Tahar Jelloun - Mi madre
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El cardiólogo ha pasado esta mañana para ver a mi madre. Me pide que lo ayude a levantarla para examinarla. No pesa mucho. Al inclinarme, he visto su seno izquierdo. Arrugado, vacío, de piel flácida. Desvío la mirada y lamento haberlo visto. No tendría que haberme quedado en el dormitorio. Mi madre tenía un pecho bonito. Es uno de los recuerdos más soleados de mi infancia. Vivíamos en Fez. Estaba jugando en la azotea cuando apareció mi madre, me buscaba creyendo que me había escapado. Apenas vestida, se le veían perfectamente sus espléndidos senos. Yo debía de tener cinco o seis años. Me abrazó y me besó la cabeza. Yo tenía su pecho a la altura de mis ojos. Me estreché contra ella, y sentí una sensación serena y dulce.
Este recuerdo es más esencial que los acumulados en el bamam. Allí vi a mi madre desnuda varias veces, pero era en la penumbra y en el vapor de los baños. Había otras mujeres, otras formas que me obsesionaban por la noche; a menudo tenía pesadillas en las que mi cabeza se aplastaba contra dos tetas inmensas, o bien mi cuerpo endeble quedaba prisionero entre dos muslos pesados y pegajosos. No, no conservo buenos recuerdos del hamam. Me alivié el día en que la encargada me prohibió la entrada. Por mucho que protestara mi madre, ya era grande y había dejado de ser inocente. Eso es lo que decía la empleada. Así que la esperaba en el umbral del hamam y me gustaba ver salir a las mujeres oliendo a jabón, a alheña y a perfume.
Mi madre casi no se maquillaba. Nunca se compró una barra de labios de marca. Cuando gozaba de buena salud, utilizaba un producto artesano que le coloreaba excesivamente de rosa las mejillas. Ella no sabe lo que es el maquillaje, los polvos para la cara ni las cremas antiarrugas, menos aún la cirugía estética. No sabe ni que existen. Le contaron que una de sus sobrinas se había retocado la nariz y el pecho. Se rió y pidió a Dios que la perdonase. ¿Cómo enmendar la obra de Dios? Aquello era una herejía. Luego añadió: «¡Por eso ha envejecido de pronto, es un castigo de Dios!».
Mi madre sabe que su cuerpo no ha podido resistir a la enfermedad, pero no se queja. No expresa la nostalgia de los tiempos de su juventud. No se lamenta, sólo siente cansancio por tener que acostumbrarse a un cuerpo debilitado y a una vista cada vez más borrosa. No oculta su edad. Ignora su fecha de nacimiento. «Estoy vieja, estoy a dos pasos de la tumba, es normal, es el destino de todos, no tengo miedo, me he cansado de esperar. ¡Pero tenéis que estar junto a mí, eso es lo que importa!».
A veces, he intentado calcular su edad a través de los testimonios, de los acontecimientos históricos. La primera vez que se casó, era muy joven. Conserva un recuerdo muy vago de esa boda, en realidad, se burla del paso del tiempo. Dice simplemente que en aquella época a veces se escapaba de la casa de su marido para ir a jugar a las muñecas con sus primas. Por la tarde, el marido iba a buscarla sin atreverse a regañarla. Debía de tener quince años. Por supuesto, él era algo mayor que ella. No se conocieron hasta la noche de bodas. Así era la tradición, el pudor. No se hablaba de ello. ¿Quién se habría atrevido a impugnar ese tipo de costumbres? En la familia, ninguna mujer de su generación se rebeló. Recuerdo las tardes pasadas entre mujeres en nuestra casa grande de Fez. Se reunían para tomar el té mientras preparaban dulces. Reían, bromeaban, decían expresiones atrevidas olvidándose de mi presencia; yo me hacía el dormido. Ellas hablaban del sexo del hombre. Algunas se ponían a bailar. Mi madre era muy pudorosa. Su hermana menor era más descarada. Con la pasta de almendra para hacer los cuernos de gacela, moldeó la forma de un pene y unos testículos, lo rebozó en harina y lo mandó al horno del barrio. Las mujeres se pelearon para comérselo. Desde un rincón del cuarto, yo reía para mis adentros.
Siempre me gustó sentarme al lado de mi madre y escucharla hablar. Antes, me hablaba de su vida, de su juventud y de las dificultades de su vida conyugal. No guardaba rencor a mi padre pero lamentaba que no fuera más cariñoso con ella. Lo comparaba con su cuñado y la forma que tenía de tratar a su hermana. En cierto modo, la envidiaba. Pero enseguida, como si hubiera ofendido al destino, pedía perdón a Dios y le rogaba que la ayudase a soportar las cosas desagradables: «Dios mío, he tenido un mal pensamiento; he caído en la ignorancia y he hecho caso a Satán, perdóname, perdona a esta mujer, hija de un hombre santo, que reza todos los días y pide tu bendición, pues no acostumbro a decir palabras malas y pensamientos nefastos».
Hoy, cuando me siento a su lado, nos hablamos sólo unos minutos, y luego, silencio. Se queda dormida. Toso un poco para despertarla. Abre los ojos y se olvida de lo que hemos hablado. Me vuelve a preguntar cómo están los niños, qué estoy haciendo, dónde vivo y cuando van a llegar todos. Se vuelve a dormir. La observo, e intento alejar de mí esa enorme tristeza que me invade. Mi madre se ausenta. Se muere un poco. Sigo con mis ojos su respiración. Lo sé, en cualquier momento le puede fallar el corazón, quizá en pleno sueño. Ella ha hablado a menudo de esa muerte dulce. Una de sus primas se murió tras rezar la oración de la noche. Por la mañana no despertó. Mi madre dice que era una mujer bondadosa y virtuosa. Dios la llamó a él, en mitad del silencio de la noche, sin hacerla sufrir. Con ello está expresando su deseo de partir como ella. Mi abuela también murió en pleno sueño. Era muy mayor. Sus funerales parecieron una celebración, una fiesta.
El dolor, la insinuación de la enfermedad en el cuerpo, la agonía, la lentitud del tiempo y de las cosas. Eso es lo que más teme mi madre. Dice que todo viene de Dios. Es su voluntad, yo no soy más que un ser débil bajo su grandiosa luz. Rezo, digo los versículos de Dios, las palabras de su santo Profeta, espero con paciencia, pero no tolero el sufrimiento. Me duele toda la piel, todos mis miembros. Y me aburro.
El aburrimiento, ése es el enemigo. Dios no tiene nada que ver en ello. Mi madre se aburre porque no sabe leer ni escribir. Pienso de nuevo en la madre de Roland, noventa y dos años. No se pierde ni una partida de bridge. El año pasado, viajando por Egipto, tuvo una leve indisposición visitando las pirámides. El calor y la emoción. Pero sigue leyendo y viendo los programas de televisión que le interesan y que suele comentar con su hijo, al día siguiente, por teléfono. Pero Roland se acuesta temprano y no ve las emisiones culturales que retransmiten muy tarde. Su madre se lo reprocha y él se ríe.
Un día conté a mi madre todo lo que la madre de mi amigo hace con más de noventa años. No se sorprendió. «Es normal, son gente que ha sabido vivir y no ha pasado su vida en la cocina y lavando ropa. Antes no teníamos máquinas en los hogares. Yo hacía todo a mano. Tenía ayuda, pero a menudo eran mujeres aún más ignorantes que yo, y me ponían nerviosa. La madre de tu amigo debe de contar con medios para vivir cómodamente. A nosotros siempre nos faltó dinero. Tu padre no tenía ningún sentido del comercio y se empeñaba en hacer negocios que le salían mal. Decía que la vez siguiente tendría más suerte. Nos las arreglábamos con lo estrictamente necesario».
Quizá la madre de Roland vivió otro tipo de dificultades.
Mi madre nunca se fijó en otro hombre, al igual que mi hermana o mi tía. Así es. Cuestión de costumbre y de educación. En su familia, uno se casa para toda la vida. No existe el divorcio, nadie se vuelve a casar. La mujer de un amigo de mi padre fue sorprendida en la cama con su amante. Fue repudiada y echada de su casa sin un céntimo. Mi madre se quedó horrorizada por la audacia de aquella mujer que engañaba a su marido. Hablaba de ella con lástima. No comprendía lo que había hecho y los riesgos a los que se había expuesto. Aquello sobrepasó su entendimiento.
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