– ¿Por qué estás en ese estado? -dijo Connie con los guantes de jardín puestos mientras pasaba a toda velocidad.
– Olvidé algo.
Corrió escaleras arriba. Su padre estaba en el dormitorio de matrimonio poniéndose una corbata frente al espejo. -Sí, sí -dijo Nev.
Sam murmuró una respuesta antes de bajar hasta su habitación, se sentó en la cama y recuperó el aliento. Era evidente que su padre se estaba preparando para salir. Esperó. Y esperó.
Finalmente Nev bajó por las escaleras. Sam oyó que la puerta se cerraba y escuchó voces en el jardín. Se deslizó en la habitación de matrimonio. Nev y Connie estaban al fondo del jardín hablando de rosas. Si alzaban la vista podían ver el interior del dormitorio. Se puso a cuatro patas y gateó hasta el extremo más alejado de la cama. Deslizó la mano entre el colchón y el somier y recorrió el espacio de un lado a otro. No había nada. Empujó el brazo para llegar más adentro, mientras barría de manera nerviosa. Aún nada. Introdujo la mano en el área más cercana a la almohada y sus dedos atraparon lo que andaba buscando. Sacó el paquete y vio que solo contenía un condón.
Uno. ¿Echaría su padre en falta uno? Por supuesto que sí. De todas formas, se quedó el único condón y devolvió el paquete vacío al lugar bajo el colchón, esperando que Nev creyese que se había equivocado.
– No es una buena idea -dijo la duende.
Sam retrocedió por el susto. La duende se sentaba en la cama meneando la cabeza.
– Vete -dijo Sam.
Ella hizo un gesto hacia algo sobre el suelo. Sam bajó la mirada. El barro que tenía en las rodillas de los vaqueros había trazado un camino de suciedad sobre la moqueta beis.
– ¡No, no, no, no, no!
Se puso en pie y corrió al cuarto de baño. Volvió con un trapo húmedo e intentó limpiar el rastro ligeramente brillante que parecía haber dejado un enorme caracol.
– Esto va a causar muchos problemas -insistió la duende-. Para nosotros dos. Las consecuencias de esto van a ser enormes.
Sam acabó de limpiar el desastre. Apuntó con un dedo a la duende y dijo:
– Paranoia.
Sorprendentemente, la duende desapareció al instante.
Corrió por el camino preguntándose si Alice aún estaría allí. Su madre lo llamó.
– ¿Adónde vas?
– A ningún sitio.
– Bueno pues si no vas a ningún sitio, hay cosas que quiero que traigas de la tienda de la esquina.
– No puedo. Voy a un sitio.
– Acabas de decir…
– ¿Qué? ¿Qué es? -Connie estaba asombrada por su vehemencia-. Lo siento, quiero decir, ¿qué necesitas? De la tienda. ¿El qué?
– He hecho una lista. Está en la cocina.
Sam tomó aliento y corrió de vuelta a la cocina. Allí apoyó la cabeza contra la pared por unos segundos antes de agarrar la nota que había en la mesa. Entonces se marchó de nuevo, y corrió por la carretera al encuentro de Alice.
La encontró sentada sobre una valla cerca de la entrada del bosque mientras fumaba un cigarrillo.
– Estaba a punto de marcharme. Pareces agotado.
– No preguntes -dijo y sacó un condón del bolsillo pequeño del pantalón.
Alice parecía como si se lo hubiese pensado dos, o incluso tres y cuatro veces en el tiempo que había pasado. Casi con cansancio tomó a Sam de la mano y lo condujo a los bosques. De nuevo era el tiempo de los jacintos. Brillaban como charcos de agua poco profunda entre los árboles.
No le gustó la dirección en la que lo conducía, aunque refrenó cualquier protesta. Cuando se detuvo en un lugar apartado, Sam tuvo la desagradable impresión de que se encontraba muy cerca de los restos mortales y presumiblemente putrefactos del explorador muerto. Aun así, no dijo nada. Los árboles los rodeaban para ser testigos del acto. Había arbustos enredados que se arremolinaban, montones de hojas y nuevos brotes perfumaban el aire, los jacintos repicaban con un coro de colores.
Alice se quitó los vaqueros, los dejó en el suelo entre algunos brotes altos, y se sentó sobre ellos. Entonces se quitó las bragas y presionó las rodillas con timidez. Sam se quitó los suyos. Su erección se balanceaba con furia, habiendo encontrado por fin una salida de los calzoncillos. Se besaron. Alice colocó la mano sobre su erecta polla, y él creyó que iba a eyacular inmediatamente.
– No te corras -dijo Alice retirando la mano-. No te corras todavía.
Estaba hipnotizado por el triángulo de vello púbico color nuez que estaba al final de sus largas y delgadas piernas, cerca de su cremoso y plano vientre. Detectó la fuente de donde procedía el perfume que lo había tenido colgado desde el primer día en que ella chocó contra él en la fila del autobús escolar. Se retiró los calzoncillos. Entonces recordó el condón. Ella lo observó con expectación, sus labios se separaron ligeramente mientras rebuscaba el condón en los bolsillos. Rompió el paquete de papel de aluminio y la goma lubricada se deslizó en su mano.
De repente un pájaro salió de entre la espesura. Sam alzó los ojos. A corta distancia, medio oculta por helechos gigantes, una enorme flor púrpura con forma de trompeta crecía de un tronco hueco, similar o quizá idéntica a la que le mostró la duende. El estambre blanco como un tubérculo se sacudía de manera sugerente en la brisa. Sam desenrolló el condón un poco e intentó colocarlo sobre la hinchada cabeza de su pene. Parecía tener aquella cosa del revés. Alice se relajó echándose hacia atrás y separó las piernas un poco. En la periferia de su visión, el desagradable tubérculo blanco, parecido a la carne, se contoneaba distrayéndolo. La venganza de Tooley, pensó. La venganza de Tooley. Mientras luchaba con el condón, rezó porque su padre no adivinara quién lo había robado. Entonces recordó los restos de barro en la moqueta del cuarto de sus padres e inmediatamente se arrepintió de no haberla limpiado de manera más concienzuda antes de marcharse.
La polla se reblandeció un poco mientras intentaba colocarse el condón del revés, pero el extremo en forma de tetilla no aparecía. El olor del látex era muy fuerte y lo distraía. Pensó en la duende y en el explorador muerto riéndose a sus espaldas, mofándose de su lucha inefectiva. Miró a Alice. Ella alzó las cejas, un gesto que no ayudaba en nada.
Se acordó de la lista de la compra de su madre, y de nuevo pensó en la duende, y por breve tiempo, y de manera sorprendente, pensó en su padre y en su madre copulando. El tubérculo blanco dentro de la flor púrpura se agitaba de manera provocativa. Para entonces la polla se le había ablandado y la goma se negaba a desenrollarse por su pene. Se la quitó y lo intentó de nuevo. Con la cosa a medio desenrollar los resultados fueron peores que antes. Sam se quedó mirando desesperado. El tubérculo blanco temblaba encantado en la brisa, casi como si estuviese siendo agitado por una mano invisible. Derrotado, se quitó la goma y la lanzó a los helechos antes de colocar la cabeza entre las manos.
Alice no dijo nada. Se incorporó y se vistió deprisa. Tras un instante le pasó la mano por los cabellos.
– Ponte los vaqueros -dijo-. Nos quedaremos tumbados juntos un rato.
Y así hicieron, yacer entre el perfume de los helechos y los jacintos hasta que el atardecer se les echó encima, sobre el bosque aromático.
Terry dejó la escuela aquel verano. No estaba muy interesado en los estudios, y la escuela secundaria de Redstone, donde había estado desde los once años, había sido diseñada para asegurar que las cosas siguieran así. La pérdida de los dedos y de la mano izquierda parecía no ser obstáculo para su destreza futbolística, había conseguido entrar en el club de fútbol de Coventry City, y el equipo vecino, el Aston Villa, estaba tanteándolo con un contrato de aprendiz.
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