Me gustaba oír la lavadora, las hormigoneras, las excavadoras, los taladros, la voz repentina de un capataz. Tenía sueño, me sentía exhausto, como si hubiera perdido sangre: todos los mecanismos que funcionaban en torno mío movían los émbolos de un aspirador de sangre que actuaba sobre mí por control remoto. Me estaba convirtiendo, seco, desangrado, en un ser de piedra: empezaba a dejar de oír el ruido de las obras, la lavadora se evaporaba, las sábanas palidecían, dejaban de despedir el olor de la malicia o de la enfermedad. Contaría hasta diez, al alcanzar el diez me levantaría, me ducharía, me vestiría, saldría al exterior a mirar las grúas. Pronuncié la palabra diez, me puse de pie, entré en el baño, abrí el botiquín, encontré las cápsulas celestes con las que tío Adolfo me había dormido. Me tomé, bebiendo directamente del grifo del lavabo, cinco cápsulas. Volví al montón de sábanas sucias, me tumbé y me dormí.
Pero me desperté en mi cama: era muy de noche y, por las ventanas, llegaba la luz de los reflectores nocturnos que iluminaban los trabajos de las cuadrillas. Me asomé al jardín: al lado del Opel -desde que lo sacó del garaje el día en que averigüé que el moribundo del sofá era un impostor, mi hermana lo dejaba al aire libre- había un coche viejo y grande cuya marca yo ignoraba. Luego me enteraría de que se trataba de un Peugeot pasado de moda. Así que mi hermana seguía buscando a mi verdadero padre: ya tenía las cejas y la espalda de tío Adolfo, la voz de Schuffenecker. ¿Qué habría encontrado ahora? Me deslicé silenciosamente hasta la puerta de su dormitorio, pegué la oreja: la puerta era fría y áspera como un filete que lleva días en el frigorífico. Eso sentí: que me aplicaba a la oreja un trozo gigante de carne mientras percibía un roce de paños húmedos, la respiración inaudible de dos ardillas en una jaula, un reloj sobre un plato, la voz amordazada de un desconocido que en plena madrugada tararea una rumba, una risa contenida. En mi habitación, acostado, apagada la lámpara, clavé los ojos en las sombras que los reflectores proyectaban sobre el techo blanco. No me dormiría: observaría a la persona que estaba con mi hermana en el dormitorio, comprobaría qué fragmento de mi padre había encontrado mi hermana ahora.
Me dormí. Cuando desperté eran las tres y veinte de la tarde y el coche desconocido no estaba en el jardín, ni el Opel. Me puse una camisa y unos pantalones encima del pijama, las botas, una pelliza. Me bebí un litro de leche y cogí un puñado de dinero de la caja de tabaco habano en que mi hermana lo guardaba. En un autobús me fui a la plaza Alférez Brizzola, donde terminaba la línea. Otro autobús me condujo a la calle Reinoso. Subía a los autobuses, cerraba los ojos y esperaba el aviso de última parada, de fin de trayecto. Iba de pie agarrado con fuerza a la barra, cara a la ventanilla: quería ver cómo mi cara permanecía inalterable en el cristal mientras los exteriores se sucedían, pero me daba pánico ser siempre lo mismo y cerraba otra vez los ojos. En la Alameda, desde el autobús, descubrí, en el instante en que me tocaban el hombro para que abandonara el vehículo, el Mercedes de Schuffenecker. Lo identifiqué por la matrícula: tengo una memoria excelente para los números y soy capaz, sin contarlos, de adivinar cuántos libros hay en un mueble. A través del parabrisas me di cuenta de que Azores, un portugués, amenazó con una escopeta de caza al dueño de Villa Margarita porque las hojas de los árboles de Villa Margarita caían en el patio de Villa Azores. El chasquido levísimo de la puerta al abrirse y cerrarse me alteró los nervios, como si el portugués hubiera disparado su arma. La espalda apesadumbrada de mi padre avanzaba hacia el Renault de tío Adolfo. Tío Adolfo conservaba entre las manos blandas el paquete de papel negro y plata. Pero, cuando Schuffenecker salió de la casa dos horas más tarde, el vendedor de coches usados tenía también la espalda de tío Adolfo, y el pelo aplastado que el día anterior le había visto a tío Adolfo, y las cejas seguras de tío Adolfo. «Adiós», dijo con la voz de mi padre. Mi hermana lo despedía tras la ventana cerrada de su dormitorio.
Tres días después se presentaron en la casa la nariz, la boca y las manos de mi padre. Era sábado, y yo podía leerle al sofá la enciclopedia de los animales oceánicos y oír la música clásica de la radio y ver la televisión sin voz -me gustaba el zumbido que salía de la televisión cuando se la dejaba sin voz-, libre de la digna malevolencia de mi hermana, preocupada sinceramente por mi vida escolar: los sábados me salvaban de los autobuses, del cuartucho de la depuradora y del callejeo sin fin entre individuos que miraban como si estuvieran dispuestos a atacarme o como si temieran ser atacados por mí, un niño indefenso e inseguro. Alcé un instante la vista del párrafo que me hablaba de los grandes peces sin ojos de las más profundas profundidades, vi en la televisión las banderas tensas y ondeantes al viento, me pregunté una vez más por la identidad del misterioso propietario del Peugeot.
De madrugada me había despertado, me había asomado a la ventana y había descubierto al Peugeot que salía del jardín, se detenía más allá de la cancela, bajaba un hombre envuelto en un chubasquero, la cara semioculta por una capucha. Los focos de las obras revelaban una lluvia silenciosa y tan persistente como la noche misma. Cerró el hombre la cancela de la casa, volvió al Peugeot y encendió entonces los faros: dos columnas de luz se alargaron hacia una montaña de cascotes; los pilotos rojos resplandecían como peces en un acuario iluminado. Cuando el automóvil arrancó, los obreros interrumpieron sus faenas, el brazo de la grúa se inmovilizó, como si saludaran, despidiéndolo, a un príncipe o a un magnate. La parálisis afectaba a todo, salvo al coche que se alejaba. Salí al pasillo; a través de la ventana del fondo llegaba el resplandor de los focos, y me alarmó -la costumbre no impedía mi prevención asustada- la trama de sombras que se dibujaba en el techo y en las paredes. La puerta entreabierta del dormitorio de mi hermana me atrajo misteriosa. Me asomé, sigiloso y secreto, al cuarto oscuro: mi hermana miraba por la ventana, desnuda. La estuve contemplando no sé cuanto tiempo, hasta que advirtió mi proximidad, la de un ser callado y concentrado en una oración. Sin volverse hacia mí dijo: «Acuéstate.»
Ahora bajaba del dormitorio -se levantaba de la cama bien pasada la hora de la comida: perder el almuerzo, según ella, le servía para conservar la línea estilizada-, rutilante en un primaveral vestido de piqué rosa con una rebeca celeste: parecía una empleada encantadora de una pastelería-heladería moderna. Desde hacía días utilizaba cosméticos caros, cosméticos que, aplicados, no se percibían pero provocaban efectos admirables. Las listas de sus jerseys hacían juego con las listas de sus calcetines. Desayunaba piña mojada en zumo de naranja, y no renunciaba al café con tostadas. La tarde anterior había despedido con pretextos a tío Adolfo y a Schuffenecker y había salido con un coronel cuya nuca, bajo la gorra reglamentaria, me recordó inmediatamente a la nuca de mi padre: era impresionante observar la nuca del coronel, mientras mi tío hablaba frente a mí, aconsejándole a mi hermana que fuera con él a visitar a tía Esperanza; era como ver una nuca que coronara el pecho de un hombre, no la espalda. Rogaba Schuffenecker que mi hermana le concediera una nueva entrevista de trabajo, y yo conseguí llevar al coronel junto a mi tío, hombro con hombro: me resultó un consuelo unir aquella nuca y aquella espalda paternas, mientras resonaba la voz que Schuffenecker le había robado a mi padre.
Se sentó mi hermana a mi lado, me tomó de la mano, me dijo: «Me gusta oírte leer.» Y entonces llamaron a la puerta. Dejé el fascículo de la enciclopedia, miré por la ventana: un taxi se iba sin ruido en medio del ruido de las taladradoras; un caballero esperaba sobre la alfombrilla de caucho con una caja de tarta en las manos: reconocí aquellas manos. Eran las manos de mi padre. Y la boca y la nariz, bajo la mirada levemente estrábica y azul, pertenecían también al rostro de mi padre. Mantenía las manos sobre las piernas cruzadas con elegancia anglosajona, hablaba pausadamente acerca de una antigua relación profesional con nuestro padre, dijo que se encontraba muy interesado en las actividades de mi hermana. La alusión a las actividades de mi hermana me pareció muy enigmática. Pero me gustaba seguir los movimientos de una boca que me era familiar, y de la que salía la voz lenta, casi retardada, como si el hombre no fuera real, sino una imagen de película en la que hubieran sincronizado mal la banda sonora. Y resultaba confortable que el habitual estruendo de las máquinas no repercutiera en el tono de su voz: parecía que toda su vida hubiera vivido en la casa, sometido al fragor de los barrenos, acostumbrado al yeso y al cemento que flotaba en el ambiente: la nariz aguantaba impertérrita, sin un estornudo. La caja de la tarta vibraba casi imperceptiblemente sobre la televisión. Un médico conversaba, en la pantalla muda, con una agonizante conectada por las venas a tubos, bombonas y aparatos. La agonizante mostraba un ánimo y un color excelentes.
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