Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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La fanfarria, los gritos de alegría y las albórbolas anuncian la llegada de la familia del novio. Todo el mundo canta: «¡Él ha llegado, la ha raptado y no la ha dejado, os juro que no la ha dejado, la ha raptado y no la ha dejado…!».

En ese momento, las negaffas presentan a la novia adornada con alhajas brillantes y reclaman dinero para que su familia la entregue. Las negaffas dicen en el mismo tono: ¡aquí la tenéis como rehén, venid a liberarla, aquí está, hermosa y bella, pero os necesita para cambiar de estado, aquí está el encanto, la hermosura y la prudencia, los dátiles adornados de misterio, la finura y la elegancia, la dulzura de las palomas, la fragilidad de los juncos, el encanto y la hermosura…!

Entonces, la madre se adelanta y desliza un billete en el cinturón de la decana de las negaffa, seguida por el padre que deja otro billete, luego, el resto de la familia, hasta que ellas consideran que el precio del rescate es suficiente.

La despedida. Mi madre llora. Su madre llora. Las criadas lloran. El ruido se hace insoportable. Hay que detenerlo, la noche pesa en el corazón de esta joven alaroza, raptada por un hombre, un forastero, alguien que va a poseerla, hacerla su esposa y quizá, feliz.

El cortejo abandona la casa. Mi madre sigue con los ojos bajos. Cree que se va a desmayar en medio de tanto estruendo. El hombre la coge de la mano. Sólo hay que recorrer dos calles. Ella camina, apoyándose en él. Es la primera vez que la mano de un hombre aprieta la suya. Ella no piensa, no piensa en nada, sigue caminando, presa de miedo. Aún siente en sus oídos la música andalusí que ha sonado durante la tarde, interpretada por la orquesta del maestro El Bhiri; recuerda a los alfajemes, los barberos que hacen también las veces de camareros; oye ruidos de todo tipo; sigue caminando sin saber qué le espera.

Está aturdida, siente un nudo en la garganta, las manos húmedas, ¿y si le da un ataque de pánico y sale huyendo como le ocurrió a su prima hermana, que se escapó cuando el hombre le había quitado sus zaragüelles y su sexo había avanzado hacia ella como un palo? Es una historia que la familia cuenta entre risas. Su madre la alcanzó, le dio un cachete y la devolvió a la alcoba nupcial custodiada por las negaffas.

No, ella no saldrá huyendo, se someterá, dejará que pase todo, en cuanto la sangre manche la sábana, se levantará y se esconderá detrás de las cortinas. Sueña con sus muñecas hechas con trapos y cajas de cerillas. Sueña con las vacaciones en la montaña, en Ifrán, en casa de su tío, piensa en Alí, el primo que le gasta bromas, con el que jugó a los novios cuando tenía siete años, piensa en sus padres, en lo que dirá la gente. Cierra los ojos y abre con esfuerzo los muslos. Aprieta las mandíbulas. Ni una palabra, ni un grito. Se desmaya. Se ausenta. Ya no está allí, en esa alcoba perfumada con agua de azahar y almizcle, custodiada por las negaffas, está lejos, en los campos de trigo, salta de una azotea a otra, vuela por encima de Fez hacia el azul del cielo; siente como una mordedura, un escozor, y luego un líquido caliente deslizarse por sus muslos.

Al día siguiente se celebra el sbohi. Todo ha transcurrido bien. Es lo que dicen. El marido ha mandado a su familia política unas bandejas repletas de frutos secos: señal de satisfacción.

Mi madre no me contó su boda. Mantuvo el misterio; esas cosas no se cuentan a los hijos; mi abuela me había comentado algo cuando yo era pequeño.

El día después del sbohi, tras la segunda noche, a mi madre, como a todas las jóvenes recién casadas, la puso a prueba su suegra: un chico de los recados le llevó tres grandes sábalos, esos peces migratorios que nadan río arriba por el Sebú en primavera, de mil y una espinas, con un sabor especial, conocido por lo difícil que es guisarlo.

Mi madre se remangó y se instaló en la cocina donde nadie debía ayudarla. Pasó toda la mañana limpiando los tres pescados y luego los puso a marinar en una salsa a base de cilantro, comino, pimentón dulce y una pizca de pimentón picante, ajo, sal y pimienta. Una parte del pescado la guisó en un tayín y otra la frió.

Hacia la una de la tarde, las dos fuentes fueron enviadas a la familia política, acompañadas de una gran bandeja de dátiles carnosos y una cesta de fruta.

Ese día, mi madre no comió. No tenía apetito. Esperaba el regreso de las fuentes. Hacia el final de la tarde, una negaffa entró en la casa entonando la invocación al Profeta seguida de albórbolas. Las fuentes habían regresado con regalos. Por fin mi madre había aprobado el examen. Su suegra ya no debía preocuparse: su hijo estaría bien alimentado.

Al séptimo día, las dos familias se reunieron, en confianza y contentas. El marido se llevó a su esposa a vivir a una casita junto a la de sus padres.

10

Mi madre fue siempre muy coqueta. Nunca se vistió con colores oscuros. Le encanta el blanco, el amarillo claro, el beige. Para ella, los colores deben ayudar al corazón a latir. No hay que ennegrecer las cosas. Un color suave es apertura hacia la vida. Dedicaba especial cuidado a elegir sus pañuelos. Tenía muchos. No recuerdo haber visto a mi madre con la cabeza descubierta, la melena al aire. En una ocasión, estando ella en la clínica, dormida, el pañuelo se le escurrió y dejó ver parte de sus canas. Miré para otro lado. Habría desaprobado que vieran su cabello.

No le gusta estar en una habitación poco iluminada. Reclama la luz. Dice: «La luz abre los corazones y los serena. Es señal de regocijo. Es señal de generosidad». Uno de mis tíos era muy ahorrativo, digamos avaro. Unas cuantas velas habrían bastado para iluminar su casa. Vivía escondido, su mujer también temía la claridad y la luz. No se mostraban a pleno día, obsesionados por el mal de ojo. Vivían, pues, en una semiclandestinidad. Para ellos, la mirada de los demás sólo podía ser dañina. Por ello: nada de luz. Mi madre evitaba ir a visitarlos a su casa, aunque respetaba sus rarezas y su tacañería. Cuando ellos venían a la nuestra, les sorprendía ver tanta luz. Mi tío decía: «¡Es un derroche, no hace falta tantas bombillas encendidas para verse!».

Aunque no le gustaran las personas avaras, mi madre nunca las juzgaba. Decía: «Que cada cual viva como quiera, aunque prefiero no codearme con gente que piensa que el dinero es más importante que las personas. Para nuestros antepasados, el dinero era desperdicios del tiempo, barreduras de la vida. ¡Los que lo amontonan deberían saber que en un ataúd no hay sitio para las cuentas bancarias!». No le daba importancia al dinero, sólo lamentaba no tener más para vivir mejor.

Es ingenua y no tiene sentido del humor. Le gusta reírse pero interpreta todo al pie de la letra. Mi padre se metía con ella. Él manejaba con destreza el humor y la ironía. Algunos miembros de la familia lo apreciaban por esa habilidad, otros lo temían y se alejaban de él. A mi madre no le gustaban las bromas de mi padre. Hoy las evoca y añora: «Tu padre no fue justo conmigo, me hizo sufrir, pero no era mala persona. Trabajó toda su vida y, a diferencia de sus amigos, no triunfó en los negocios. Estaba amargado y envidiaba la fortuna de los demás. No me gustaba esa actitud. A veces hería la sensibilidad de la gente, no se daba cuenta de que sus indirectas y su ironía podían ofender. Luego se sorprendía del mal humor de algunos o de la frialdad que le manifestaban. Decía en voz alta todo lo que pensaba. Nunca se quedaba callado. A mí eso me violentaba. Algunas personas venían a visitarme a casa cuando sabían que él estaba de viaje. Preferían no enfrentarse a él. ¡Qué lengua tenía, qué inteligencia! Pero ¿para qué sirve la inteligencia si es agresiva y sin sensibilidad?».

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