Donna Leon
Amigos en las altas esferas
Título original: Friendo in High Places
Traducción del inglés: Ana Maria de la Fuente
A Christine Donougher
y Roderick Conwary-Morris
…Ah dove
Sconsigliato t’inoltri?
In queste mura
Sai, che non è ricura
La tua Vita.
¿Adónde
tan imprudente de diriges?
Sabe que entre esas paredes
No está segura tu vida
Mozart, Lucio Silla
Cuando sonó el timbre, Brunetti estaba echado en el sofá de la sala, con un libro abierto apoyado en el estómago. Como estaba solo en el apartamento, sabía que tenía que levantarse a abrir, pero no sin antes terminar el último párrafo del octavo capítulo de la Anábasis , porque quería averiguar qué nuevos desastres aguadaban a los griegos en su retirada. Sonó el timbre por segunda vez, dos zumbidos rápidos e insistentes, y dejó el libro abierto, boca abajo, se quitó las gafas, las puso en el brazo del sofá y se lenvantó. Sus pasos eran lentos, pese a la insistencia con que había sonado el timbre. Sábado por la mañana, libre de servicio, la casa para él solo -Paola había ido al mercado del Rialto, a comprar cangrejos-, y tenían que llamar a la puerta.
Sería un amigo de sus hijos, que venía en busca de Chiara o de Raffi o, peor, algún portador de verdades religiosas de los que se complacían en interrumpir el descanso de los trabajadores. Él no pedía a la vida nada más que poder estar tumbado leyendo a Jenofonte, mientras esperaba que su mujer volviera a casa con los cangrejos.
– ¿Sí? -dijo por el intercomunicador, imprimiendo en su voz la hosquedad necesaria para ahuyentar tanto a la juventud ociosa como al celo proselitista de cualquier edad.
– ¿Guido Brunetti? -preguntó una voz de hombre.
– Sí. ¿Qué desea?
– Soy del Ufficio Catasto. Es sobre su apartamento. -Como Brunetti no decía nada, el hombre preguntó-: ¿Ha recibido nuestra carta?
Brunetti recordó haber visto, hacía cosa de un mes, una especie de documento oficial redactado en el embrollado lenguaje de la burocracia, acerca de las escrituras del apartamento o de los permisos de obras anejos a las escrituras, ya no recordaba. Se había limitado a leer por encima la sarta de irritantes frases estereotipadas, volver a meter la hoja en el sobre y dejarlo caer en la gran fuente de mayólica que estaba en la mesa del recibidor, a la derecha de la puerta.
– ¿Ha recibido la carta? -repitió el hombre.
– Ah, sí -dijo Brunetti.
– Pues vengo a hablar de ella.
– ¿De qué? -preguntó Brunetti doblando el cuello para sujetar el telefonillo con el hombro izquierdo, mientras se inclinaba hacia los papeles y sobres amontonados en la bandeja.
– Su apartamento -respondió el hombre-. Lo que le decíamos en la carta.
– Sí, sí, claro -dijo Brunetti, revolviendo sobres y papeles.
– Desearía hablar con usted, si me permite.
Desprevenido, Brunetti accedió.
– De acuerdo -dijo pulsando el botón que abría el portone situado cuatro pisos más abajo-. Último piso.
– Ya lo sé -respondió el hombre.
Brunetti colgó el auricular y sacó varios sobres de debajo del montón. Había una factura de ENEL, una postal de las Maldivas que no había visto hasta ese momento y que se puso a leer, y estaba también el sobre, con el nombre de la oficina que lo enviaba en el ángulo superior izquierdo. Sacó la hoja de papel, la desdobló, la sostuvo extendiendo el brazo para enfocar las letras y leyó rápidamente el texto.
A su vista se ofrecía la misma fraseología impenetrable: «En relación con el estatuto número 1684-B de la Comisión de Bellas Artes»; «Con referencia a la sección 2784 del artículo 127 del Código Civil del 24 de junio de 1948, apartado 3, párrafo 5»; «No obrando en poder de esta oficina la documentación correspondiente»; «Valor calculado según apartado 34-V-28 del decreto de 21 de marzo de 1947». Rápidamente, Brunetti recorrió con la mirada la primera página y pasó a la segunda, donde siguió sin encontrar más que jerga oficial y números. Versado como estaba en la burocracia veneciana por largos años de servicio, sabía que el último párrafo podía darle alguna clave y, en efecto, allí se le informaba de que, próximamente, el Ufficio Catasto se pondría en contacto con él. Volvió a la primera página, pero el significado que pudieran encerrar las palabras seguía escapándosele.
Como estaba cerca de la puerta, oyó las pisadas de su visitante en el último tramo de la escalera y abrió antes de que sonara el timbre. El hombre estaba acabando de subir y ya alzaba la mano para llamar con los nudillos, por lo que lo primero que percibió Brunetti fue el fuerte contraste entre el puño y el joven de aspecto perfectamente anodino que estaba detrás. El recién llegado, sobresaltado por la brusca apertura de la puerta, hizo un gesto de sorpresa. Tenía la cara estrecha y la nariz afilada tan frecuentes entre los venecianos, ojos castaño oscuro y pelo también castaño que parecía recién cortado. El traje que llevaba podía haber sido azul, o quizá gris. La corbata era oscura, con dibujo pequeño e indiscernible. Llevaba en la mano derecha una ajada cartera de piel marrón, que completaba la imagen del típico burócrata con el que tantas veces se había tropezado Brunetti, un ser anónimo, parte de cuya preparación consistía, al parecer, en adquirir la técnica de hacerse invisible.
– Franco Rossi -se presentó el hombre, cambiando de mano la cartera para extender la derecha.
Brunetti la estrechó brevemente y retrocedió para dejarle el paso libre.
Cortésmente, Rossi pidió permiso y entró en el apartamento. Una vez dentro, se paró, esperando a que Brunetti le indicara el camino.
– Por aquí -dijo Brunetti llevándolo hacia la habitación en la que había estado leyendo. Se acercó al sofá, tomó el libro, puso el viejo billete del vaporetto a modo de punto de lectura y lo dejó en la mesa. Con un ademán, invitó a Rossi a sentarse y se instaló frente a él, en el sofá.
Rossi se había sentado en el borde del sillón, con la espalda erguida y la cartera, vertical, sobre las rodillas.
– Ya sé que es sábado, signor Brunetti, por lo que procuraré no robarle mucho tiempo. -Miró a Brunetti y sonrió-. Recibió nuestra carta, ¿verdad? Confío en que haya tenido tiempo de examinarla, signore -agregó con otra sonrisa pequeña; inclinó la cabeza y abrió la cartera. Extrajo una gruesa carpeta azul y golpeteó con los dedos un papel que quería escapar por el borde inferior, hasta volver a tenerlo seguro en su sitio.
– En realidad -empezó a decir Brunetti sacando la carta del bolsillo en el que la había metido antes de abrir la puerta-, ahora mismo estaba releyéndola, y debo decir que el lenguaje me resulta un tanto impenetrable.
Rossi levantó la cabeza, y Brunetti vio en su cara la sombra fugaz de la sorpresa.
– ¿En serio? Creí que estaba bien claro.
Con una sonrisa pronta, Brunetti dijo:
– Sin duda lo estará para quienes, como ustedes, tratan estos asuntos a diario. Pero para los que no estamos familiarizados con el lenguaje o la terminología de su oficina, resulta un tanto difícil de entender. -Como Rossi no decía nada, Brunetti agregó-: Desde luego, todos conocemos el léxico de nuestra propia burocracia, pero no el de la ajena. -Volvió a sonreír.
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