Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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»Siete caftanes bordados en mis siete colores preferidos: blanco, beige, amarillo claro, azul celeste, malva, verde pálido, rosa, azul noche, blanco roto». «Pero, yemma, ya llevas dichos más de siete…». «No importa, tengo una decena de caftanes, algunos de ellos sin estrenar, añade dos pañuelos por cada uno, haciendo juego por supuesto, cinco mansurías y cuatro cinturones bordados en Fez por el maestro Bennis… Luego, las chilabas para las grandes ocasiones, pues no te hablo de las chilabas de diario, ésas no cuentan. Tengo, pues, cinco chilabas de seda, con pasamanería bordada por el maestro Bennis. Apunta también dos pañuelos de nariz bordados, para las fiestas y ceremonias. No hace falta que anotes la ropa interior y los camisones. Ahora apunta en tu cuaderno la lista de alhajas…». «Ya repartiste tus alhajas entre tus nietas, yemma, o se las diste a sus madres, no te quedan joyas, o casi ninguna». «Ah, ¿sí? ¡Ya no me quedan joyas! ¡Ves! Te he dicho que estoy rodeada de enemigos y de ladrones. Me han robado mis joyas, eso es. Keltum y la otra gorda se las han llevado mientras dormía o cuando estuve en la clínica». «No, yemma, me las diste a mí para que te las guardara y luego yo las repartí según tus instrucciones». «¿Estás seguro? ¿O lo dices para tranquilizarme? Bueno, da igual, digamos que las alhajas han desaparecido, apunta los demás objetos que poseo: los muebles del salón, en particular, la lana de las colchonetas; es una lana comprada en Fez con mis ahorros, tu padre se negaba a renovar la casa. Esa lana pesa una tonelada o quizá menos, unos cuatrocientos kilos, llévatela a tu casa, es de muy buena calidad, es lana auténtica, por eso las colchonetas son tan cómodas. Luego están las alfombras, la rabatí, y la que está hecha en Fez. Son antiguas y de buena calidad. No hay que liquidarlas de mala manera. También tienes el juego para el té, fabricado en Londres, hay que cuidarlo…». «Pero, yemma, se lo diste a mi hermano, el día de su boda, de esto hace treinta años…». «Apunta, te digo, no me líes, no estoy loca, sé perfectamente que ese juego de té está en casa de tu hermano, pero no es motivo para no apuntarlo, ya veremos luego… La televisión me da igual, tampoco anotes la radio, hace veinte años que no funciona, pero a tu padre le gustaba guardar todo, las llaves, las cerraduras oxidadas, las pilas gastadas, las bombillas fundidas, todo, y la radio también, un trasto más. Tampoco anotes las cortinas, las odio, si quieres hacerme un favor, descuélgalas y dáselas a Keltum, sabrá qué hacer con ellas. ¡Ah!, y el viejo armario, ese armatoste hay que dejarlo en su sitio, sirve como despensa, la madera está carcomida, ya no cierran bien las puertas, pero forma parte de la casa. El espejo, el enorme espejo del pasillo, ya no brilla, llévatelo también. A tu padre le gustaba mucho. Está colgado demasiado alto, yo me he vuelto pequeñita, ya no puedo verme en él, así que no sirve para nada… ¿Sabes? Tu primo, el que se quedó viudo el año pasado, el que tiene más de ochenta años, se acaba de volver a casar, la soledad lo destrozó, el otro día me contó sus secretos, tenemos mucha complicidad entre los dos porque somos de la misma quinta, conoció a una señora de buena familia, de unos cincuenta años, pero a sus hijos le sentó muy mal que se volviera a casar, es normal, querían a su madre y no soportan que otra mujer ocupe su lugar, además a esa esposa le tocará una parte de la herencia… Al final de su vida, tu padre había intentado casarse con otra mujer, una muchacha joven como la que venía a ponerle las inyecciones, yo reaccioné, le dije que mientras yo estuviera en vida, ni lo soñara, ni hablar, después de mi muerte, cásate con quien quieras, lo hablarás con nuestros hijos, pero, mientras yo respire, no te dejaré cometer semejante barbaridad. No es que yo fuera celosa, no, es que no tolero la falta de respeto, tengo mi dignidad y mi honor, así que tu padre renunció a ese proyecto… ¿Te causa risa? ¡Tanto mejor! Cuando regrese de la calle, dile que te cuente ese episodio, era en la época en la que tú estabas estudiando en Francia, no vivías con nosotros, venías en verano y desaparecías el resto del año». «Papá está muerto, yemma, ¿lo has vuelto a olvidar?». «No, no lo he olvidado, pero los muertos nos visitan de vez en cuando, no hay que cerrarles la puerta, eso no se hace, y además trae mala suerte, los muertos son como los ángeles, pasan, dejan rastros de perfume y se van. Tu padre viene a menudo a ver qué pasa en casa, no siempre le gusta lo que ve, y protesta, pero como los muertos no hablan oigo suspiros aunque no sé de dónde provienen. Cuando me muera, yo también volveré, ten cuidado, deja siempre una abertura en la casa, no debes cerrar todo, aunque da igual, el alma atraviesa las paredes y los bosques, va haciendo su camino hasta llegar a nosotros mientras dormimos, se introduce en nuestros sueños y los hace más reales, más intensos. No temo a la muerte, es la voluntad de Dios, y el encuentro con los santos, con nuestro Profeta y con Dios del que nada temo, por el contrario, estoy encantada… Lo que sí temo es la muerte de los demás, no me gusta ver los cuerpos rígidos y fríos, ni dormir en el cuarto en el que han lavado al muerto, soy así, los olores extraños del cuerpo sin alma, la blancura de la mortaja, los dátiles partidos por la mitad en cada ojo, todo ese ritual me encoge el alma… No tengo hambre, ni sueño, la orina me sale sola, qué vergüenza, sí, me he hecho pis encima, como una niña chica, ¿ves?, tu madre se ha convertido en una cosa pequeñita que no se controla, digo tonterías, mezclo los recuerdos, confundo el tiempo, pero sigo sin perder la cabeza. La memoria, sí, a veces pierdo la memoria, incluso la gente sana la pierde. ¿Me oyes, hermanito? ¿Recuerdas cuando jugábamos en el jardín de los vecinos en Fez? ¿A ti te pillaban y yo me escondía? Por cierto, llevas mucho tiempo sin venir a verme, soy tu hermana mayor, tienes obligaciones que cumplir conmigo. ¿O acaso tu mujer te impide salir?». «Pero, yemma, no soy tu hermano menor, soy tu hijo, tu último hijo, tengo cincuenta y seis años y estoy vivo. Tu hermano menor murió hace veinte años y su mujer también».

19

En el verano de 1953, la medina de Fez perdió parte de su esplendor, de su vida. Los comerciantes estaban en huelga. En las mezquitas se organizaban mítines políticos seguidos de manifestaciones por las calles, exigiendo la independencia del país. Marruecos no podía vivir sin Mohamed V a quien los franceses habían depuesto y exiliado a Madagascar. Fez cambiaba de rostro y de destino. Se hablaba de resistencia y de lucha armada. Había que interrumpir cualquier actividad en señal de protesta. Algunos se aprovechaban de la situación, vendían artículos a escondidas y eran soplones de la policía francesa. Comerciantes y artesanos se habían unido para doblegar a Francia. Recuerdo una reunión en casa del marido de mi tía. El líder Al-tal El Fassi había llegado acompañado de varias personas. Estaba también el marido de mi hermana, un artesano ceramista, modesto y animoso. Yo oía hablar de la patria en peligro, de la libertad, del istiqlal, la independencia. Mi tío me había prohibido jugar con una peonza, y me la había quitado. Me había regañado. Incluso me dio un tirón de orejas que me hizo daño. ¿Crees que es el momento de divertirse, de jugar? ¡El país se subleva y tú juegas con la peonza! Yo no entendía en qué mi peonza iba a impedir la liberación del país. Las calles estaban desiertas. Fez ya no era la misma. La ciudad se había envuelto en una sábana arrugada, ya no tenía derecho a celebrar fiestas, ni a la alegría, ni siquiera a la luz. Languidecía mientras se convertía en el centro del nacionalismo marroquí. Yo sentía que mi padre no estaba a gusto, dividido entre su deseo de luchar contra los franceses y la voluntad de no perder su negocio. Al cabo de un mes de huelga y de manifestaciones, ya no tenía con qué alimentar a su familia.

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