Tahar Jelloun - Mi madre

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La novela relata la relación de un escritor con su madre, mayor y enferma. Muy realista e impactante. Buena prosa. Además de profundizar en las relaciones paterno-filiales, el autor ofrece numerosos detalles costumbristas de la sociedad marroquí. Dentro de una obra tan cuidada, desentonan desagradablemente dos salidas de tono.

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No soy supersticioso. Escribo estas frases y pienso intensamente en mi madre. Estamos en un martes de diciembre. A ella no le gusta ese día de la semana. Siempre ha evitado viajar o hacer algo importante en martes. La veo en su cuarto, con una luz muy débil y con la televisión encendida, es ramadán, alguien recita el Corán, ella llama a Keltum, sólo para que esté a su lado. Se queja porque cree que me he olvidado de ella, mi última llamada telefónica es de hace tres días. No me gusta telefonear diariamente. Me esfuerzo en no acostumbrarla a mis llamadas. Se olvida y no sabe cuándo fue la última vez que hablé con ella. Confunde los tiempos, y a veces me confunde con otra persona. Ya no me sorprende. Entiendo esa incoherencia, esos trastornos de su mente, y prefiero no revelarlos ni hacerle notar que delira. Un día, mi hermana se puso a comprobar su memoria, obligándola a recordar los nombres de sus nietos y biznietos. No estuvo bien someterla a semejante examen. Yo también tengo problemas con los nombres. No olvido las caras pero no siempre me quedo con los nombres de las personas que me presentan. Uno puede confundirse, no acordarse de algún nombre, pero eso no es un síntoma de locura o de vejez.

La veo hermosa y joven en la azotea soleada de la primera casa en la que vivimos en Tánger, frente al mar. Ella observa las casas construidas en la ladera del acantilado. Y comenta que cada vez hay más y se dice: «Pobre gente, viven en unas condiciones lamentables». Está rellenita, tiene mucho pecho y es bajita, por ello da la impresión de que ha engordado. No le gusta el viento de levante que se acerca a las costas marroquíes. ¡En Fez no había viento! Está convencida de que su ciudad natal siempre ha estado a salvo del viento. Cuando Tánger se enfada, lo muestra con el viento de levante que limpia todo lo que encuentra a su paso, espanta los mosquitos, aleja los malos olores y el mal de ojo, pone nerviosa a la gente y provoca jaquecas. Mi madre lo teme porque sabe que deberá enfrentarse al mal humor de mi padre.

«Sí, hijo mío, en Fez no teníamos viento, ni polvo, ni gente que se irritaba a causa del mal tiempo, aquí, en Tánger, todo es diferente, ¿recuerdas?, mi hermano menor me decía que Tánger era el país de los cristianos, y consideraba que no estábamos en nuestra tierra, en Marruecos, sino en el país de los fransaui, yo me sentía como una extranjera, es normal, no tenía amigas ni parientes que vivieran en Tánger, echaba de menos Fez, a mi familia, el mausoleo de Muley Idriss. Para mí, Tánger era una ciudad que me había arrebatado todo, mi juventud, mi familia, y no me había dado nada. En ella sólo he vivido disgustos, tu padre estaba siempre de mal humor, su hermano no se portaba bien con él, en fin, todos están muertos, que Dios sea clemente con ellos. He aguantado mucho, yo no decía nada, mi madre me dio una buena educación. Por cierto, la tengo que llamar por teléfono, debe de estar sola ahora en su país… ¿en qué país? ayúdame, ¿dónde está ella? ¿La ves? Telefonéala, dile que estoy enferma y que si el tren se va, ya iré yo dónde ella está, ¿me dices que no hay tren? Ya lo sé que no hay ni tren ni barco pero todos tenemos que elegir algún medio de transporte para ir hacia el rostro luminoso de nuestro Profeta. Voy a rezar. Las imágenes de nuestra llegada a Tánger no me abandonan. Las tengo que sacar para afuera para liberarme de ellas, tú eras pequeño, no sé qué edad tenías, vivíamos en la trastienda de tu tío, él había encontrado un local para echarle una mano a tu padre, y detrás había una vivienda, era sombría, te debes de acordar, pues llorabas a menudo por la noche, tenías pesadillas. Esa casa me agotó. Tánger estaba en aquella época en manos de los cristianos, nunca supe contar en pesetas. Las mujeres del Rif contaban en riales, pero yo no conseguía saber el precio de las cosas, y no entendía por qué la gente no usaba el dinero de Fez».

No, mi madre no está muerta. Puedo telefonearle y me dirá: «Hijo mío, luz de mis ojos, entraña, corazón mío, tú, que siempre te has ocupado de mí, que nunca me has abandonado ni olvidado, tú, que siempre me has socorrido, que sería de mí sin ti, no estaría aquí de no ser por ti, siempre atento, con las manos abiertas, generoso, dispuesto a todo para que yo tenga lo mejor, para que no sufra y para que no me falte de nada, tú, hijo mío, Dios te recompensará como mereces, sé que tu fortuna es tu bondad…».

22

Llego a Tánger unos días antes del final del ramadán. Estamos en el mes de diciembre. En Andalucía padecen inundaciones. En Tánger llueve. El ayuno pone a la gente nerviosa e incluso agresiva, sobre todo al final del día.

Mi madre se niega a comer y a tomarse las medicinas. Dice es ramadán, sólo los infieles se atreven a comer entre el amanecer y la puesta de sol. Keltum le recuerda que está enferma y que Dios perdona a las personas sufrientes que no ayunan. Mi madre se rebela y se niega a alimentarse. ¿Exceso de fe u otro nuevo desvarío? ¿Acaso se ha olvidado de que está enferma del mismo modo que ha olvidado que sus padres, sus hermanos y su marido están todos muertos?

A mi llegada, me recibe sin mostrar entusiasmo. Soy un extraño o alguno de sus hermanos con los que supuestamente está enfadada. No me ha reconocido. Eso me decepciona. No lo manifiesto, no serviría de nada. Le pregunto quién soy. «Pues quién va a ser, eres Aziz, me vienes a ver cada dos días, tu mujer está siempre enferma, tus hijos se han casado sin anunciártelo, ya no pasas por la tienda, estás todo el tiempo con tu mujer en casa, te debes de aburrir un montón…».

Luego se echa a llorar y dice: «Tu tía, mi hermana menor, se ha muerto; vino a verme la semana pasada, gozaba de buena salud, hablaba, se reía, me hizo reír mucho, ¿sabes?, se murió mientras dormía, cenó una sopa ligera, rezó sus oraciones y luego la muerte llegó y se la llevó, qué extraño, todavía era joven, la veo ante mí, está en mis ojos, parece como si fuese a hablar conmigo, no es justo, pero ésa es la voluntad de Dios…».

Estuve a punto de creer lo que me estaba contando. Después de todo, es verosímil. Habló con convicción. Keltum me hace una señal, indicándome que está desvariando. Telefoneo a mi tía a Fez y le pido que llame a mi madre para tranquilizarla, decirle que sigue viva y que está bien. Mi tía se echa a reír y me promete que la llamará enseguida.

La casa está envuelta en tristeza. Era una casa bonita rodeada de un pequeño jardín. No era una casa tradicional pero tenía un encanto como de otra época, de sosiego. Mis padres acababan de mudarse de una casa que daba al mar en lo alto del acantilado del barrio del Marchán. A mi madre no le gustaba por el viento de levante y por los vecinos. En ésta se sentían protegidos. Mi padre decía que era una casa sólida; estaba orgulloso de habérsela comprado al rabino de Tánger.

Estaba en el fondo de un callejón, frente a una pequeña villa de un viejo matrimonio francés. Mi madre los apreciaba porque no hacían ruido y, sobre todo, no tiraban basura delante de su puerta. Le hacía gracia saludarlos en francés y de vez en cuando les regalaba una fuente de pastas de té.

Con el tiempo, las paredes se han agrietado, la pintura se ha desconchado, las tuberías se han estropeado, la madera de las puertas y ventanas ha dado de sí, la casa no estaba bien mantenida. Mi padre no tenía medios para las reparaciones y eso disgustaba a mi madre. La casa era el reflejo del estado de salud de mis padres: todo se deterioraba lentamente y no se podía hacer nada. Incluso mi padre llegó a identificarse con la casa un día que tenía una fiebre muy alta yo también estoy acabado, agrietado por todos lados, las cañerías están atascadas, la cabeza tiene fugas, las piernas apenas se sostienen, me niego a caminar con ayuda de un bastón, pierdo cada vez más vista, me conviene, así no veo las cosas que me molestan, todo se va de mí, soy una casa abandonada, vacía, una casa sin techo, sin puertas, tengo pesadillas, si hubiera tenido dinero habría reparado todo, restaurado todo, habría convertido esta casa en un pequeño palacio, en fin, no soy un rey, sólo un anciano que se desmorona con el peso de los disgustos y del tiempo, ese tiempo cada vez más despiadado, soy una casa que se cae a pedazos… Nada funciona, el teléfono está averiado, data del tiempo de los españoles, hay que estar arreglando constantemente los cables, son tan antiguos que ya ni siquiera se encuentran en la ferretería del Madani que vende de todo, hay que ver cómo el tiempo carcome las cosas en esta casa que se muere conmigo…

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