Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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Charlie, el tío de Terry, era lo suficientemente realista como para asegurarse de que el chico tomase otro trabajo de aprendiz. Charlie había sido el que había animado los intereses futbolísticos de Terry desde que se escapó de los asesinatos y el suicidio de Chris Morris. Charlie sabía de fútbol.

– El juego más hermoso, Terry. Hay más decepciones en ese bello deporte que en la misma vida. Consigue un oficio.

No era tan fácil, especialmente con una sola mano, y después de que Terry hubiese sido rechazado en varios trabajos de aprendiz que contemplaban la manipulación de herramientas, Charlie pidió varios favores y consiguió que aceptaran a Terry en el taller de pintura de la fábrica de coches.

Mientras tanto en el hogar de Sam se produjo un anuncio.

– No sé qué decir -dijo Sam.

– Bueno -dijo Connie-, estamos tan sorprendidos como tú.

– ¿Qué…? -dijo Sam-. ¿Cuándo…? Justo se abstuvo de decir: «¿Cómo…?».

– En febrero -dijo Connie-. Será por febrero.

– Escucha -intervino Nev, que también estaba de algún modo agitado-, no era algo que esperáramos, pero ahí está y así son las cosas. Así que estamos encantados. Eso creemos.

– Lo estamos -lo corrigió Connie.

La duende se le apareció a Sam aquella noche. Llevaba un gorro azul pálido, como una flor.

– ¿Qué te parece esto? -dijo-. He pensado que tiene un aspecto tradicional. Para un duende.

Sam miró más de cerca y vio que era un jacinto gigante. Ella movió la cabeza de lado a lado.

– ¿Y bien? Quizá debería llamarme algo así como Hierba Dospeniques. Lo tengo como recuerdo de aquella tarde que estuviste con Alice en el bosque.

– Tuviste que estropear aquel día, ¿verdad?

– Admito que estaba mirando. Aunque ya te previne. Dije que aquello traería problemas.

– ¿Problemas?

– ¿Qué te ocurre? ¿No sabes contar? Tu madre ha dicho febrero. Así que, mayo, junio, julio…

De repente Sam comprendió. El condón robado. Saltó a la cama con los dedos presionados contra la sien mientras la duende contaba los meses de manera exagerada.

– Espero de verdad que sea una niña -dijo la duende.

Sam de repente alzó la mirada a través de los barrotes de sus dedos.

– ¿Qué quieres decir?

– Pronto te marcharás. Te irás. Y me dejarás atrapada aquí. Me lo pasaría mucho mejor con una niña. Empezaría antes de lo que lo hice contigo. Las mujeres son mucho más susceptibles. Se las seduce fácilmente. Podría crearla. ¡Qué ganas tengo de que sea una niña!

Sam creyó que le iba a reventar la cabeza. No veía manera de evitar que la duende se aprovechara de un recién nacido. Le horrorizaban las implicaciones de lo que había hecho.

– ¡Oye! -dijo ella de repente-. ¡Tu padre no tiene problema ninguno en que se le empine! ¡No como tú! ¡Tu viejo se folla a tu madre y la deja con los dientes temblando! ¡Jajá!

Sam saltó de la cama y apuntó de manera agresiva al rostro de la duende.

– ¡Paranoia! -gritó, y ella desapareció.

Sam y Clive pasaron a bachillerato. Sam estudiaba física, química y biología. Se detectó que el genio de Clive había disminuido. Lo habían persuadido para que durante las vacaciones de verano hiciera los exámenes preuniversitarios de matemáticas aplicadas y matemáticas puras, y aprobó con tan solo un notable en lugar de sobresaliente. Aún él y su padre estaban de acuerdo en resistirse de manera tozuda a la presión que recibía para ir antes de tiempo a Oxford o a Cambridge. La experiencia Epstein los había asustado a los dos, y Eric Rogers se mostraba inflexible en cuanto a que la educación de Clive no se acelerara más allá de lo normal. A pesar de ello, estaba previsto que Clive hiciera cuatro exámenes más hasta un total de siete, mientras que Sam haría tres. Al igual que Terry, se dejaron el pelo largo, llevaban abrigos del ejército de segunda mano y parecían más deprimidos que nunca.

Continuaron ayudando a Ian Blythe con el club de folk de Redstone. El estar en bachillerato les confería el derecho a llamar a Blythe por el nombre de pila y de poder beber (ya que ahora apenas eran menores de edad) en su presencia. Clive le daba la lata con cambiarle el nombre a club de folk y blues y su palabra contaba a la hora de programar los conciertos. Algunos de los viejos puristas estuvieron en contra del inevitable giro hacia lo eléctrico, pero cada viernes por la noche la sala trasera del Gate Hangs Well estaba atestada de gente.

Por Navidad de ese año presenciaron cómo Blythe cogía una grandísima cogorza. No parecía importarle que tres alumnos del colegio presenciaran el espectáculo que organizó al caerse de la banqueta mientras intentaba tocar una canción entre dos actuaciones. Sam y Clive lo llevaron fuera, donde pronto vomitó. Pero nada que hiciera lo empequeñecía ante los ojos de ellos dos. Se veían forzados a admirar el estilo con el que se limpiaba la boca, tomaba aire y decía: «Que Dios os bendiga, caballeros», antes de volver a entrar para presentar al siguiente invitado.

– Creo que su mujer acaba de dejarlo -susurró Alice, que estaba en su clase de literatura de segundo curso-. Dijo algo cuando leíamos Otelo.

Podían contarle a Blythe la mayoría de las cosas y por normal general, respetaban sus consejos cuando se los daba. En una ocasión intentaron tentarlo con un porro ya liado, pero lo declinó con pesar. Una noche, cuando de nuevo se había bebido unas cuantas pintas de cerveza, pareció como si algo oscuramente amoroso se estuviese formando entre él y Alice. Los otros tres vieron lo que pasaba. Blythe debió notar las expresiones de dolor, confusión y traición en sus ojos, o quizá pensó en su puesto de trabajo. Fuese lo que fuese, de manera evidente se echó atrás.

– ¿Qué pasa contigo y los tipos mayores? -quiso saber Sam mientras Blythe estaba ocupado tocando con la banda.

Ella se quedó pensativa.

– No me conozco lo suficiente como para responder a esa pregunta.

– Conócete a ti mismo -rugió Clive, que había estado escuchando por encima de la cháchara en el bar mientras la campana sonaba con fuerza señalando que era la última ronda-. Eso es lo que estaba escrito sobre el oráculo de Delfos. «Conócete a ti mismo.»

Alice, Sam y Terry se quedaron mirando a Clive durante un rato.

– ¡Que te jodan! -dijeron al unísono.

Hacia finales de febrero, nació la hermana de Sam. Sam fue al hospital con Nev para visitar a Connie y al bebé. Todo lo que Nev pudo decir una y otra vez fue:

– ¡Es una muñeca! Mírala, Sam. ¡Es una muñeca!

Sam estaba de acuerdo. Estaba sobrecogido por la perfección en miniatura de la recién llegada, por el hecho de que el bebé pudiese nacer con uñas, aletas de la nariz, dedos de los pies y orejas, todo ello a una escala milagrosamente diminuta. Era como ver la oración del Señor escrita por primera vez en el reverso de un sello de correos.

También llevaba consigo el peso de saber lo del condón robado. Era imposible que Nev y Connie sospecharan lo más mínimo, pero el hecho de que Sam, por sus acciones y por su intervención, fuese responsable del nacimiento de aquel hermoso ser humano persistía.

– Sam, estás como ausente -decía Connie mientras repartía sonrisas de orgullo al abrazar al bebé contra su pecho-. Decía que tu padre y yo queremos que elijas el nombre.

– ¿Su nombre? Dios. ¡No puedo! Quiero decir, ¿por qué yo?

– Que no te entre el pánico. No tienes que decir un nombre ahora mismo.

Señalaron que había una ligera característica inusual en el bebé.

– Mira -dijo Connie abriéndole la boca con delicadeza al bebé con el dedo-. Ha nacido con un diente.

Sam miró con horror la diminuta boca rosada. Se podía ver la pequeña perla de uno de sus incisivos. Sam se agarró el pelo de los lados de la cabeza.

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