Álvaro Pombo - Donde las mujeres

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Premio Nacional De Narrativa 1997
En esta magnífica novela, Álvaro Pombo describe el esplendor y la decadencia de lo que parecía una unidad familiar que se imagina perfecta. La narradora, la hija mayor de la familia, había pensado que todos -su excéntrica madre, sus hermanos, su aún más excéntrica tía Lucía y su enamorado alemán- eran seres superiores que brillaban con luz propia en medio del paisaje romántico de la península, una isla casi, en la que vivían, aislados y orgullosamente desdeñosos de la chata realidad de su época. Pero una serie de sucesos y el desvelamiento de un secreto familiar que la afecta decisivamente, descubre a la narradora el verdadero rostro de los mitificados habitantes de aquel reducto. Una revelación que cambiará irremisiblemente el sentido de la vida…

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No estoy improvisando, sino viendo: el pasado es arenoso y dulce ahora, desapasionado y dulce, dulce y frío como era mi padre para mi madre: esta frialdad es suya, esta capacidad de reducirme sólo a una voz recordadora, una conciencia incesante, una pasión incomprensiblemente acallada y hablada, ahora que ya nos da lo mismo. Así, los datos saltan a la superficie como corchos, como brillan repentinamente los lomos satinados, plateados de los peces, o tintinean las hojas de los álamos. Es curioso que lo único que realmente no advirtió mi madre durante el noviazgo fue la indolencia de mi padre. No era fácil, quizá, para una persona tan activa como ella, tan distribuidora de su tiempo, educada dentro de una familia de hombres de negocios y de acción y de mujeres prácticas, eficaces y sensatas, como mi abuela. Esa pereza fue, sin embargo, lo que acabó por impedirlo todo. Quiero decir que tras darse cuenta mi madre de que su matrimonio era un gravísimo error, trató de hacer de tripas corazón y sacar partido de lo que había adquirido en un momento de precipitación y que ya no podía cambiar. No se trataba únicamente de que el matrimonio fuese un sacramento o de que mi madre fuera en aquel tiempo una persona muy piadosa. Mi madre me contó que así empezó su dejación a la buena voluntad con que empezó aquel imposible matrimonio, aquella absurda boda que no le hizo la más mínima ilusión. La pereza e indolencia de mi padre acabaron por impedirlo todo. Se trataba de su propio sentido de sí misma. Casarse por la Iglesia había dado al acto, según mi madre creía, una dimensión teológica, pero no había añadido nada esencial al acto psicológico esencial que, para una mujer como ella, suponía comprometerse en matrimonio con un hombre. Lo irrompible no era en el fondo el vínculo sagrado, sino el vínculo moral: ella, libremente, había prometido ser suya hasta la muerte, y quiso serlo. No obstante descubrir a los pocos días de casarse la mediocridad de mi padre, decidió que todo podía continuar a partir de donde estaban, si no felizmente, por lo menos dignamente. Que mi padre no fuera gran cosa no era al fin y al cabo una sorpresa. Él mismo lo había reconocido: a partir de ahí, de ese mínimo, todo estaba por hacer, todo podía ser construido, reconstruido desde la seriedad, desde la gravedad, desde el compromiso. No hay mediocridad si uno no quiere: sólo hay mediocridad cuando la mediocridad se elige como un valor por sí mismo. Bien mirado -debió de pensar mi madre- tampoco yo misma soy gran cosa. Somos tal para cual si bien se mira. Pero las cosas sólo permanecieron ahí muy brevemente: la mediocridad no era simplemente una pobreza de medios o de ocurrencias, era un modo de vivir elegido deliberadamente, una concepción del mundo. Parece ser que mi padre, por aquel entonces, llegó a decir que su ideal estaba ya en los clásicos latinos, o en una frase parecida: en la aurea mediocritas . Pero no se trataba de eso. La indolencia era en el fondo una especie de desdén, un desdén por todas las cosas que exigían esfuerzo, entre las cuales, por supuesto, estaba la propia convivencia marital. La indolencia le sacaba de casa temprano, tras una hora larga de ducha y de aderezo en el cuarto de baño, y le conducía, en su automóvil nuevo, de visita en visita hasta el almuerzo en el club marítimo de Pedraja, para regresar, tras el mus, encantador, a media tarde, vagamente interesado, indecisamente tierno, últimamente separado por la fría distancia de quien comprende todo pero, excepto él mismo, le da todo lo mismo. Mientras yo era una niña pequeña, tras nacer Violeta, hasta el año treinta y seis, el matrimonio de mis padres se sostuvo por inercia: durante la guerra mi padre simpatizó con la República primero y con los nacionales después. A diferencia de mi madre, que los odió a todos por igual y que, sin embargo, hizo por todos lo que pudo en las sucesivas tareas de la retaguardia. En el año cuarenta nació Fernandito y mi padre prácticamente se fue sin despedirse, como tía Lucía, con lo puesto. Y no volvió más. Pero no volvió porque su pereza había encontrado, durante la guerra y el primer año que siguió a la guerra, la resistencia de mi madre a seguir viviendo de aquel modo: no sé por qué lo sé, pero sé que le dijo: «Es demasiado tedioso verte ir y venir. No es mi estilo. No hay por qué armar escándalos. Esta casa es mía. Vete de una vez.» Y se fue. Era más cómodo irse que quedarse y luchar. Pero, sin embargo, se debió de sentir humillado, ninguna mujer, ningún hombre, le había hecho sentirse jamás tan poca cosa: un objeto del tedio. Decidió regresar mucho después, algún día, y ver si era de verdad tan incapaz de seducirnos como mi madre tuvo la osadía de decirle. Por eso vino.

– Tenemos que hablar tú y yo, bonita -dijo mi padre con su entonación más casual, como para disimular, mediante el tono ligero, la rareza aquella de que dos personas que se ven a diario tengan, sin que haya ocurrido nada especial, que hablar. Yo era aún demasiado joven para contestar con rapidez o para disimular mi sobresalto. Dije únicamente:

– Bueno, como quieras.

Era una mañana sumamente calurosa de finales de agosto, sofocante y nublada. Óscar y otro amigo suyo, Victorio, habían quedado en que vendrían a buscarme para dar una vuelta y quizá bañarnos. Yo estaba fuera de la verja, y mi padre, que llegaba en ese momento, se plantó ante mí con las manos en los bolsillos. Mi padre era verboso y casi nunca daba la impresión de tener que pensar lo que decía. En esta ocasión, sin embargo, me miró en silencio sin empezar, tal vez contando -con razón- con mi desconcierto de verle ahí silencioso. Por fin dijo:

– No tienes gran interés, ya veo. Crees que ya está todo dicho.

Y yo contesté:

– No sé a qué te refieres. Todos los días hablamos.

– ¡Ah!, pero no tú y yo. Desde que he vuelto no he conseguido hablar contigo ni un instante a solas. No sé si tú misma te das cuenta.

– No, no me doy cuenta -dije, porque vi llegar a Óscar y a su amigo y quería dar por terminada la conversación.

– ¿Crees que no pinto nada aquí? Si de ti dependiera me echarías a palos.

– No creo haber dicho nada en contra tuya nunca.

– No lo has dicho, pero seguro que lo has pensado. Eres como tu madre, pero no eres todavía tan capaz como ella de esconder sus emociones. Tú me demuestras una hostilidad constante.

No sabía qué hacer. Óscar y su amigo habían llegado ya…

– Me encantaría hablar contigo ahora. Bien puedes hacer por mí este pequeño sacrificio. Seguro que tus amigos volverán mañana. En cambio yo tal vez no vuelva ya mañana. Depende de lo que hablemos tú y yo. De ti depende…

Ni siquiera les saludó. Cosa rara en una persona tan sociable. Me acerqué a Óscar y le dije que perdonara, que tenía que hablar con mi padre, que no podía ir con ellos. Se fueron carretera abajo y nosotros les seguimos a unos cuantos metros, más despacio. Nos sentamos en un pequeño promontorio orientado hacia San Román, donde Dámaso había construido un banco de madera. Era un lugar bonito, pintoresco. Se veía una gran lámina plomiza de agua inmóvil.

– Nunca has querido saber por qué me fui o lo que yo pensaba. Eras una niña entonces, pero ya no eres una niña. Estás tan segura de que tu madre tiene toda la razón, que ni siquiera te has parado a pensar que puede haberme herido. Acaparáis vosotras todos los sentimientos. Yo también tengo sentimientos…

Y yo le dije:

– Los tendrás, pero tú no nos querías. Si nos hubieses querido, yo lo habría notado.

– Vas a ser como tu madre. Os bastáis a vosotras mismas, Violeta en cambio ha salido a mí. Por eso hablo con ella y no contigo…

– No entiendo a qué has venido. Aunque tuvieras razón y la culpa fuera nuestra, que no te entendemos, lo que sea, ¿a qué has venido?, ¿te vas a ir?, ¿te vas a quedar? Vas y vienes casi todos los días, no creo que nadie te haya dicho nada. Si crees que no te queremos, ¿por qué vienes? Y si no nos quieres tú, lo mismo, ¿por qué vienes?

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