Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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La hermana menor de mi madre es una mujer dinámica y muy vital. Se casó con un hombre de una familia rica. Nuestra infancia en Fez estuvo marcada por ella, fueron los primeros en tener coche, teléfono, una casa en el campo adonde nos invitaban en primavera, y, sobre todo, fueron los primeros en irse a vivir fuera de la medina. Les gustaban las cosas sencillas aunque notásemos en ellos un punto de superioridad que nos recordaba que no pertenecíamos a la misma clase. Mi madre nunca tuvo complejo frente a ellos, ni mi padre. Él les criticaba su modo de vivir, y ellos lo tomaban a broma. Mi padre tenía mucho sentido del humor y manejaba con soltura la ironía. Mi tía se metía con él y él se burlaba de esa manera de vivir donde la apariencia era igual de importante que lo fundamental. Decían que sus palabras tenían sal o azúcar, miel y pimienta picante, verdad cruda y crueldad. Él no se andaba con rodeos y decía cosas hirientes pero verdaderas.

Mi tía ha venido a ver a mi madre. Con ella ha entrado en casa una oleada de buen humor. Se ha sorprendido de que la confundiera con otra persona. «Hija, hace tiempo que te espero». La ha confundido con su hija, además de confundir a su propia hija con su madre: «Sabes, hija, tu abuela está aquí pero no me ha reconocido. Se ha portado mal conmigo. Ha llegado de Fez y sólo piensa en volverse a marchar. Yo no le he hecho nada malo. Convéncela, seguro que a ti te hará caso. Pregúntale por qué mi hermana menor no ha venido a verme, no es propio de ella, siempre que se enteraba de que yo estaba enferma acudía a toda prisa, soy su hermana mayor, la he criado como si fuera mi propia hija, creo que incluso las dos han mamado de mis senos. Yo era joven y tenía buena salud cuando nació ella. Mi madre no tenía fuerzas para ocuparse de la casa, de todos sus hijos, así que me entregó a Amina y la crié como a mi propia hija. Las dos tienen la misma edad, cuenta los años y verás, nacieron el mismo año, con sólo una diferencia de seis meses».

Mi madre está sentada en el borde de la cama. Tiene el pie izquierdo más hinchado que el derecho. Seguramente le aprieta la venda. Lleva un chamir rosa, una especie de túnica para estar por casa. Como de costumbre, y desde que empezó a tener canas, se cubre la cabeza con un pañuelo blanco. Lleva una pulsera de oro en la muñeca. Está aburrida, callada, mirando hacia la ventana. Cambia de postura, pone el pie enfermo encima de la cama y se queda mirando el armario que tiene enfrente. Llama a Keltum. Keltum no responde. La vuelve a llamar. Keltum le contesta: «Ya voy». Mi madre le dice: «Ven pronto». Keltum llega, la mira con intención de reñirle, y dice: «Sólo la puede soportar Dios». Mi madre grita: «¡No me dejes sola! ¿Por qué te vas a la otra punta de la casa y me abandonas? Voy a rezar unas oraciones contra ti y verás cómo se va a disgustar el santo de mi padre. ¡Ven, siéntate y no te muevas de aquí!».

Mi madre y Keltum se aburren. Cada una de ellas mira fijamente una esquina del cuarto. La televisión transmite ahora una serie americana doblada en español. Los colores son vivos. Las imágenes caen de la pantalla y se mezclan con el polvo de la alfombra. Mi madre sonríe. Keltum dormita. Suena el teléfono. Gran acontecimiento. «Es tu hijo.

»-¿Cuál de ellos?

»-El que te llama todos los días».

Hablo con mi madre. Cuando le pregunto «¿cómo te encuentras?», siempre me responde del mismo modo: «Aquí estoy, recogiendo migajas del tiempo hasta que Dios decida liberarme, estoy en sus manos, la muerte vendrá y no hay nada más que hablar, espero ese momento».

Le digo que me pase a Keltum. Está obligada a decirme la verdad, si ha dormido bien, si tiene diarrea, si ha delirado, etcétera.

Keltum me vuelve a pasar a mi madre al teléfono. Se queja de Keltum, riéndose. Si se ríe es buena señal. Le pido su bendición y sus oraciones. Se las sabe de memoria y las dice con energía, sin equivocarse, sin dudar. Cuando me bendice, mi madre está siempre lúcida. Alza los ojos al cielo y se dirige directamente a Dios. Basta que ella diga esas oraciones para que yo me sienta protegido. Es irracional, pero no intento romper los símbolos y las imágenes. Mi madre me ve como un ser frágil al que hay que iluminar el camino. No deja de rezar para alejar de él a los enemigos, a la gente mala, a los envidiosos. Los ve y los espanta con la mano.

Hace tiempo que mi madre, al no poder hacer las genuflexiones, reza sentada, mueve los ojos, murmura sus oraciones, da vueltas, según el ritual, a su índice derecho y al acabar alza las manos juntas y dirige a Dios sus deseos más hondos.

Hoy sólo habla de sus joyas. Dice que han desaparecido. Hace algunos años, se las regaló a sus nietas y nueras. Decía: «Para que no os peléis después de mi muerte, prefiero daros estas alhajas en vida. Sólo me quedo con esta pulsera y este collar». El collar lo había tirado por el váter. Al recuperarlo, Keltum estaba convencida de que le tocaría legítimamente a ella. Mi madre se lo pidió. Keltum se lo tiró a la cama, diciendo, «Debería haberlo dejado en su mierda». La pulsera, al no poder quitársela de la muñeca, estaba a salvo.

9

Este collar tiene mucho valor. Mi madre lo llevaba puesto en su noche de bodas. Larga, interminable. Ella esperaba, adornada con sus alhajas, rodeada de las negaffas, las damas de compañía que dirigen el protocolo de la ceremonia. La fiesta se celebraba en las dos casas. La familia de la novia esperaba. La del novio se preparaba para ir a raptar a la novia. El tiempo se estaba haciendo muy largo. La novia tenía sueño, se le cerraban los ojos. El cansancio del hamam, la tensión en el ambiente, además del miedo, miedo y curiosidad por descubrir al hombre, su hombre para toda la vida, pues en esas familias no existe el divorcio, uno se casaba para toda la vida, se llevara bien o no el matrimonio.

La novia espera y cuenta sus años, sus meses. Hace el cálculo varias veces. Quince años y siete meses o bien dieciséis años y algunas semanas. Le han dicho que ella tiene cinco años más que su hermano, entonces tengo quince años y medio, la regla me vino hace cinco, me dijeron que me había llegado demasiado pronto, tenía diez años, así que ahora tengo quince…

Hace la cuenta para no quedarse dormida. Las alhajas alquiladas a las negaffas pesan mucho, el caftán bordado pesa mucho, el maquillaje también le pesa, el aire que respira le pesa, el ruido que llega de la fiesta la tranquiliza. Ella está lista. Lista para tomar la mano de su hombre, ese desconocido, ese joven de buena familia, ese hombre del que no conoce ni la cara ni la estatura, un hombre hecho para ella, elegido por los padres, por consenso entre gente de bien, ella espera, incómoda en sus flamantes zaragüelles, envuelta en todos esos atuendos de gala, espera sin saber qué va a pasar. Imagina, hace un esfuerzo para ver a ese hombre en una desnudez que se inventa, no se atreve a ir más lejos, tiene miedo, tiene sed, no tiene hambre, necesita hablar con alguna amiga casada para que le cuente qué va a pasar.

Hacia las tres de la madrugada, llega la mayor de las negaffas, una mujer que impone por su peso, por su autoridad natural y por su mirada que hace bajar la de las jovencitas: «Hija mía, sabes lo que te espera, es mi deber iniciarte y darte algunos consejos precisos y prácticos; tu hombre entrará a la dajxuxa, a la alcoba nupcial, tú te levantarás, avanzarás hacia él, con los ojos bajos, nunca levantes la mirada ante él, y le besarás la mano derecha; no se la agarres, la sueltas y regresas a sentarte en la cama. Mientras él se quita la chilaba, el yabador y los zaragüelles, tú esperas a que él te dé la orden de desnudarte, en una esquina del cuarto poco iluminada te retiras las alhajas, luego el caftán, te quedas con el chamir blanco y también con tus zaragüelles, tu hombre será quien te los quite. Y ojo, nada de gritos, nada de llanto, es un momento histórico en tu vida, por primera vez un hombre va a tocar tu piel, deja que lo haga, sé obediente y dulce, no tienes que estar tensa. No temas, él intentará penetrarte, tú debes abrir bien las piernas, no pensar en nada, al principio duele, si le cuesta entrar en ti, toma esta pomada, escóndela bajo la almohada, te untas un poco en los labios de la vulva para facilitar que te penetre, cuando él esté en ti, retenlo con los pies que apretarás contra sus nalgas, déjalo moverse, no pienses que esta noche vas a tener placer, olvídalo, hija mía, necesitamos la mancha de sangre en tus zaragüelles blancos, si te duele, no grites, domínate, toma, acepta y, sobre todo, demuéstranos que eres virgen, una hija de una gran familia, una hija que lleva la honra de esta familia y enrojece de orgullo sus mejillas, eso es todo, hija, la primera vez cuesta, pero después, cuando la herida se calme, cicatrice, no dejarás más a tu hombre».

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