, bastante bien, nosotros, o sea él y yo, de no acompañarle, a juicio de ella, de la madre María Engracia, era un contradiós, es lo que dijo. Y que en conciencia estaba ella, si hacía falta, dispuesta a ir a hablar con el señor obispo, que no sé qué tenía que ver aquí el obispo… Cuando quieras recordar ya he vuelto. Estamos en San Sebastián, viviendo en un hotel, con tejados de pizarra estilo inglés, dice papá. Y todo a juego, el comedor, los salones y los dormitorios, todo a base de rectángulos, de cuadrados y de rombos. Un gusto -papá dice- de antes de la guerra. Y también me alegro de no estar estas navidades en casa por Tomás, ya sabes. Papá dice que cuando vuelva le diga yo a mamá que así van a ser las principales vacaciones. Y a mí también me gustaría. Según veas se lo dices, o lo hablamos nosotras dos primero, cuando yo vuelva, el siete de enero. Recuerdos a todos de parte de papá, y un beso especial te manda a ti, para que no te pongas contra él. Eso es lo que le duele lo que más y a mí también. Un beso mío con todo mi cariño.»

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