Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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Mi madre ha llamado a un fontanero y a un electricista. Les ha pedido que comprueben toda la instalación de la casa. El fontanero ha cambiado el grifo del lavabo. El electricista, las bombillas. Todo está en orden. La casa está limpia. Han vuelto a pintar las paredes. Una lámpara destartalada cuelga del techo del salón. Mi madre no se ha fijado que está cubierta de polvo y que las bombillas llevan fundidas desde hace tiempo. Uno acaba por no verlas. Es una reliquia de la época en que mi padre compraba objetos de segunda mano. Esa lámpara no tiene ningún valor. Podríamos desprendernos de ella, tirarla o regalársela a los basureros. Pero habría que bajarla del techo, encontrar una escalera, desconectar los cables, más vale olvidarse de ello.

Ha llamado al fontanero y al electricista para preparar la casa para recibir a toda la familia el día de sus funerales. Mi madre está obsesionada con esa ceremonia. Yo ya no me sorprendo cuando la oigo decir que la celebración deberá ser magnífica: «Será la última vez que invite a mi familia, y quiero que se haga con lujo y elegancia; no debéis escatimar en gastos, nada de ahorros miserables; comprad pollos de corral, pollos beldi, no esos que atiborran de medicamentos para engordarlos; comprad unos manteles blancos y tened previstas sábanas para los que se queden a dormir en casa; y si es invierno, mantas; todo el mundo tiene que estar satisfecho, haced como si yo estuviera presente, viva, con mi sonrisa, mi alegría. Me encantan las visitas y recibirlas bien. Sé que tú harás las cosas a lo grande; en ese aspecto, no me preocupo, pero os lo digo y repito: ¡no me hagáis pasar vergüenza desde el fondo de mi tumba!».

Hace tiempo que mi madre ha dejado de cocinar. Al principio de su enfermedad, se sentaba al lado de Keltum y le decía lo que tenía que preparar. Hoy ha renunciado por completo a preocuparse por la cocina. Pero en su mente, ella es la que guisa a través de Keltum. Cuesta decirle que el tayín no ha salido bien o que la carne picada lleva demasiadas especias. Le sienta mal, pues está convencida de que Keltum es una prolongación de su saber culinario. A mí no me gusta la comida de Keltum, pone mucho aceite y es poco refinada. Me niego a creer que ésa sea la comida de mi madre. Disimulo. Le pido cosas sencillas: carne a la plancha y ensaladas. Para mi madre, comer su comida era quererla a ella. Si por casualidad, no me terminaba el plato, lanzaba un suspiro y se preocupaba. Comer es celebrar un vínculo afectivo estrecho e infalible.

Hace ya algunos meses que mi madre no se fija en lo que come. Se alimenta sin convencimiento. Dice que come para poder digerir las medicinas que le han recetado. Keltum se sabe perfectamente su tratamiento. Analfabeta, tiene sus trucos para reconocer las cajas de medicinas y la hora en que toca dárselas. Dice: «La pildorita rosa es para el corazón, la toma por la mañana; las dos blancas son para la tensión, y se las doy antes de las comidas; por la noche, la caja verde y la azul, y medio comprimido rojo para dormir». Mi madre confía a ciegas en ella pero teme que Keltum enferme y se equivoque o se olvide de las dosis.

Mi madre pretende que ya no sueña. Lo que ocurre es que se olvida. En cambio, le gusta avivar sus alucinaciones.

Durante más de un mes, no ha cesado de contarnos la historia del gorrión que llegó por la noche a su ventana y se puso a invocar los distintos nombres de Alá. Cree que esta visita es una señal del cielo y que se tiene que preparar para partir. Dice que repetía tras él los nombres y los rezos que cantaba. Según ella, llamó a su ventana y se dirigió a ella. Mi hermana Turía confirmó esa visión y no tuvimos, pues, nada que añadir.

Desde que perdió a su marido en un accidente, a veces Turía se desvanece de pronto, cae al suelo y se queda como ausente, con los ojos abiertos. El médico ha hablado de histeria. Cuando vuelve en sí, nos tranquiliza: «No es nada, me ocurre a menudo, llega sin avisar de pronto, viene de arriba, de Dios, no se puede hacer nada. Incluso los médicos están de acuerdo, no se puede hacer nada, hay que dejar que pase la crisis. Al principio, mis hijos se asustaban, se creían que me estaba muriendo, luego se han ido acostumbrando, me caigo y ya no me hacen caso, así que no hay por qué alarmarse, sólo necesito reposo, quizá volver a hacer la peregrinación a La Meca, pero, cómo me las arreglaría sin él, no podré, siempre habíamos hecho todo juntos, de la mano, nunca nos hemos peleado, nunca nos hemos enfadado, yo hacía caso de lo que él decía y él, también. Nos entendíamos como si estuviéramos hechos de la misma materia. En realidad, no puedo vivir sin él, aunque mis hijos me rodeen de cariño y estén pendientes de mí. Pero bueno, debo olvidar y fingir que vivo».

Mi madre recuerda que su hija últimamente se comporta de un modo extraño: «Su estado se ha agravado desde la muerte de su pobre marido que me quería como a una madre. Era un buen hombre, generoso y honrado, algo inflexible. Cuando decía no, no había vuelta de hoja. ¡Qué catástrofe esa muerte brutal y tan cruel! Estaba escrito. Se murió de repente. Un camión se salió de la hilera de coches y se abalanzó sobre él. Si hubiera aceptado retrasar su viaje hasta el día siguiente, el camión se habría abalanzado sobre otro coche. Que Dios me perdone. Estaba escrito desde el día de su nacimiento. Era muy testarudo. Si me hubiera hecho caso, hoy no estaría muerto. ¡Dios mío, perdóname! Estoy delirando, todo está en tus manos, la vida, la muerte, la alegría, las lágrimas, todo, nosotros no somos nada en esta tierra. Tengo que rezar. No he hecho mis abluciones. ¿Dónde está la piedra pulida para mis abluciones? Me roban todo. Me despojan de mis cosas estando en vida. La otra también me ha quitado mis pendientes de oro y la cadena con el colgante. La rapiña de la gente es increíble. Que Dios nos dé algo de su bondad para no ser mezquinos. ¿Por dónde iba? Ah, sí, mi madre está en Fez y no quiere coger la carretera para venir a verme. Pero ¿dónde estamos? ¿En qué ciudad vivimos? ¿Dices que en Tánger? Pero lo de Tánger fue en otra época, aún no estaba casada, confundo todo. Mi madre me ha abandonado. No hay derecho, soy su hija y ella prefiere quedarse en casa de mi hermana menor. Siempre tuvo preferencia por Amina. Su marido es rico. A mí, que soy la mayor, no me hace caso. Eso no está bien».

Se ha pasado el día llamando a su hija yemma.

Mi madre me reconoce enseguida en el teléfono. Debe de ser que la voz se graba en la memoria mejor que un rostro, aunque a veces me suele confundir con uno de mis hermanos. El otro día me dijo que me había cambiado la voz: «Es la voz de un hombre, has crecido muy pronto, tú, mi pequeño, el último de mis hijos, los quiero a todos, pero tú tienes algo más, es así, no sé por qué, no me lo tienen que reprochar, ¿cuándo vienes a verme?, ten cuidado al andar, ¡no olvides que aún eres pequeño!».

Mi madre me ha devuelto a la infancia. Para ella, no he crecido. Sigo siendo el niño flacucho que ella mimaba en Fez cuando caía enfermo. Ha retrocedido a la época en la que temió perderme debido a una enfermedad desconocida. Le digo que tengo más de cincuenta años y cuatro hijos, y que me debe de confundir con alguno de sus nietos. Sólo me cree a medias: «Eso es, di que me he vuelto loca, que he perdido la cabeza, que tu madre delira, que dice tonterías, sí, quizá tengas razón, estoy desvariando, ya sabes, las medicinas no sólo benefician, también estropean lo que no curan. Así que no eres mi pequeño y no estamos en Fez. ¿Y esta nueva casa? No la conozco. Llévame a mi casa. No me vas a abandonar aquí, ¿verdad?».

Mi hermana ha regresado a su casa. No ha tenido paciencia para cuidar a mi madre. Perdió los nervios. La entiendo y le pido que cuide de su salud. Me contesta que todo está en manos de Dios. No la contradigo y bajo los ojos. ¿Qué hacer contra los que creen en la fatalidad, los que piensan que todo está escrito de antemano y que sólo estamos en la Tierra para vivir lo que nos ha sido trazado por Dios? Mi madre es menos fatalista que su hija. Está segura de que Dios dirige los actos de los seres humanos pero uno no debe quedarse de brazos cruzados esperando a que sucedan las cosas.

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