Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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»¿Sabes, hija? Me besó las dos manos y se fue a hablar con tu tío. Sé bienvenida a esta casa y que traigas el bien y la salud a los que carecemos de ellos desde hace tiempo. ¿Me ayudas a sentarme, hija? Cógeme de la mano, tira de ella con suavidad, así está bien, ponme este cojín detrás, mi espalda tiene que estar bien encajada, si no me duele, todos los músculos me duelen, me cuesta mover la mano y más aún los dedos, Ghita es la que se ocupa de mí, me lava, me da de comer como a un bebé, estoy contenta de tener quien me acompañe. ¡Venga! Danos un varoncito hermoso, date prisa, la casa necesita alegría y risas de niños. Mis hijos mayores están casados, me vienen a ver todos los días; mis nueras se hacen las remolonas, no les gusta esta casa, así que pocas veces veo a mis nietas.

»Nadie sabe cómo llamar esta enfermedad. El enfermero Drissi me ha dicho que es una especie de reuma, por el frío y la humedad de las casas. Trabajé como una esclava durante mucho tiempo, me dejé la salud en esa inmensa cocina; a mi marido, a nuestro marido, que Dios lo guarde, le gusta tener invitados, con frecuencia venían sus amigos a comer, y me avisaba la misma mañana, ya te puedes imaginar el apuro, tenía que darme prisa, correr de aquí para allá, no olvidar de amasar el pan, Ghita me ayudaba, pero él insistía en que yo hiciese la comida, me decía tus manos hacen maravillas, no nos prives de lo que sabes hacer tan bien.

»Dime, ¿de qué murió tu marido?». «De ese mal cuyo nombre no quiero pronunciar en esta casa afortunada. Se fue sólo en unas semanas. Lo veía apagarse día tras día. Sólo sus enormes ojos negros permanecían intactos. Yo estaba encinta, tenía náuseas, no me sentía bien. No dormía, me pasaba el tiempo llorando. Cuando nació mi hija, mi madre se hizo cargo de ella, yo estaba demasiado débil, me sentía muy desgraciada para ocuparme de ella. Se la dejé. Mi hermana pequeña tenía apenas un año más que ella. Fue mi madre quien le dio de mamar, como si yo no la hubiera parido».

Sidi Abdelkrim colmaba de atenciones a su nueva esposa. Le prohibía entrar en la cocina, le decía: «No quiero que tus preciosas manos se estropeen con el trabajo, tú eres mi princesa, mi gacela, un don de Dios, quiero que seas feliz, siento que tu cuerpo está cambiando, ¿lleva dentro otro don de Dios? Ojalá».

Dio a luz a un varón; siete días de festejos. La esposa enferma lloró de alegría. Le pusieron de nombre Abdelaziz. El padre quería llamarlo Abdelrazzak, para recordar que ese don de Dios era valioso.

Mi madre cree que ha tenido gemelos: habla de Hassan y Hussein. Su hijo Abdelaziz se ríe y le recuerda que se confunde con su prima que efectivamente tuvo gemelos la misma semana que ella.

Ahora llama a su primer marido, muerto hace más de cincuenta años. Insiste en que necesita hablar con él. Le decimos que ya no está entre nosotros. «¿Ah, sí? ¡Conque escondiéndome cosas!».

Abdelaziz creció en esa casa inmensa, entre una madre demasiado joven y una madrastra enferma. En cuanto tuvo edad para ir a la escuela, su hermano mayor se lo llevó a su casa. Su padre, anciano y enfermo, ya no salía a la calle. El enfermero Drissi ahora estaba todo el tiempo en la casa. Mandaron llamar a Hammad, el primo ciego, conocido por recitar bien el Corán. En la familia se sabía que la llegada de Hammad precedía a la muerte. Sidi Abdelkrim se apagó mientras dormía. Dos meses después, moría su segunda esposa profiriendo gritos de dolor.

De nuevo viuda, mi madre se dedicó a ir a rezar todos los jueves al mausoleo del santo Muley Idris. Le llevaba ofrendas, se quedaba varias horas orando y pidiendo a Dios su clemencia y su alafia. Regresó a vivir a casa de sus padres y con su hija, que ya tenía ocho años. No quería saber nada de volverse a casar, pues estaba convencida de que atraía la desgracia, que había sido víctima del mal de ojo y de la fatalidad. Miraba al cielo, seguía a las estrellas y hablaba con ellas.

13

Esta mañana está sonriente, ha pedido un espejo y carmín para los labios. «¡Date prisa, apúrate, Keltum, los tres vienen a comer! Se han conocido en Muley Idris, en la oración del viernes y decidieron venir a casa a comer un guiso de mruzía, es mi especialidad, date prisa, Keltum, tráeme la olla. ¿Has dejado marinar la carne? No te olvides las siete especias, se hace tarde…».

Keltum le pregunta por curiosidad quiénes son las personas invitadas a comer. «Pues mis tres maridos, sí, los tres están aquí, en Fez, después de la oración del mediodía van a venir a casa y no tengo nada listo, estoy preocupada, qué vergüenza, no hay nada preparado, ¿qué voy a hacer, qué les voy a decir?».

Por suerte, al rato se olvida. Recupera su rutina diaria, pide sus medicinas, protesta por la lentitud de Keltum, se coloca bien la ropa y evoca con nostalgia los tiempos en los que era elegante y guapa. Luego, azuzada por el demonio, vuelve a ser presa de la confusión:

– Ayer por la noche, antes de quedarme dormida, abrí la maleta y conté mis vestidos y mis caftanes. Tenía siete. Los puse aquí, junto a la almohada. Quería dormir sabiendo que mis bienes estaban cerca, al alcance de la mano. Por la mañana, habían desaparecido. Sí: desaparecido. Estoy rodeada de gente mala, de ladronas. No hay rastro de mis vestidos ni de mis caftanes. Keltum los ha debido de vender en el mercadillo de ropa usada, como hace con las medicinas, sobre todo, las que son caras, las roba y las revende. No tengo pruebas pero conozco la avaricia de estas campesinas. Nunca tienen bastante. Son envidiosas. ¿Ves, hijo? En cuanto te vas, hacen lo que les da la gana; me dejan sola, grito, grito y no me contestan. No puedo decirles nada. Por cualquier tontería son capaces de dejarme plantada y marcharse. Y eso me asusta. Tú, que me comprendes, haz algo para que no me abandonen. Bueno, ¿dónde estarán mis zapatos?

– Tienes el pie enfermo, yemma, llevas una venda, no te cabe en el zapato.

– No, lo que yo quiero es ver si no me han vendido los zapatos.

– Nadie te ha vendido nada.

– Ah, ¿sí? Estoy cansada. Dame algo de dinero para comprar… ¿qué tenía yo que comprar? Se me ha olvidado. ¡Dios mío, tengo la memoria perdida, olvido todo. Tu padre se metía conmigo y me decía que yo era incapaz de recordar lo que habíamos cenado la víspera. Exageraba, aunque a veces me olvidaba de las cosas.

Keltum no ha conseguido satisfacer su curiosidad. Por la tarde, a la hora del té, le pregunta: «¿Es verdad que tuviste tres maridos?». «No lo sé. Me duele el pie, necesito un calmante y tú me hablas de boda, no, ya he decidido que no me caso más.»No me caso más; no me caso más…».

El barrio del Diwán es el más activo de la medina de Fez. Allí están concentrados todos los comercios. Allí, Muley Abdeslam, el tío de mi madre, conoció a mi padre y se convirtió en su mejor amigo.

Mi padre se dedicaba a la importación de especias al por mayor, cajas y sacos de yute que llegaban al Diwán a lomos de mula. Semillas de cilantro, comino de África, azafrán de España, jengibre de Asia, pimentón dulce, pimentón picante, pimienta blanca, pimienta negra, té de China, té verde, té negro… A Muley Abdeslam, que vendía babuchas, le gustaba ir a su tienda a oler las especias; ayudaba a mi padre a colocar la mercancía mientras charlaban. Así fue como se enteró de que mi padre no era feliz con su mujer porque no le daba hijos.

– ¡Necesitas una mujer, una auténtica, una mujer que ya haya tenido hijos!

– No es fácil, Muley Abdeslam, ya no está mi madre que me hubiera podido buscar una nueva esposa, así que sufro en silencio.

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