Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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Mi hermano mayor va a verla dos veces por semana al caer la tarde. Es muy cariñoso. Como dice ella: «Me cubre de besos». Está pendiente de la salud de mi madre. Él también está enfermo. Le habla de sus males, de los problemas con sus hijos. Ella lo escucha y no lo juzga. Es un hombre delicado y culto. Un buen musulmán, moderado, no soporta el fanatismo y los integrismos. Vive retirado. A mi madre no le gusta el tipo de vida que lleva. Lo piensa pero no se lo dice. Hubiera deseado verlo feliz, generoso, abierto a los demás, menos angustiado. Pero su presencia la reconforta. A veces lo confunde conmigo o con mi otro hermano, pero en cuanto se da cuenta, le pide disculpas; sabe que sienta mal. Pero nadie le reprocha nada. Todos somos conscientes de que su enfermedad le juega malas pasadas. En sus momentos de lucidez, pone las cosas en claro: «¡No os creáis que me he vuelto loca! La culpa la tienen esas medicinas que llevo tomando desde hace treinta años, me han destrozado la mente. Calculad: casi diez píldoras diarias desde hace treinta años, ¿cuánto es? ¿Una tonelada? ¿Dos? ¡Como para destruir a un batallón! Por eso, si no os reconozco enseguida, no lo toméis a mal, es el efecto de mis amigos-enemigos, pues las medicinas me han salvado y al mismo tiempo han destruido algo en mí».

Cuando ella estaba en la clínica, y la muerte rondaba su habitación, un primo nuestro sugirió que la lleváramos a casa. «Es mejor que se apague en su casa». El comentario me recordó uno de sus deseos: «Si muero fuera de mi casa, os pido que no me hagáis pasar la noche en el frigorífico». Mi padre, que falleció por la tarde, pasó la noche en la morgue, y, a la mañana siguiente, hacia las ocho, una ambulancia trajo el cuerpo a casa. Aquella noche fría había roto el corazón de mi madre. Hablaba de ello a menudo. Una vez intenté explicarle que la muerte es la ausencia de sensibilidad, ella insistió en que no dejáramos que su cuerpo, incluso privado de sensibilidad, pasara la noche en un frigorífico. El día en que le anunciamos la muerte de nuestro padre, nos preguntó: «¿Dónde está?». Mi hermano le contestó: «En la clínica, en la morgue». «¿Quieres decir en el frigorífico?». «Sí, en el frigorífico, es lo normal». Pasó aquella noche en vela. Se vistió de luto blanco, cogió el rosario y no paró de rezar. Debió de pensar toda la noche en su marido. Creo incluso que nunca pensó tanto en él. Quizá se identificó con él, experimentó el frío en su lugar, en aquella cámara helada, y sintió escalofríos y náuseas. La muerte no es sólo la ausencia de sensibilidad, es también el pensamiento de la nada, de lo que ya no está y de lo que se nos acerca de manera inexorable. Desde aquella noche, su obsesión es que no la metan en el frigorífico.

11

Ella tenía apenas dieciséis años cuando se quedó encinta. Sidi Mohamed se enteró por su madre que lo llamó para anunciarle la buena nueva: «Lal-la Fatma espera un hijo, que Dios haga que sea un varón, aunque si es una hembra también me alegraré, pero tu hermano mayor sólo tiene niñas, estoy impaciente por ver a tu hijo. Lal-la Fatma es de una semilla excelente, que Dios la proteja y le facilite la etapa del embarazo, ella sólo tiene cualidades, guisa unos tayines suculentos, ¿eres feliz con ella hijo mío?». «Sí, madre, estoy muy contento, es una chica de buena familia, las personas como sus padres son seres excepcionales».

Al séptimo mes de embarazo, Sidi Mohamed enfermó. El color de la cara se tornó macilento, adelgazó, tenía fiebres muy altas, ya no salía a la calle. Llamaron al enfermero Drissi, que no consiguió disimular su preocupación: «Está en manos de Dios, es un mal que corre por todo el país, espero equivocarme, le he puesto una inyección muy fuerte, va a dormir; no lo despertéis. Hasta mañana, Dios es clemente».

Mi madre lloraba. Toda la familia había acudido. Cuando Sidi Mohamed se despertó, estaba mareado, con los ojos vidriosos, hablaba con dificultad. Lo peor eran los cantos fúnebres que se oían varias veces al día, acompañando el cortejo de los difuntos en las calles. La epidemia de tifus se había extendido. El enfermero Drissi trabajaba sin descanso. Otro enfermero, Skal-li, pasaba por las casas y repartía unas píldoras blancas. Los lavadores de muertos trabajaban día y noche.

Drissi aconsejó que separasen a Lal-la Fatma de Sidi Mohamed hasta que diese a luz. Mi madre se negó a dejar su casa y a su marido. Lal-la Radhia, la comadrona, la obligó a irse con ella. Turía nació mientras su padre exhalaba el último suspiro. Él no la vio. Mi madre se pasaba el día llorando. Alguien se había atrevido incluso a afirmar que aquella mujer traía la mala suerte. Mi madre se encerró en casa de sus padres. Su madre fue la que se hizo cargo de Turía durante los primeros meses, y amamantó a la vez que a su hija a su nieta.

Sidi Mohamed fue enterrado en el cementerio El Guebeb. Apenas tenía veintiún años. Mi madre iba los viernes a visitar su tumba y hablaba con él: «Turía se te parece, tiene tu color de piel, tu dulzura; Dios lo ha querido así, no podemos hacer nada, rezo todos los días para que estés en el camino del paraíso y me perdones si en algún momento de desvarío falté a mi deber, ahora rezo a Dios para que tu hija crezca con buena salud y con alegría. Entregaré una ofrenda al santo Muley Idriss para que los compañeros del Profeta te acojan como mereces. ¡Gracias sean dadas a Dios!».

«No temo a la muerte. La muerte es un derecho que Dios nos da para cerrar nuestra vida. Yo no tengo por qué discutir la voluntad divina. La enfermedad es otra cosa, es una muerte llena de cobardía. Ronda a nuestro alrededor, ataca una parte de nuestro cuerpo, lo tortura, lo priva de sus facultades, luego viaja, vuelve a agredir a otro órgano de ese cuerpo, hace estragos en él, provoca dolores y acaba atacando la cabeza. Mi miedo no proviene de la muerte, mi miedo es ver en vuestra mirada mi dolor, es veros atenazados por la pena porque yo sufro, reconcomida por dentro. Eso es lo que no tolero. Soy creyente, me someto a Dios y estoy feliz de que me llame a él. Pero tengo un deseo: que estéis todos junto a mí y que no sufráis».

Mi madre nunca ha oído hablar de una casa en la que uno se libera de los parientes viejos. Ni por asomo se imagina que uno de sus hijos pueda librarse de ella y exiliarla en algún lado. Se le llame asilo, hospicio, casa de reposo, de retiro o residencia, es un lugar para librarse de la gente mayor. Me quedé impresionado por una película japonesa donde se llevaban a la cima de una montaña nevada a un anciano para acelerar su muerte. Creo que es una tradición que proviene de un exceso de orgullo por parte de las personas mayores que se niegan a ser una carga penosa para sus hijos. Los viejos reclaman que los exilien en compañía de las aves carroñeras. Los familiares los dejan en la cima de la montaña y regresan a casa un tanto aliviados, melancólicos. En un país en el que el suicidio es frecuente y el sentido del honor está exacerbado, las personas mayores se han adelantado a lo eventual, a la probable mezquindad de sus hijos. Se van antes de que se cansen de ellas. Teóricamente, la idea seduce, pero cuando se trata de pasar al acto, es bastante monstruosa. Es una forma de eutanasia aún más perversa que ésta. En cuanto una persona pierde sus capacidades productivas e intelectuales, tiene que dejar su lugar a los jóvenes.

En Marruecos nos enseñan, junto al amor de Dios, el respeto casi religioso a los padres. Lo peor que le puede ocurrir a alguien es que los padres lo maldigan. Negar la bendición a un hijo es condenarlo a un espacio sin piedad, es abandonarlo, tirarlo como un objeto sin valor, retirarle la confianza y, sobre todo, cerrarle las puertas de la casa familiar, las de la vida y la esperanza. Es una humillación y un aislamiento graves. Vivimos con el temor de que algún día se nos prive de la bendición de nuestros padres. Es un símbolo apaciguador, una tradición que nos tranquiliza. Debemos a nuestros padres esa sumisión que en Occidente puede parecer ridícula o inadmisible psicológicamente. Siempre besé la mano derecha de mi padre y de mi madre. Nunca me atreví a fumar delante de ellos. Nunca alcé la voz ni pronuncié palabras vulgares en su presencia. Es una educación, una forma de portarse con los seres queridos. No es que impida los conflictos ni los problemas, pero, ante todo, se cultiva el amor. Por parte de ellos, ese amor puede ser excesivo y posesivo. Puede irritarte, atosigarte, pero no evita que se les tenga respeto, un respeto que significa afecto y, en parte, una sumisión irracional. Se llama amor filial. Es un vínculo que no admite ninguna contabilidad. Se vive como un don de la vida y haces lo posible por ser digno de éste y vivirlo con orgullo.

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