Tahar Jelloun - Mi madre
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Mi madre ya no se gusta a sí misma. No quiere mirarse al espejo. Se ajusta con las manos el pañuelo que lleva en la cabeza y suspira como si estuviera condenada a no vestirse bien jamás. Le tiendo el espejito que lleva en su bolso, se observa lentamente, busca su imagen, agacha la cabeza como si fuera a llorar. Vuelvo a colocar el espejo en su bolso. Se queja ante mí mientras Keltum me hace gestos con los ojos para indicarme que está desvariando. Me ha contado que ha tirado al váter en varias ocasiones billetes de banco y alhajas, que se rasga el chamir y que se niega a llevar pañales. A mí no me habla de ello. En medio de sus incoherencias, es digna, discreta y pudorosa, aunque se queja mucho. No es nada nuevo. Es una forma de entretenerse, de decir algo.
El otro día, cuando le besé la mano, se quedó apretando la mía y se la llevó a sus labios para besarla. Me resistí y luego cedí. La mantuvo apretada en la suya. Hasta sus manos se han vuelto pequeñas. Habla en un tono pausado y suave: «Soy una mendiga; recojo la hojas secas del tiempo, un día por aquí, una semana por allá, hace tiempo que cosecho las horas y las dejo allá, en un rincón del cuarto; es como si la habitación hubiera encogido, ¿verdad?, se diría una tumba, quizá sea eso la muerte, el cuarto donde vivo va a cubrirme y rodearme con sus paredes hasta sepultarme; te decía que mendigaba el tiempo, aunque a veces no quiero aceptar el que me ofrece Dios. Ya no recojo nada. Me agacho y ya no hay horas tiradas por el suelo. He perdido vista. Ya no veo las cosas ni las horas. O las veo borrosas y lejanas, extrañas. Es el aburrimiento, me juega malas pasadas, me miente, me hace anhelar unos días llenos de fastos y de luz, y, en realidad, no existen. No hay derecho, no soy una niña para que se burle de mí, ¿ves, hijo?, digo tonterías y luego dejo de pensar en ellas. Dime, ¿empezó ayer el ramadán? yo no ayuno, el médico me lo ha prohibido, pero rezo y pido a Dios perdón, aunque no como mucho; tengo poco apetito. No te olvides de comprar el cordero para el Aid».
Confunde la Pascua Menor, la que celebra el fin del ramadán, con el Aid El Kebir, la Mayor, la del sacrificio del cordero que viene setenta días después. Claro que compraré un cordero y repartiremos la carne entre los pobres. Keltum me mira con aire de pobre. Ella tendrá su cordero que comerá con sus hijos.
Tengo por costumbre regalar a mi madre un ejemplar de cada libro que publico. Se lo llevo, se lo coloco entre las manos y le hago un resumen de la historia. Ella lo abre, lo hojea al revés o al derecho y reza una oración. Lo bendice. A menudo comenta lo que le ha llamado la atención del resumen que le he hecho. Para ella, un libro es como la realidad, no hay que deformarla.
El otro día fue a verla una de sus sobrinas, Sumaya, casada con un millonario. Me había telefoneado en una ocasión para darme lecciones de literatura: «Deja ya de escribir libros que no tienen nada de marroquí, que hablan de nuestra religión con descaro, Dios te castigará por tomarte esas libertades con nuestra bella religión, deberías poner tu pluma al servicio del islam y de la nación musulmana, deja de escribir historias sin interés para Marruecos, con esos libros que gustan a los cristianos traicionas a nuestra patria y a tu religión, y, para colmo, ni siquiera escribes en árabe, tendrías que ponerte a aprender la lengua del Corán y a favor de causas que merezcan la pena, causas justas, las que defienden el islam y marginan a los infieles, das una mala imagen de nuestro país, deberías sentir vergüenza, etcétera…».
Esa mujer a quien mi tío casó muy joven porque era un poco alocada, hoy se dedica a hacer proselitismo. Siempre que va a ver a mi madre, le regala un Corán en una edición de lujo, y le pide que me convenza para que cambie los temas de mis novelas. Mi madre le contesta que no dejará de pasarme el recado. «¿Sabes, hijo?, tu prima Sumaya me ha vuelto a regalar un libro santo, mira qué bonito es, deberías escribir un libro como éste, ella tiene razón, ¡si escribes un libro como éste, serás un hombre santo y tus enemigos ya no tendrán nada que reprocharte!».
«¡Escribir el Corán! -no sé si mi madre bromea o delira-. El Corán es el Libro de Dios, yemma, nadie puede reescribirlo, ni decir que lo ha escrito, es un libro milagro, inimitable, sagrado y eterno, ¿cómo quieres que tu hijo le haga la competencia a Dios?». «¡Hijo, pide perdón al Creador! Yo no te he pedido que escribas el Corán, sino una obra que vaya en el sentido del Corán, eso es lo que Sumaya te pide, y tiene razón. Pero haz lo que quieras. Eres adulto y responsable, aunque a veces tengo miedo de la gente que quiere hacerte daño, son unos envidiosos y tienen unos ojos que perforan todo lo que alcanza su vista, son malvados y deberías desconfiar de algunos que dicen ser tus amigos, el mal llega de los más cercanos; la gente lejana, la que sólo te conoce superficialmente, no puede lastimarte, hace comentarios pero no tienen el peso de la gente cercana, a éstos los creen, y tú deberías ser más desconfiado, el éxito es como una luz muy potente, ciega a las personas que no triunfan, las vuelve frágiles y las lleva hacia el rencor, la envidia, la capacidad de echar el mal de ojo, eso es lo peor, creen que tú no mereces el éxito. Pero Dios te ha puesto por encima de los que te desean el mal, créeme, sé lo que me digo, mi padre era un santo, una aureola de luz rodeaba su rostro, él me enseñó que la bondad natural es un don de Dios, yo soy buena, nunca he deseado el mal a nadie, ni siquiera a los que te envidian, los dejo en manos de Dios. Tu padre no siempre era bueno, envidiaba a los demás comerciantes, a los que les iba bien el negocio. Yo le decía que renunciase a la envidia, pero se ponía fuera de sí y me gritaba. Por cierto, ayer vino a verme, llevaba una chilaba blanca, un fez rojo fuerte y olía a incienso, al perfume del paraíso. Estaba sonriente. Parecía más joven». «¡Mi padre murió hace más de diez años, yemma!». «Ah, ¿sí? ¡Se ha muerto y no me han dicho nada! Pues yo lo he visto, y la muerte le sienta bien, tiene la tez clara y los ojos serenos. La muerte pone las cosas en su sitio. El alma de tu padre viaja. Lo que vi fue su alma. Y olía a perfume. Tu padre no vestía bien. Siempre llevaba chilabas de color marrón oscuro que yo odiaba; no le gustaba cambiarse de camisa todos los días; decía que las apariencias no importaban. Era limpio pero no le gustaba la ropa bonita. Tú no te pareces a él. Vistes bien, eso también molesta a la gente, no toleran la elegancia de los demás. ¡Qué envidiosa es la gente! Me preocupo cuando te veo en la televisión, porque tu imagen va a todos los lugares, penetra en todas las casas, no me gusta que se te vea tanto, eso despierta la maldad de los enemigos, hablan mal de ti en cuanto les das la espalda, a todos les gustaría estar en tu lugar, desconfía de las sonrisas, de las adulaciones, de los que te dicen que eres el mejor, ésos, hijo mío, intentan que bajes la guardia, son como aquel amigo de tu padre, el empresario que pretendía jugar con los millones, ya sabes, el que había conseguido de tu padre todos sus ahorros para colocárselos en una cuenta fantástica y que tu padre jamás recuperó, cuánto recé a Dios para que se ocupara de su destino y lo alejara de las personas confiadas e impidiera que les robase. ¡Ten cuidado! ¿Qué pasa ahora? ¡No veo nada! ¿Dónde están mis gafas? Veo todo negro, ayúdame a buscarlas, quizá se han caído, mira debajo de la cama…». «Las llevas puestas, yemma, lo que pasa es que se ha ido la luz, debe de ser una avería, no tardará mucho en volver, ¡toma, cógeme la mano y recemos juntos para que vuelva la luz!». «¿Qué estaba diciendo? Recuérdame qué te estaba contando, las cosas recientes se me olvidan pero recuerdo las antiguas, qué curioso, los viejos recuerdos son fieles, no nos abandonan, mientras que los de esta mañana ya los he perdido, no sé qué he hecho con ellos, quizá se cayeron al suelo, como mis gafas. Los viejos recuerdos nos acompañan hasta la tumba. ¿Qué pasa con ellos después? ¡Quién sabe! A veces imagino un local enorme, una especie de cobertizo por donde los muertos pasan antes de que los entierren, depositan sus viejos recuerdos y parten ligeros hacia la casa de Dios. Estoy ansiosa por ir allí. Te hablo en serio, estoy cansada, agotada, ya no soporto a esas dos que merodean a mi alrededor, me observan con mirada de hiena, esperan que me llegue la hora para apoderarse de mis cosas. Sé leer en sus miradas. ¿Recuerdas a nuestros vecinos, aquel viejo matrimonio francés? El marido murió primero. La criada se aprovechó de la enfermedad de la dueña de la casa para robarle todo, incluso contrató un camión para llevarse los muebles. La mujer murió por la mañana temprano, la criada no dijo nada y se aprovechó para vaciar la casa. Los policías se presentaron y la mujer se puso de acuerdo con ellos. Temo que estas dos me roben lo poco que me queda. Por eso hay que estar alerta. Ya sé, tú no das importancia a esas cosas, dices que no hay que aferrarse a los objetos, pero eso es todo lo que poseo y no quiero que me desvalijen ni ahora ni después de mi muerte. Coge un lápiz y una hoja de papel y anota:
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