Tahar Jelloun - Mi madre
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Tahar Ben Jelloun
Mi madre
Traducción de Malika Embarek López
Título original: Sur ma mère
© Tahar Ben Jelloun y Éditions Gallimard, 2008
A mis hijos,
Mériem, Amín, Isman y Yanis
I
Desde que cayó enferma, mi madre se ha convertido en una cosita diminuta de memoria quebradiza. Convoca a los miembros de su familia, muertos hace tiempo. Habla con ellos, se sorprende de que su madre no vaya a verla, dice maravillas de su hermano menor que, según ella, siempre le lleva regalos. Uno tras otro, se suceden junto a su lecho y le hacen compañía. Yo no quiero llevarle la contraria. Ni molestarlos. La señora que la cuida, Keltum, se lamenta: «Cree que estamos en Fez, en el año en que naciste».
Mi madre regresa a los tiempos de mi infancia. Su memoria ha tropezado, se ha caído y se desparrama por el suelo mojado. El tiempo y la realidad ya no se llevan bien. Ella se deja arrastrar por unas emociones que brotan del pasado. Cada cuarto de hora, me pregunta: «¿Cuántos hijos tienes?». Siempre le contesto en el mismo tono. Keltum se pone nerviosa, interviene y dice que no soporta más esas repeticiones.
Mi madre tiene miedo de Keltum. Los ojos de esa mujer dejan traslucir malos pensamientos. Lo sabe, y cuando me habla los mantiene bajos. Me saluda servilmente, se inclina, intenta besarme la mano. No quiero rechazarla ni recriminarle nada. Finjo no enterarme de sus artimañas. Leo miedo en los ojos de mi madre. Miedo de que Keltum la abandone cuando no estemos en casa, se olvide de sus medicinas, la deje sin comer, o, peor aún, le dé alimentos en mal estado. Miedo de que la golpee como a una niña que comete travesuras. En los momentos de lucidez, mi madre me dice: «¿Sabes? No estoy loca. Keltum se cree que me he vuelto como una niña pequeña, me regaña, me amenaza, pero yo sé que son las medicinas, me juegan malas pasadas. Ella no es mala, sólo está nerviosa y cansada. Me asea todas las mañanas. ¿Sabes, hijo? Ella es la que recoge todo lo que sale de mí, es una tarea que no podría pediros que hicierais, ni tú ni tu hermano, así que Keltum también está para eso, y lo demás más vale olvidarlo…».
¿Cómo olvidar que mi madre está en manos de una mujer que con el tiempo se ha vuelto dura, cínica y rapaz? ¿Cómo dejar que mi madre emprenda su viaje a la infancia ante la mirada malvada de esa bruta?
Mi madre me ha vuelto a hablar de la comadrona, Lal-la Radia. Quiere que la invite a comer, me ha dado su dirección: «Vive justo antes de llegar a la Batha, esa enorme plaza a la entrada de la medina, ve al café de Sel-lam, el marido de Jaduch, ya sabes, la nuera de mi tío, Muley Ali, ve, pues, al café, y pregunta por ella, todos la conocen. ¡Tiene que venir!». Por mucho que le recuerde que Lal-la Radia ya no está entre nosotros, insiste en que la invite.
Desde que cambió de dormitorio, mi madre está convencida de que se ha mudado de casa y de ciudad. Ya no estamos en el pasaje Ali Bey de Tánger, sino en el barrio Majfía de Fez. No estamos en el año 2000, sino a finales de 1944. Le cuesta olvidar sus sueños. Invaden los momentos en que está despierta y no la abandonan. El presente se estremece, tiembla, vacila y se aleja. Mi madre vive ajena a él, se ha desprendido del presente, ya no le preocupa.
Me cuenta que ha visto a un hombre y a una mujer hablando en el vestíbulo. Supuestamente han venido para comprar la antigua casa de Fez. Me advierte de que no la venda mal: «Los tiempos están difíciles, la guerra no ha terminado y, además, a tu padre le disgustaría. He oído que el hombre comentaba a la mujer que era una buena operación, que tenían que aprovechar esa oportunidad, como si vivieran con nosotros y estuvieran al corriente de nuestros apuros económicos, él no es de Fez, los fassíes no tienen ese acento de campesinos, son más elegantes. ¡De todos modos, no venderemos!».
Zineb, la enfermera, ha venido hoy a cambiarle los vendajes. Como ya no la reconoce, se niega a darle el pie para que se lo cure. Zineb le dice que no le va a hacer daño. Ella sonríe. «¡Si me haces daño, te regañará mi papá! Aquí está mi pie, límpiame la herida y no me trates como a una cría asustada». Las cosas vuelven a su sitio. Mi madre recupera la memoria. Sólo era un nubarrón, un breve olvido. Una cortina de humo que nubla sus recuerdos.
Mi madre ha tirado una preciosa cadena de oro al váter. Keltum la sacó, la lavó y la dejó en remojo en colonia barata durante dos días.
Mi hermana ha llegado de Fez para cuidar a mi madre. Está enfadada: la ha confundido con su propia madre. Mi hermana es mucho mayor que yo, sólo se llevan dieciséis años entre ellas. Es hija de un primer matrimonio. Mi madre lo recuerda como si fuera hoy: «Yo tenía apenas quince años; mi marido era fuerte y guapo. La epidemia de tifus se lo llevó antes del nacimiento de mi hija. ¡Viuda a los dieciséis años!».
2
Era la época en que había extranjeros en la ciudad, aunque aún no estábamos en guerra. Creo que se fijaron en mí en el hamam, allí es donde las madres suelen elegir esposa para sus hijos. Lo recuerdo como si fuera hoy, una señora mayor se acercó a mi madre y le pidió: «Un poco de ghasul, el mío se me ha acabado, pero entre la gente de bien nos podemos hacer favores, ¿verdad, Lal-la Hadcha?». Mi madre, que aún no había hecho la peregrinación y no podía aspirar a ese título, le respondió: «Dios aún no me ha trazado el camino de La Meca, lo aguardo con esperanza, toma este ghasul, lo he comprado en la tienda del jerife Wazzani, huele bien y es bueno para la piel». Yo oía esa conversación sin sospechar que era mi pedida de mano. En cierto momento, la señora murmuró algo al oído a mi madre del estilo «que Dios te guarde a esa gacela de piel blanca y de larga melena». Es lo que se dice cuando se hace una propuesta de alianza: que Dios la proteja y la aleje de los ojos de la mala gente.
Unos días después, mi madre me dijo en tono resignado y sin mucho entusiasmo: «Creo, hija mía, que te vas a casar. Tu padre está conforme, pues conoce a la familia del muchacho, yo vi a su madre, son gente noble, descendientes de jerifes, del mismo linaje que nuestro Profeta bien amado, el chico trabaja con su padre, un comerciante que tiene una tienda en el barrio del Diwán, al lado de tu tío Sidi Abdeslam, en realidad, fue él quien pensó en ti al ver lo bien que trabajaba el muchacho. La madre parece buena persona, es de una gran familia, hemos descubierto que nuestros parientes se conocen, son auténtica gente de Fez, como nosotros, y ya sabes, hija, una fassí sólo puede ser feliz con un fassí de su categoría, nosotros no nos mezclamos, así lo entendieron nuestros antepasados y por ello se casaban entre ellos, jamás daré mi hija a un hombre de una familia desconocida, a alguien de esas ciudades extranjeras como Casablanca o incluso Mequinez. El fassí es para la fassía, es una garantía y una medida prudente que no hay que olvidar».
Yo la escuchaba sin decir palabra. Estaba intrigada y tenía miedo: «¡Pero, yemma, si apenas tengo quince años…!».
«Hija mía, ¿acaso no sabes que la última esposa de nuestro Profeta bien amado, su preferida, Aixa, sólo tenía doce años cuando se casó con él? Tú eres hija de un hombre reverenciado y respetado como a un santo. Eres la hija de un jerife, de un descendiente del linaje del Profeta. A mí también me entregaron a tu padre cuando sólo tenía dieciséis años».
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