Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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Las ventanas del salón están abiertas para que se vaya el olor a humedad. Pero es inútil. La humedad habita en esta casa desde hace mucho tiempo, rezuma por todos lados y acentúa la pesadez de la tristeza. Keltum y la otra mujer de la limpieza ya no pueden más. Mi madre está cada vez más difícil. Lo observo por la cara descompuesta que tienen y por su fastidio. Están agotadas. Una me dice que necesita vacaciones, envíame a La Meca, olvidaré esta miseria. La otra no dice nada, había hecho un pacto con mi madre de no abandonarla nunca.

Mi hermana ha ido por quinta vez a La Meca. Mi hermano dice que ha encontrado un buen pretexto para no ocuparse de mi madre. Le ruego que no juzgue a los demás. Está de acuerdo conmigo. Me dice que a veces se imagina a nuestra madre en una residencia de la tercera edad, en un asilo para ancianos y enfermos. Luego cambia de opinión y dice, no, no la veo en una habitación rodeada de enfermeras; se creerá que está en un hospital o en una clínica y se deprimirá. No, no es posible, no es factible. Yo tampoco la veo en otro lugar que no sea su casa. Me siento a su lado, le cojo la mano mientras observo los extraños dibujos que hacen las grietas en la pared. Me gusta cogerla de la mano, algo que no he vuelto a hacer desde mi infancia. Está lúcida y tranquila. Me aprieta la mano. Me habla de mi hijo discapacitado: «¿Qué dicen los médicos? ¿Hablará algún día? Que Dios lo proteja y le dé la palabra; hay que tener paciencia, son niños buenos, un don de Dios, Dios nos pone a prueba, quiere saber cómo nos comportamos con un niño que no es como los demás, es importante saberlo, hijo, son ángeles incapaces de hacer daño a nadie; en Fez se los visita como si fueran santos, nos gustaría que nos diesen algo de su bondad, es un don de Dios, hay que protegerlo, seguirlo adonde vaya, nunca dejarlo solo, ¿qué dicen los médicos de Francia? ¿Te han dado alguna esperanza? ¿Le habéis hecho la circuncisión? Ah, ya, no me acordaba, se celebró en mi casa, aquí, lo he olvidado… ¿Hicisteis una fiesta? Es importante la circuncisión, somos musulmanes, ¿verdad? Este niño me quiere mucho, me besa con cariño, me agarra de la mano y sabe que estoy enferma, me dice cosas que no entiendo, hay que llevarlo al santuario de Muley Idriss en Fez, irás de mi parte, rezarás oraciones, ¡y nuestro santo Muley Idriss le dará su bendición! Nuestros vecinos tienen un niño como él. Lo dejan solo en la calle, a veces entra sin llamar y se sienta con nosotros a la mesa, come y cuando ya está saciado, se levanta y se va. Pero nuestro hijo no hace eso, no va a casa de desconocidos. ¡Debéis cuidar a ese ángel! ¿Cuántos hijos tienes? Ya sé, me lo has dicho, pero mi memoria me juega malas pasadas, así que tienes hijos, y tu mujer, ¿dónde está? ¿Por qué no viene más a menudo? Ah, está aquí, a tu lado, no la he visto, dile que cada vez tengo menos vista, ven, acércate, dale esta pulsera, que la guarde hasta el día de la boda de tu hija, mi madre me la dio ayer, vino a verme, estaba completamente pálida, no decía nada, se me acercó y me deslizó la pulsera entre las manos y luego desapareció, me juega malas pasadas, se lo diré a mi padre cuando vuelva de La Meca».

Con la llegada del fin del ramadán, las cosas han vuelto a la normalidad; hay menos tensión en la casa. Keltum está aliviada porque he decidido quedarme más días. Mi madre no se acuerda de cuántos llevo a su lado. Quiere ver a los niños, no a los míos, a los suyos, esos que yo no conozco, los que ella se ha inventado, me habla de los adultos que vienen a comer y luego se van sin dirigirle la palabra, se pregunta dónde están los más pequeños, los que ella tuvo cuando era joven. La tranquilizo, están en la escuela. «En el msid, ¿verdad?, ¿están en la mezquita aprendiendo el Corán?». «Eso es, yemma, están en la madraza, todos estamos en el msid de Bouajarra, estamos en Fez, justo después de la guerra, ya sabes, la época en que comíamos gracias a los bonos, este año hace mucho frío en Fez y el msid no tiene calefacción, tenemos tanto frío que nos castañean los dientes y no podemos aprender de memoria las aleyas del Corán, pero el viejo maestro nos pide que recitemos la azora Yassin a coro, dice que recitar todos juntos esta azora calienta el corazón y el cuerpo…». Nos pegábamos los unos a los otros, algunos olían mal, otros se aprovechaban para pellizcar las nalgas de los que tenían delante, otros intentaban introducirles un dedo en el ano, era un juego y una humillación, al salir de la escuela coránica, se señalaba al desgraciado que se había dejado, se le trataba de niña, insulto supremo, entonces se formaban clanes, y los más fuertes tenían derecho a tocar a los más débiles, a mí me dejaban tranquilo, era un niño enfermo y demasiado enclenque, y como era sensato me pedían mediar en las peleas. Un día el maestro me dio un golpe en la cabeza, incluso sangré, estaba enfadado y repartía palos al azar. Por la noche, mi padre cogió un cuchillo de cocina para ir a matarlo. Los demás padres fueron con él, el maestro salió de su casa, con los brazos detrás de la espalda, la cabeza agachada en señal de sumisión. Pidió perdón, mi padre estaba aliviado, pues no se veía a sí mismo usando un cuchillo.

El msid era un lugar extraño donde aprendíamos de memoria el Corán sin saber ni leer ni escribir. Nuestros padres nos ponían en manos del maestro y se quedaban tranquilos, salvo que mi madre lamentaba la falta de higiene y los piojos que encontraba en mi ropa. Así que me rapaba la cabeza al cero. Yo odiaba pasar por eso, lloraba y pataleaba…

Mi madre ya no se pone en pie. De nuevo se ha caído. No se ha fracturado nada pero le duele todo el cuerpo. Sufre y me dice que los huesos se le han vuelto transparentes: «Ya no me sostienen, son como papel, no, no es eso, quiero decir, como hojas finas de hojaldre crujiente, eso es, ya he encontrado a qué se parecen mis huesos; ¿sabes?, me caigo con frecuencia, basta con que deje de apoyarme en alguien, las piernas no me sostienen, soy yo la que las arrastra como si fueran viejas amigas que me abandonan, están hartas de mí, de llevar mi peso, de no descansar nunca. Los ojos también me abandonan. No es ninguna novedad, pero cada día que pasa, se lleva algo de mi vista, mis ojos se mueren lentamente, la luz ya no se detiene en ellos, cruza a toda velocidad, por eso digo que la luz de mis ojos sois vosotros, mis hijos, por cierto, hace tiempo que no han venido a verme, a no ser que me haya olvidado, seguro que es eso, me he olvidado, qué triste es perder la memoria, es curioso, me visitan unos recuerdos llegados de lejos, como si vinieran de otros países, no los reconozco, quizá pertenecen a otra persona, se han debido de equivocar de casa, mira, por ejemplo, recuerdo cuando yo era niña montando a caballo, pero no es verdad, nunca he montado en ningún caballo, me desconciertan esas imágenes que pasan y se mezclan, te veo a ti cuando eras pequeñito, luego veo a mi padre que te coge en brazos, pero cuando me acerco ya no eres tú el que está en sus brazos, e incluso mi padre tiene una cara rara, qué extraño, son las medicinas que tomo, me vuelven loca, pero yo no me rindo, bueno, ¿qué quieres comer hoy a mediodía? Voy a la cocina a preparar tu plato preferido. ¿Dónde se han metido las criadas? ¿Ves, hijo? Las llamo y no me contestan… Mira, las imágenes vuelven a cruzan por la casa, no sé ya lo que digo, no veo casi nada, está oscuro, hay que encender las luces. Desde que nos mudamos a esta casa, no veo el sol; es como si el invierno viviera con nosotros, un invierno interminable. En Fez me gustaba esa estación cuando el frío me mordía los dedos y la punta de la nariz. Aunque me envolviese en varias mantas de lana, tiritaba de frío y reía con ganas. Hoy, las mantas son muy ligeras, son viejas, no son de lana sino de un tejido que desconozco. Cuando me coges la mano, mi corazón entra en calor. Dime, ¿verdad que me voy a quedar en esta casa, que no me vas a llevar a la otra, esa que da al mar, ¿verdad? No me gusta, sé que tú no me dejarás morir en un cuarto de hospital. ¡Qué felicidad saber que estás aquí! Hace mucho tiempo que no venías. ¿Veinte años? ¿Cómo? ¡Llevas aquí un mes! Entonces es que confundo todo, por cierto, te tengo que dar los bonos de racionamiento para que vayas a por aceite, para preparar tu plato favorito, ve a buscar lo que necesito y ten cuidado, Fez está infestado de extranjeros que nos hacen la guerra. ¿Me estás hablando de mi hermano? Ah, ¿no? ¿De tu hermano, de mi hijo? Sí, viene de vez en cuando, trabaja mucho, no le dejan venir, tiene que pedir permiso, trabaja en… ¿en dónde trabaja? ¿Es médico o joyero?». «No, yemma, es ingeniero…». «Ah, sí, está en Juribga, en las minas de fosfatos, eso es, baja al fondo de la tierra, vuelve a subir y dice a los obreros lo que tienen que hacer. Ah, Juribga, una ciudad donde hay mar…». «No, yemma, te confundes con Casablanca, mi hermano trabaja en Casablanca». «Es cierto, tienes razón, Rabat es una ciudad muy bonita. ¿Por dónde anda tu hermano? Llega esta tarde. Me ha dicho que la casa está vieja y que se cae a pedazos, así que quiere arreglarla, pero ¿adónde iría yo? Opina que yo estaría mejor en un apartamento. Nunca, jamás iré a morir en un apartamento. ¿Te das cuenta? ¿Cómo sacarían mi ataúd si me muero en un edificio de pisos? Resbalaría de las manos de los que me transportaran. No, aquí estamos en un piso bajo, saldré sin causar problemas a nadie, como tu padre, la ambulancia llegó hasta la puerta, y él se marchó».

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