Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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Recuerdo aquellas navidades como un malestar que no aliviaba ninguna distracción. Ni siquiera las conversaciones largas y detenidas que tuve con mi madre -y que siempre, hasta la fecha, me habían sosegado-, podían entonces sosegarme, porque el malestar -como aprendí después, años después, leyendo a Kierkegaard- era simplemente angustia que coincide con todo lo que somos e impregna todo lo que vemos y sentimos, todos los utensilios y significados, de tal suerte que cualquier cosa, por mínima que sea, revoca la decisión que tomamos de no dar más vueltas al asunto y aceptarlo como es. Cuanto más pensaba en Violeta y en mi padre y más navideña se volvía nuestra casa a medida que se acercaba el veinticinco de diciembre, el veintiocho de diciembre, la noche de Año Viejo, y el amanecer de Año Nuevo, San Silvestre, más insoportable me resultaba no tener a Violeta en casa. Al faltar Violeta me faltaba todo lo demás, por mucho que tuviese -y que conste que era mucho, siempre lo había sido- poder sentarme a hablarlo todo ello con mi madre mientras se hacía la cara. Se me saltaban las lágrimas y no podía consolarme ni siquiera sabiendo que Violeta regresaría -e incluso sinceramente dichosa de volver- con nosotros el siete de enero. Casi la única frase de mi madre, casi su única preocupación, estaba en una frase que repitió muchas veces esos días: «Tienes que no preguntarle nada, ni siquiera preguntarle nada, porque tienes que querer, es obligatorio que sientas y que quieras y que creas que Violeta ha hecho lo que cree que debe hacer, y que irse de casa a pasar las navidades con su padre no significa que nos quiera menos a nosotros.» Y esta misma frase volvía a salir, abreviada o alargada, inmóvil el significado: «Tienes que no sentir tristeza, tienes obligación de no sentir la menor pena, a pesar de la tristeza que sientes al echarla en falta. Echarla de menos tiene que no contener ningún reproche, tiene que no volverse nunca lo contrario del cariño.» Y como yo no podía sosegarme, no podía parar quieta, no quería divertirme, ni reírme cuando Tom Bilffinger se disfrazó de Papá Noel, chapurreando en castellano felicitaciones navideñas. Ni cuando Fernandito y Tom (que se habían estudiado unas cancioncitas navideñas que solían cantarse, según Tom, en las balleneras cuando caía el veintiocho de diciembre en alta mar) disfrutar oyéndoles. Y cuando Fräulein Hannah cantó sola delante del abeto iluminado, que era un verdadero abeto del jardín de tía Lucía, «O Tannenbaum. O Tannenbaum. Wie treu sind define Blätter…» , el trémolo de la voz me hizo a mí llorar. Nunca jamás había llorado así hasta aquellas navidades. Lo ocurrido tenía un interior donde resultaba natural y comprensible y casi alegre. O por lo menos nada entristecedor. Pero yo no podía entrar ahí. Yo estaba fuera y Violeta estaba fuera a su vez de mí, en el interior de su interior sin mí, acordándose de mí quizá, seguro que se acordaba mucho de nosotros, pero sin nosotros. Un poeta que conocí años más tarde, cuya amistad me alegra y me honra todavía, me sorprendió en una ocasión con una estrofa que trajo de inmediato a mi memoria aquellas navidades y aquel San Sebastián de la carta de Violeta, aquel hotel blanco y aquella playa que no se parecía a nuestra playa: «Nunca creí que hubiera otras ciudades, gentes como nosotros ajenas a nosotros, aquel invierno todo pareció mucho menor y más íntimo, miles de sentimientos que se ahogaban en un vaso de agua.» Hicimos todo igual y no era igual aquellas navidades. Y me daba pena ver a Rufus quedarse dormido en medio del sofá, tendido cuan largo era, a excepción de la cabeza, que no reposaba en el cojín, sino que, erguida, tenía ese aire alerta, algo distante, de la cabeza de una persona ya de edad que, acunada por la charla familiar, se abandona a una serena somnolencia, no obstante lo cual mantiene erguida la cabeza para indicar que sigue la conversación en líneas generales aunque entrecierre de vez en cuando los dos ojos para oír mejor y descansar la vista. Rufus añadía a este perfil común, a cualquier ordinaria cabezada en una sobremesa, una nota de elegante suspensión de todo juicio, por cuya virtud indicaba que, en aquel preciso instante, había suspendido toda opinión y todo juicio acerca de la existencia de las cosas, además de cualquier clase de urgencia. Se dejaba dulcificar por una leve siesta Rufus, sin perder la compostura ni siquiera en sueños. Por eso se sabía que era Rufus un gato noble y todo un caballero… E incluso pasear con tía Lucía después de la comida hasta las cinco y media o seis me daba pena, porque me acordaba de Violeta. Y eso que aquellas navidades fueron los paseos (sin excepción) todos magníficos, porque se venían con nosotras Tom y Fernandito, y tía Lucía no parecía estar tan ida ni tan melancólicamente locuaz como cuando paseábamos lentamente las dos solas. Estaba, al contrario, en plena forma, y planeando ya la exaltación del fuego nuevo en lo alto del torreón, en la madrugada del primer día de Año Nuevo. Y Tom -a media lengua- echaba al fuego aquel, verbal, de tía Lucía, alegre y claro, la gran leña vikinga de sus antepasados, procedentes de la Alta Escandinavia, que habían bajado envueltos en pieles hasta las narices por todo el Báltico, teniendo que ir a proa dos y hasta tres marineros provistos de rompehielos y de largas picas para que la embarcación no se atascara y congelara, que fue así, barcaza tras barcaza, indiferentes al verano y al invierno, como fundaron Könisberg y bastantes más ciudades, en manos ahora, por desgracia, de los rusos. Cosa que era -yo supongo- tan espléndida como dudosamente histórica, pero que, a ojos vista, sorbía el seso a Fernandito y nos encantaba a los demás. Pero no recuerdo sobre todo lo gracioso, sino sobre todo la belleza del paisaje invernal de la isla entera, y de la mar verdosa y negra y de las cárcavas donde explotaban sin romper las olas más tendidas y más largas tras montuosas embestidas, explotando redondas en los cuévanos, dejando retumbos, zambombazos intensos bajo nuestros pies y por el aire, en la memoria, en la conciencia, todo el tiempo a la vez, todo el pasado y el futuro, nuestra vida. Pero no, ni siquiera la belleza del paisaje sólo, sino la belleza que no era ya el paisaje sino el esplendor del tiempo, el resplandor del mundo, las luminosas florecitas insignificantes que carecen de nombre y que se pisan al pasar, cuya corola es azul y son, en medio, los pistilos amarillos, el musgo, el invierno secreto, todo me hacía suspirar porque me acordaba de Violeta. Cosa, por cierto, que era prueba de lo falsa que yo era: la demostración de hasta qué punto era mi tristeza insustancial aquellos días venía de que nada en el paisaje o en los paseos que dábamos los cuatro evocaba nada propio de Violeta. Violeta aborrecía pasearse, y muy especialmente aquellas paseatas que dirigía tía Lucía, tan tardígradas, con súbitas paradas y sentadas y parrafadas y gansadas que irritaban a Violeta, que las llamaba, así, en plural, «los pierdetiempos», por analogía con los pasatiempos, los crucigramas y los jeroglíficos y el Damero Maldito de La Codorniz , que hacíamos las dos cuando llovía y no escampaba en todo un sábado y domingo y había a la fuerza que quedarse en casa. Tan llorosa debía de estar, a pesar de procurar no demostrarlo, que un día, en enero ya, un par de días antes del regreso de Violeta, que no regresó hasta el ocho, me encontró Tom sentada sola en la sala del torreón, esperando a los demás. Tom entró con su gorra de visera calada ya hasta las orejas y sus botas fuertes de media caña, que él usaba con suela de goma con muchísimo dibujo para nunca resbalar. Y no le vi llegar, no le sentí llegar hasta que se sentó junto a mí en el sofá donde yo estaba y dijo: «Don't be sad, my pretty. It will pass the sorrow…» Y viendo que yo no le miraba, porque no quería que viera que lloraba una vez más, añadió: «Boys are just stupid. Don't cry» , porque se conoce que pensó que estaba yo llorosa por un chico, cosa que ni entonces ni después, ni nunca, estuve. Y yo dije: «Es que no es eso Tom, es que mi deber es alegrarme, y no me alegro de que Violeta, que está porque quiere con su padre, o sea mi padre, no esté aquí. Me da pena aunque no quiera que me dé. Y no puedo cumplir con el deber de no estar triste, ni con el deber de sentir lo que debiera.»

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