Tahar Jelloun - Mi madre
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Mi padre no puso ninguna denuncia y nos dijo en un tono grave: «En este país el que denuncia es al que atacan, roban y juzgan, no al ladrón, seguro que éste se reparte el botín con sus compinches de la policía. Haced lo imposible por no caer nunca en manos de la policía. Son gente sin principios, sin educación. ¡Es así, no estamos en Suecia!».
Aquella noche, al oírme mencionar una reunión política, vieron el espectro de la policía abatirse sobre nuestra casa.
Esa escena presagiaba unos acontecimientos que marcarían su vida. Mi madre fecha la aparición de su hipertensión arterial y su diabetes en aquella época. La llegada a casa una mañana temprano de un jeep de la gendarmería para llevarme a un campo disciplinario del ejército fue para ella un trauma. Yo tenía veintidós años y no había terminado la carrera. Los dieciocho meses de campo agravaron su enfermedad. Aún lo dice hoy y piensa que estaba escrito, pero que Dios se lo podría haber evitado. Su vacilante memoria confunde este episodio con otros igual de desafortunados. Sí recuerda que se llevaron a su hijo durante varios meses. Confunde los meses y los años. «Los yendarmía, hijo, esos salvajes me fastidiaron la salud, tú decías que no pasaba nada, pero ellos tenían mirada de asesinos, te llevaron y yo no sabía qué hacer en casa, daba vueltas como una loca, me había vuelto loca, tu padre, también; no teníamos ninguna información, yo pensaba en ti, y sabía que padecías hambre e injusticias, en fin, Dios, sólo Dios es capaz de hacer justicia. Pensaba en el hijo de nuestro vecino, el pobre, a él también se lo llevaron en un jeep pero los padres no volvieron a verlo jamás, la policía les decía: "Su hijo se ha escapado, debe de vivir en Argelia o en España, algo tendrá que reprocharse". Sus padres enfermaron y su hijo no apareció jamás».
No recuerdo haber dicho nunca a mi madre palabras halagadoras, ni por su forma de cocinar ni por su elegancia. A menudo, nos lo reprochaba a mis hermanos y a mí, sobre todo, en la mesa. Le hubiera gustado oírnos decir: «¡Que Dios te dé salud y que te guarde para que tus manos sigan ofreciéndonos esas delicias!». O bien: «Eres la mejor cocinera del mundo».
Cuando a mi hermano y a mí nos invitaban a casa de mi tío o de algún amigo, mi madre quería saber con detalle el menú y nuestra opinión sobre lo que habíamos comido. Buscaba así que estableciésemos comparaciones y la halagásemos. Pero nosotros éramos muy parcos en palabras afectuosas. Ésa era más bien la regla: uno no manifiesta públicamente sus sentimientos, no se habla de ellos y se evitan las efusiones de afecto. No recuerdo haber oído a mi padre ni a mi madre hablar de amor. No decimos «te quiero», no nos besamos en público, no exhibimos nuestra vida íntima ante los hijos. Pudor y respeto.
17
Llevo un mes sin ver a mi madre. Para ella es una eternidad. Me lo dijo ayer por teléfono: «Tú no te das cuenta, pero hace tiempo que no vienes a visitarme. Voy a morir sin volver a ver a mis nietos. Han crecido, ya lo sé, pero, dime, ¿tu hija la mayor vive con vosotros o se ha ido a otro lado? ¿Cuándo vienes? ¿Después de ramadán? ¡Falta mucho, Dios mío! Ven antes, sólo unos días, voy a morir de este amor, lo sé, me duele, y además me aburro, no tengo nada que hacer, estoy aquí en un rincón, como un montón de huesos inmóviles. Tu pobre madre está loca, eso es lo que debes de pensar, dilo, a mí no me molesta, es en cierto modo verdad, no siempre, pero a veces pierdo el hilo del tiempo y confundo todo. No todas las medicinas son buenas compañeras, a veces son traicioneras, me sientan bien y mal, por un lado me curan, y, por otro, me atacan. En fin, ¿cuándo vienes? ¿Mañana? ¿No? ¿Y por qué, hijo, estás lejos, no puedes, tienes mucho trabajo? ¿Dónde trabajas? Ya me lo dijiste pero se me ha olvidado, el olvido es mi principal enemigo, tu padre ya me decía que yo tenía la enfermedad del olvido, lo decía para enfadarme, me pedía que le recordase qué habíamos comido la víspera y nunca conseguía acordarme de todo. ¡Me pides la bendición! Pero si ya la tienes, tú, tus hermanos y tu hermana, todos tenéis mi bendición, aunque tú la necesitas más, porque estás en el ojo de la gente, en el centro de muchos celos y envidias; hay gente mala que odia a los que triunfan, les echa el mal de ojo, pero yo velo por ti, para que Dios te proteja y te ponga a salvo del mal, lo sé y lo veo con el corazón, unas sombras negras giran a tu alrededor como buitres, te quieren hacer daño, pero pierden el tiempo, eres el nieto de un santo, no podrán hacer nada contra ti, déjalos que se agiten, tú estás por encima de ellos. No conozco la maldad. Nunca he sido mala con nadie. Así es mi naturaleza, soy incapaz de pensar en hacer daño, en cambio existe gente dotada para el mal. Tienes que estar preparado y desconfiar, aunque cuando uno es bueno no desconfía. Se lo dije antes a mi padre, ha vuelto con su barba toda blanca, me ha abrazado y me ha dicho cosas al oído. La casa está llena de invitados. Me preguntó por qué están todos aquí. Te lo digo, desconfía de la gente, de los que intentan aprovecharse de ti. No lo conseguirán. Ve, hijo mío, no te olvides de las cosas buenas que he pedido a Dios para ti, las mereces. Dios te ha concedido un don, tus dedos son un tesoro, allí donde pongas la mano, tendrás un bien, la piedra se volverá oro, el oro se volverá amor, y tú, sencillo y bueno, eres mi niño, ¡el que me quiere tanto! Mi padre se va, se ha ido con nuestro Profeta. Fez en estos momentos es una ciudad maravillosa. ¿Tánger? ¿Dónde está? No, te digo que estoy en Fez con mis padres, y jugando con las cajas de las medicinas que se ha dejado Sidi Mohamed, ya sabes, murió el pobre, se fue sin haber conocido a su hija…».
A mis hermanos les fastidia un poco. Saben que el hijo menor suele ser el preferido. Cuando éramos pequeños, ella no hacía distinciones. Nos quería con la misma pasión. Por la mañana, al despedirnos para ir a la escuela, nos metía en el bolsillo diez pasas de uva y nos decía: «¡Es para la inteligencia! En fin, eso dicen, que las uvas alimentan la mente, así que si tomáis unas pocas todas las mañanas, seguro que no seréis tontos, aunque mis hijos no están nada mal, y como la gallina que quiere a todos su polluelos aunque sean feos, yo os quiero y para mí sois los más guapos, salid a la luz de Dios y estudiad mucho para aprobar los exámenes».
Al volver de colegio, gritábamos incluso antes de llegar a la puerta de casa: «¡Tenemos hambre!». Mi madre intentó por todos los medios que no gritáramos en la calle. Estaba convencida de que los vecinos debían de pensar que nuestros padres era avaros o pobres y nos mataban de hambre. Los vecinos, por supuesto, no comentaban nada pues sus propios hijos gritaban al mismo tiempo que nosotros. Mi madre siempre intentó ser discreta. Quizá por eso no levanta la voz. Nunca grita.
No le gustan los colores chillones ni los perfumes fuertes. Le gusta la claridad, la luz, los espacios abiertos. Dice que la luz abre los corazones, el color marrón oscuro ensombrece el horizonte, el negro nos corta la vida, el ruido nos aleja de la gente, el pánico invita a la muerte, el insomnio pone negrura en el fondo de los ojos, los dineros sólo son las barreduras que arrastra la vida. «Que nuestros corazones se llenen con la presencia de Dios y que su luz aleje el mal, si me compras un pañuelo, elige el que lleve los colores de la primavera soleada, no quiero nada negro, nunca he llevado nada negro».
18
Hoy lleva un chamir blanco, una especie de túnica larga que le sirve de camisón de dormir. A ella no le gusta. Quiere ponerse sus bellos caftanes, sus mansurías y sus pañuelos. «No me los voy a llevar a la tumba, más vale ponérmelos ahora». Keltum le dice que se los dará después del baño, y luego se olvida.
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