Tahar Jelloun - Mi madre
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Cuando quieres a tus padres, no te libras de ellos. Recuerdo una escena de una película en la que Alberto Sordi lleva de paseo a su anciana madre en su nuevo coche, con los relucientes asientos aún forrados de plástico, y le compra un helado. Ante tanta solicitud, ella se preocupa, pues no está acostumbrada a que su hijo, egoísta y un tanto monstruoso, la trate con semejante amabilidad. Entiende que la lleva a un hospicio para ancianos, lo que efectivamente hace con un cinismo sonriente y cruel. El mal hijo la abandona allí y se va con aparente mala conciencia y una tristeza que no dura más de un minuto. Los espectadores estábamos con el corazón encogido. Yo me había identificado con la pobre anciana; tenía lágrimas en los ojos. Intenté ponerme también en el lugar del hijo, sentí náuseas. Y, sin embargo, en Occidente esa escena se ha convertido en algo habitual, trivial. Nadie se escandaliza por ella; la gente se ha acostumbrado y lo justifica por la falta de espacio, falta de tiempo. Uno se escuda tras un egoísmo sin culpa que esos mismos padres transmiten a sus hijos; la rueda seguirá girando según el eterno retorno de una modernidad que ha sacrificado a las personas mayores, mientras la sociedad, por otro lado, se esfuerza en alargarles la esperanza de vida. Esa paradoja es el inevitable resultado de un mundo regido por el mercantilismo.
Marruecos resistirá, a pesar de la influencia del modo de vida europeo. No construirá por ahora asilos para ancianos. Un día, probablemente lejano, algún joven y dinámico promotor inmobiliario diseñará una urbanización de pequeñas casas para personas mayores. Presentará el proyecto con entusiasmo: nuestros padres merecen que nos ocupemos de ellos, y no de cualquier modo, no vamos a cederles una cama en el cuarto de los niños, merecen comodidad y sosiego, estarán a gusto en esos apartamentos diseñados específicamente para unas personas que quieren vivir en paz, lo que no significa que las vayamos a olvidar, jamás, yo soy un hijo que debe su éxito a haber recibido la bendición de sus padres, nada de eso, nos vamos a ocupar de ellos, una enfermera diplomada y un médico experimentado los atenderán, nuestros padres tendrán todo al alcance de la mano, pasarán los últimos años de su vida en unas condiciones extraordinarias de confort moral y material…
Habrá probablemente algún mal hijo que se crea ese discurso, y la moda y el egoísmo rematarán la faena.
12
Aproveché una mañana en que mi madre estaba lúcida para preguntarle qué pensaba de esa costumbre:
– ¿Te refieres a que ya no viva en mi casa?
– Estarás en una casa donde te atenderán unas personas especialmente formadas para cuidar a los enfermos. No te faltará de nada. Tendrás a los médicos cerca de ti, tu enfermera y tus hijos irán a verte de vez en cuando.
– ¿De vez en cuando? ¡Quiere decir que las horas estarán contadas! ¿Vivirá conmigo Keltum? Lleva conmigo desde hace quince años.
– No, ella no está enferma y no es una persona mayor.
– ¿Y por qué tendría que irme de mi casa? ¿La queréis vender? Claro, es eso, tenéis prisa por heredar.
– Estoy bromeando, sólo quería decirte que en otros países, en Francia o en España, instalan a las personas mayores en unas casas especiales. Sabía que ibas a reaccionar así.
– A mí me basta con mi casa. No necesito una especial. Nunca saldré de aquí. De esta habitación iré a la tumba y entonces haced lo que queráis: destruidla y levantad un edificio de pisos. Yo estoy bien aquí y aquí me quedaré.
Mi madre no bromea. Incluso cuando gozaba de buena salud, se resistía a ir unos días a casa de su hija a Fez o de su hijo a Casablanca. La querencia por su casa es muy intensa. Simboliza unas raíces profundas y esenciales. Aunque tuviera apuros económicos, mi padre siempre quiso poseer una casa. Se puede pasar hambre pero no quedarse en la calle, sin techo. En Fez, en mi niñez, todo el mundo debía ser propietario de su casa. La gente que vivía en casas de alquiler era del campo, no de la ciudad. Recuerdo que alquilábamos una parte de la casa que teníamos en el barrio de Majfiya a unos inquilinos que procedían de Fass-Yedid, de los alrededores de Fez. Una cortina colgada del techo separaba a las dos familias. Nosotros vivíamos en la planta baja y ellos en el piso de arriba y en la azotea. Era una casa grande. Intentábamos cohabitar sin excesivos roces. Éramos pobres y no nos podíamos permitir rechazar el dinero del alquiler. No estaba bien visto en las familias burguesas, pero mi padre no se avergonzaba de reconocer que éramos gente modesta, pobre.
Ayer, por vez primera, mi madre no me reconoció por teléfono y se puso a delirar profusamente. Me confundió con su hermano menor, Muley Ali, que murió hace veinte años. Estaba muy enfadada:
– ¿No te da vergüenza, Muley Ali? ¡Tu hermana está enferma, y no has venido nunca a verla! ¿Dónde estás? ¡Te escondes! Como siempre, tu mujer es la que manda y no te deja venir a verme. Eso no está bien.
– ¡Pero yemma, soy tu hijo, Tahar!
– No, Tahar se ha ido a casar a su hija. No está en Marruecos. ¿Tú quién eres? ¡Ah! Tú eres Mustafa, el hijo que se fue y me abandonó…
– No, yemma, Muley Ali murió hace mucho tiempo.
– ¿Ah, sí? ¡Murió y no me dijisteis nada! Eso no está bien.
Su viudedad no duró mucho tiempo. Su tío Sidi Abeslam habló con su padre. «Es tan joven, tan inocente, tan guapa, y sus manos son un tesoro, no debe quedarse enclaustrada en tu casa, tiene que salir, que acompañe a su madre a las bodas a las que está invitada, allí se fijarán en ella. El otro día, vino a verme Sidi Abdelkrim, un hombre de bien, está casado pero su mujer está enferma, ha tenido cuatro hijos con ella que ya son mayores, pero él tiene aún mucha vitalidad, me ha rogado que te hable de ello, estaría encantado y dichoso de que le concedieras la mano de Lal-la Fatma; ya sé, me vas a decir que podría ser su padre, que va a tener que vivir con la enferma, e incluso ocuparse de ella, pero será todo lo contrario, tu hija es joven, guapa, será la preferida, sólo existirá ella; la otra, la pobre, está tan enferma que ni siquiera sabe dónde ésta. Los hijos son mayores, son todos comerciantes y se ocupan de los bienes de Sidi Abdelkrim. ¿Qué opinas? ¿Qué le contesto?».
Así fue como se volvió a casar; una ceremonia discreta, no hubo fiesta. Las dos familias se reunieron en la gran casa de Sidi Abdeslam, y los adules redactaron el acta de ese nuevo matrimonio en el mismo documento del matrimonio anterior.
«Tras la muerte de Sidi Mohamed, que Dios lo tenga en su gloria y en su clemencia, acabado el período de espera y de luto, y, tras diversas consultas entre ambas familias, Muley Ahmed acepta dar en matrimonio a la viuda Lal-la Fatma a Sidi Abdelkrim, casado y con cuatro hijos, y un acidaque de cinco mil riales ha sido entregado al padre de la novia; de común acuerdo, no habrá festejos para esta boda; la viuda Lal-la Fatma se irá a la casa de su nuevo esposo a partir del momento en que este acta haya sido establecida. Que Dios Todopoderoso los proteja y les dé su bendición.
»Oración de la Fatiha. Amén».
Ella se mudó de barrio y le costó adaptarse a su nueva vida. Se pasaba el tiempo pensando en su primer marido y rogaba a Dios para que su vida no estuviera de nuevo amenazada por la desgracia.
Sidi Abdelkrim la trató como a una princesa. Estaba pendiente de ella, puso a su disposición dos sirvientas y le pedía que no se cansara, no necesitaba ir a la cocina donde reinaba Ghita, la cocinera negra que Sidi Abdelkrim se había traído de Senegal hacia 1915.
De nuevo encinta, se dejaba mimar. La vida transcurría serenamente. La otra esposa le tenía simpatía y le daba consejos para agradar y satisfacer a Sidi Abdelkrim. «Mi enfermedad me tiene clavada a esta cama, ya casi no me muevo, felizmente Ghita me cuida; no podía dejar la casa abandonada, todas las mañanas viene a mi cuarto y le doy instrucciones. Ya sabes, yo te quiero mucho, eres una hija de buena familia, te agradezco que estés aquí, que hayas aceptado casarte con un hombre mucho mayor que tú y, sobre todo, ya casado; yo fui quien le pedí que se buscara otra esposa, nuestra religión lo exige, está escrito en la sharía, le dije, querido, mi Sidi Abdelkrim querido, no puedes seguir sin una mujer en tu lecho, Dios te autoriza a tener hasta cuatro, tienes que volver a casarte, si yo tuviera buena salud, no te lo habría pedido, pero tal como estoy, no te sirvo para nada, soy un viejo trasto inútil, mis hijos han crecido, que Dios los guarde y los bendiga, no se opondrán a este matrimonio, escoge una mujer, viuda o divorciada, el tifus ha matado a muchos hombres jóvenes. ¡Tiene que haber alguna viuda joven y bella que acepte estar en el lecho de mi marido!
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