Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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Un sol resplandeciente envuelve a Tánger de luz. Propongo a mi madre dar un paseo en coche. No ha salido desde la última vez que fuimos al Hotel Le Mirage. Fue el verano pasado, Keltum la lleva hasta el coche y nos vamos a ver el mar. No reconoce las calles, está contenta y me bendice. Yo quería que mirase a la gente pasar, que sintiese los olores de la ciudad y que observase la entrada de los barcos en el puerto. Paro el coche delante de la playa; el sol, demasiado intenso, le impide ver bien; me doy cuenta de que ve muy poco, no sólo porque le falla la vista sino también por su pequeña estatura. Está hundida en el asiento y no puede hacer el esfuerzo de incorporarse. Se ríe de la situación y dice que parece un saco de patatas. Nos alejamos de la orilla de mar y nos dirigimos hacia el Monte Viejo. Entonces, en tono serio, me dice: «¿Hemos llegado al mausoleo de Muley Idriss o aún no?».

«Muley Idriss está en Fez, yemma, y nosotros estamos en Tánger, el santo patrón de la ciudad es Sidi Buarraquía…». «No, yo quiero ir a ver el santuario de Muley Idriss, hace tiempo que le debo esta visita, él es quien intercede por mí ante nuestro Profeta, le confío mis oraciones y él se las trasmite a nuestro santo Profeta, le querría decir que vele por mi hijo para que apruebe su examen, ya sabes, mi hijo pequeño va a ingresar en la enseñanza primaria, pero tiene que aprobar un examen». «Pero, yemma, Fez está lejos, estamos a cinco horas en coche». «¿Ah, sí? ¿No estamos en Fez ni en Mequinez? Entonces llévame a casa, al menos allí sé dónde estoy».

Al regresar a casa, le cuesta volver a sus costumbres. Por la tarde estaba cansada y ha pasado una mala noche. Keltum me dice que el aire del mar le sienta mal, que le provoca diarrea. Me da a entender que es cada vez más difícil asearla, que mi madre se niega a ponerse pañales, arranca la parte adhesiva para que no se puedan utilizar, y ella no tiene máquina de lavar la ropa, está harta y se sacrifica por lealtad hacia mi madre.

24

La madre de Roland se ha ido del piso en el que vive, mientras el propietario hace algunas reformas. Se ha instalado en un pequeño hotel que da a una calle muy tranquila de Lausanne, está contenta de vivir allí, le ha tomado gusto a la vida de hotel. Todo es sencillo, no se ocupa de nada, tiene tiempo para leer, para ver los programas de televisión que le gustan, para telefonear a la amiga con la que juega al bridge. Se lo comentó a Roland quien la animó a prolongar su estancia allí. A él le hubiera gustado que ella se alojara en un gran hotel con piscina y sauna. A Roland siempre le han gustado los hoteles de lujo, incluso ha previsto terminar sus días en la mejor suite de uno de ellos, en Suiza o en Asia. Es su último capricho.

Pronto iré a conocer a su madre de la que me habla en unos términos que a veces me sorprenden. A sus noventa y un años, está estupenda de salud, es autónoma, lee, toca el piano. Me vio en un programa de televisión en el que comenté una novela que escribí sobre un presidio de Hassan II, y le dijo a Roland: «¿Qué hizo tu amigo para que lo tuvieran encerrado en ese horrible lugar durante casi veinte años? ¡Pobrecillo!

»-¡Mamá, no se trataba de él, sino de otra persona, él lo único que hizo fue contar esa historia!».

Mi sueño es que nuestras madres se conozcan. La mía, como no puede moverse, recibiría en Tánger a la madre de Roland. Imagino los preparativos para un acontecimiento así. Pintar la casa, cambiar la tapicería de las colchonetas del salón, arreglar el cuarto de baño… Ni me atrevo a pensar lo que se escandalizaría la madre de Roland al ir al cuarto de baño y ver que la cadena del váter no funciona, a pesar de que se haya arreglado varias veces; los grifos del bidet están inutilizables porque Keltum los ha estropeado a propósito para hacer rabiar a yemma; el lavabo, con grietas; una bombilla cuelga milagrosamente del techo, de un cable sujeto por un clavo oxidado para que no se caiga, pues el electricista que lo ha reparado no es otro que uno de los numerosos hijos de Keltum que no sabe hacer nada… ¡Me imagino la mirada suiza recorriendo el cuarto de baño de una familia marroquí modesta! No, prefiero que el encuentro tenga lugar en el cenador del Hotel Minzah. Llevaré a mi madre en una silla de ruedas, le diré que una señora mayor quiere conocerla, una señora algo mayor que ella y mucho mejor conservada. Me dirá que hay que invitarla a casa y luego cambiará de opinión, pues Keltum pone mucho aceite a la comida y no siempre le sale bien. Traduciré el diálogo entre los dos mundos y le haré un resumen a Roland, que se reirá mucho.

Mi madre me dirá: «Esta señora tiene más salud que yo, ¿estás seguro de su edad?, porque yo no sé cuándo nací, tú lo has calculado varias veces y la edad que me dijiste no me corresponde, pero, dime, ¿esta señora es cristiana, verdad? No es musulmana, quiero decir que no es como nosotros, es pues, una infiel, e irá al infierno, ¿no es eso lo que dice el Corán? No está bien lo que estoy diciendo, pero nos han enseñado que los cristianos e infieles irán al infierno, así que la madre de tu amigo no irá al paraíso, ¡no la veré allí!». «Estás equivocada, yemma, las acciones que cometemos son las que hacen que el alma vaya al infierno o al paraíso, puede que un musulmán sea castigado por el mal que ha hecho y vaya al infierno, y un cristiano que haya hecho el bien en su vida se vea recompensado y su alma sea aceptada en el paraíso…». «¿Ah, sí? Tienes razón, cuántas veces tu padre comentaba que algunos no musulmanes se portaban mucho mejor que los propios musulmanes. Solía decir este judío merece ser musulmán, o ¡este cristiano es de los nuestros por lo bondadoso que es!».

Me preguntará un montón de veces «¿Quién es esa señora, por qué ha venido, cómo se llama su hijo, que hacía su marido…?». Seguirá haciéndome esas preguntas hasta que la señora se esfume en el limbo de sus recuerdos de infancia.

He hablado por teléfono con mi madre esta mañana. Me ha reconocido enseguida. Los análisis clínicos que se ha hecho no indican buenos resultados. Le ha subido la glucemia a pesar de la insulina y del régimen. Además, ha tenido una infección en la orina. Me lo ha dicho su médico, ella no se ha atrevido a comentármelo. Sólo me ha preguntado cuándo voy a ir a verla. Me dice que por qué no voy para la fiesta del sacrificio del cordero, que tuvo lugar hace más de un mes. «Hijo mío, la Pascua Mayor siempre ha sido para mí un jaleo, tenía que aguantar el nerviosismo de tu padre que esperaba hasta última hora para comprar el cordero, y siempre lo engañaban, además, no tenía a nadie para ayudarme, todas las criadas se iban a festejar la pascua con sus familias, es normal, pero yo me quedaba sola, con el cordero sacrificado en el patio o en la cocina, y tenía que guisar y limpiar la casa, y vosotros nunca estabais contentos, porque el primer día la carne está demasiado reciente, no se puede comer. En fin, lo recuerdo muy bien, y no me digas que estoy delirando, la Pascua Mayor para mí son días negros, que Dios me perdone, unos días agotadores, la gente no piensa más que en comer, cuando en realidad tendría que ser una fiesta en la que se piense en la gente necesitada, no te olvides de comprar un borrego, aunque a ti no te guste esa carne, debes cumplir con el deber, dásela a los pobres. Luego, después del cordero, hay que hacer las pastas de té, la familia viene a felicitarnos y yo no estoy bien vestida, me enfado y maldigo al viento y los ritos… ¿Por qué los cristianos no tienen unas fiestas que ensucien tanto? Toda esa sangre derramada, las tripas, los despojos y toda es carne, que, por cierto es fatal para la salud, para el corazón, no quiero parecer una mala musulmana, pero algún día alguien tendrá que liberarnos de esas tareas tan fastidiosas y de esa fatiga. Todos los años, al séptimo día de la pascua, caigo enferma, agotada y debo guardar cama. Ya no puedo más. El año que viene, compraremos la carne en el carnicero y así nada de sangre en casa…».

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