Me contempló pensativo, como un médico. Me agradó su preocupación, aunque en aquel instante yo aún no me sentía necesitada de ningún cuidado especial. Al fin dijo:
– Pero no erais amigas. Erais otra cosa, madre e hija. En fin, yo no soy posiblemente la persona adecuada para hablar de esto, y quizá no haya personas adecuadas.
Lo dejamos. Hubo un motivo externo para dejarlo, pero en realidad lo dejamos porque Tom no se atrevía a seguir quizá. Ni yo deseaba realmente escuchar lo que quería decirme. Tenía derecho a sentirme maltratada. Y sin embargo, al mismo tiempo, sabía que Tom tenía razón y que mi punto de vista era absurdo.
Los planes de la madre María Engracia coincidían con los planes de Dios punto por punto. Y la prueba visible, la demostración, la imposibilidad siquiera de dudar de la madre María Engracia era Violeta. Quizá a causa de aquella fastuosa y precisa coincidencia de la mente de Dios con la mente de la madre María Engracia, el asunto llevó dos años largos, dos años cómicos, dos años que primero consideré dispuestos por la Divina Providencia en persona -una prueba de la esencial contagiosidad de los lenguajes- para reconducir mi relación con mi madre hacia el lugar donde yo creí dejarla por descuido al empezar a frecuentar la compañía de Tom, al empezar Filosofía en Letona. (Como se verá, me equivoqué y no sólo en eso, no sólo en la cronología del distanciamiento, sino en sus cinco concausantes causas y otras circunstancias.)
«Lo primero, una vocación no es para una prisa. Y lo segundo, no está al alcance de cualquiera», contó mi madre que había dicho la madre María Engracia, firmemente sentada en una silla negra de respaldo recto de la sala de visitas, mientras mi madre la oía boquiabierta, y tía Lucía, que en esa ocasión la acompañó, fumaba pitillo tras pitillo e iba hundiendo las colillas en la tierra recién regada del tiesto de cerámica de una aspidistra gigantesca, único detalle éste, en lo que pudo tía Lucía ver del convento, que le recordaba el art déco de su liviana juventud.
Según mi madre, tía Lucía fue la única que habló. Entre otras cosas memorables, declaró: «Usted, hermana Engracia, es que está muy ensimismada usted. Y por consiguiente no distingue lo que una chica quiere, y lo que quiere Dios, de una remolacha azucarera, aunque se la pongan en bandeja.» Lo de la remolacha tía Lucía lo negó, pero era evidente que se puso todo lo agresiva que podía, que era mucho. Aquella reunión estrafalaria se concertó por teléfono a instancias de la propia madre María Engracia, quien -no obstante estar segura de que el tiempo de Dios y el tiempo de los hombres no se cronometran por un mismo y único reloj- tenía, según dijo, muchísimo deseo e incluso una cierta urgencia pastoral comprensible, dado que Violeta no daba -a ojos humanos- en aquel momento, a sus veinte años, la impresión de haberse parado a pensar en Dios o en cualquier otra cosa mucho más de dos o tres minutos consecutivos. Y esto, precisamente, esta «aceleración», esta «vivacidad», esta «perpetua movilidad y transitoriedad de los amores y desamores de la niña», era la prueba fehaciente, a ojos de la madre María Engracia, de que Dios le estaba «llegando al corazón». Decía: «La niña está desazonada, como es lógico, porque la voz que le susurra "Déjalo todo y sígueme" es la más clara de las voces que oye, no para quieta para no escucharla. A mí me pasó exactamente igual. Las vocaciones más auténticas siempre empiezan así, por el rechazo y el aturdimiento y el hacer como si no. Pero yo conozco a su hija muy a fondo. Yo no es que la haya dirigido, como usted comprenderá, a Violeta, como a las demás, es don Luis quien las dirige, nuestro director espiritual. Yo me he limitado a decirle la verdad. Sin influir ¡ni un tanto así!, sólo con la verdad sencilla y plana, tal cual, con la verdad divina. Sólo con eso ha sido suficiente. Y esta cosa que ahora tiene como de que no para quieta y cambiarse de vestido veinte veces, sale y entra y todo lo demás, todo, todo, todo es para no escuchar la voz de Dios. Y lo que son las cosas: cuanto más se agita y más cambia de novios y de trajes, más la oye, porque el alma de Violeta ya es de Dios desde hace mucho. Yo le he dicho: "Mira, en el convento, primero te vamos a probar. Si no, te vas." Esto viene a ser como un poco de trampa, de malicia, usted me entiende. Lo tengo hablado ya con la madre maestra de novicias, la madre Feliciana, enteramente dada a Dios. Vamos a hacer como que entra por probar, y yo le aseguro que tan pronto como pruebe la dulzura de la vida religiosa, ¡pica! Pica porque Dios quiere que pique, me refiero. Su alma se abre a Dios como una enorme esponja se abre al agua, al sol, a la iluminación espiritual, y eso es lo que es la vocación para nosotras, una dedicación perpetua y exclusiva a los deseos del Divino Esposo. Violeta es una prometida natural, lo sé porque la conozco desde hace muchos años. Y en realidad ya es mayor de edad o casi. Y no requeriría, puestos a pensarlo, ni tan siquiera el consentimiento de sus padres. Quiero decir que a todos los efectos da igual que a la familia le guste o le disguste que Violeta se dedique por completo a Dios.»
Aquella vez (no sé si la segunda o la tercera vez que hablamos con la madre María Engracia después de esa entrevista, que ahora subía a casa con una cierta regularidad generalmente por las tardes, entre cuatro y seis, para irse justo en el momento en que se la invitaba a quedarse al té), yo dije: «No entiendo de dónde saca usted, perdone, lo de que Violeta tiene vocación. Si la tuviera, nos lo habría contado.» «Quizá esto», enunció fríamente, arreglándose un poco el plisado de la falda, «no se atreva a hablarlo con ustedes dos. Quizá considere que no hay afinidad… supongo yo. Puede que sea eso.»
Mi madre y yo lo hablamos después, muertas de risa. Eso era lo importante: teníamos otra vez algo en común, la estupidez de la madre María Engracia, su impresentable idea de la vocación religiosa de Violeta. Violeta sólo dijo:
– Yo, mira, es que no sé. No es que sienta inclinación. Ella sabrá por qué lo dice, sin embargo. Igual es cierto a lo mejor, y yo soy como una de esas santas que ella cuenta, que se convierten de la noche a la mañana, igual me está pasando a mí y lo mismo no me entero.
Y a continuación entrecerró los ojos y yo pensé que ese achicamiento de la expresión, que de ordinario me parecía gracioso, en aquel instante convertía todo lo anterior en picardía, en una coquetería inconfesable y maliciosa. Por eso dije:
– No hace falta que te burles de ella, es una pobre tonta.
Y Violeta dijo:
– ¡Cómo no voy a burlarme! Yo le tiro de la lengua y ella ¡venga y dale con mi santidad! Reírse es sano además, tú misma lo has dicho muchas veces.
Intervino también mi padre en esto. No habló conmigo, pero me consta que lo habló con tía Lucía y con mi madre por teléfono. Ahora, una frase frecuente en casa era: «Dice tu padre que eso es un absurdo, que habría que denunciar a la madre María Engracia por andar malmetiendo a las chiquillas.» En varias ocasiones cogí yo el teléfono. Sólo decía «Hola» al oír su voz, y él sólo decía: «Hola, guapa, ¿está tu madre?» Y mi madre se ponía al teléfono media hora seguida, sacudiendo la cabeza y respondiendo sólo «Sí, sí… No, no». Tal vez hablaban de Violeta, o tal vez de ellos dos. No era igual que antes. Parecía que era igual que antes porque ahora teníamos, como antes, mi madre y yo en común un tema: el de Violeta. Pero no era igual, era distinto por completo a causa de la presencia de mi padre. Vino algunas veces a comer aquel año. Fernandito iba a verle a Pedraja durante las vacaciones. La propia madre María Engracia fue a Pedraja a verle, y mi padre vino una tarde especialmente a contarnos la conversación. Lo encontraba todo sumamente chusco. Todos nos reímos, yo incluida, al fin y al cabo por qué no. Entre unas cosas y otras estaba ya terminando la carrera y quería escribir una novela. Lo de la novela se me ocurrió gracias a Tom. Una novela cuyo protagonista fuera un chico que vivía con su madre y sus hermanos en una isla como ésta. Tenía el protagonista que ser chico, porque ser chica era un inconveniente narrativo. Ser chica era un second best . Y Tom hablaba conmigo de sus aventuras de chico con los chicos. Un día se lo dije claramente:
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