Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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El legendario Zoot apareció en un Ford Capri alquilado, sin ayudantes, tan solo con una guitarra y un pequeño amplificador que Sam llevó con respeto hasta el bar. Zoot, que aún andaba de gira a los ochenta años, era un hombre delgado, nervudo, con un rostro como de cuero. Tenía un aspecto triste, con grandes bolsas debajo de los ojos, y un desconcertante hábito de llevarse con frecuencia la mano a la boca como si quisiese arrancar algún pequeño e irritante objeto de la lengua. Se presentó una audiencia bastante numerosa, y la ejecución del anciano fue excepcional. Clive, en particular, se hallaba hipnotizado.

Sam también estaba hechizado, pero hacia el final del concierto sucedió algo que lo hizo casi desmayarse. Al presentar la siguiente canción, Zoot Salem pareció fijarse en Sam con particular intensidad. Quizá Sam lo imaginase, pero Zoot parecía mirarlo fijamente cuando, con voz grave y apenas comprensible por su acento sureño, dijo:

– Escribí esta canción hace mucho tiempo. Esta canción se llama La duende.

Zoot comenzó a marcar el ritmo del blues con los pies y a gruñir en el micrófono, haciendo que las cuerdas de la guitarra chirriaran y gritaran a modo de protesta.

Para Sam el sonido desapareció momentáneamente y se sintió totalmente desorientado. Seguramente se había equivocado. Pero no, Zoot tenía un estribillo entre cada estrofa en el que cortaba un acorde, se hacía el silencio y cerrando la boca en el micrófono, gruñía:

– ¡Ey! No es más que un duende, ¡ey!

El público entendió la idea y se unía al estribillo cada vez que sonaba. Pero para Sam era como si Zoot le estuviese hablando a él, incluso burlándose de él. También parecía que el público participaba de la broma, pues se unían a coro entusiasmados cada vez que sonaba la frase. Sintió mucho calor. Necesitaba aire. Tenía que salir.

Sam se sentó en uno de los incómodos bancos parpadeando ante el cielo nocturno. Era una noche despejada. En el cielo brillaba un cuarto creciente de la luna. Marte titilaba, entre naranja y amarillo, cerca de la constelación de Leo. Se sintió mejor. Seguro que la canción no trataba de él, decidió, ya que la habían seguido cantando después de que él saliera del bar. Se quedó fuera un rato, respirando el frío aire nocturno, y oyó una cerrada ovación cuando Zoot acabó el concierto. Alice salió mientras Zoot tocaba un bis.

– Aquí estás. -Se sentó junto a él y posó una mano en su brazo.

– Aquí estoy.

– ¿Qué ocurre?

Sam se tocó un lado de la cabeza.

– Es esta. No anda bien.

– Sí. Esa cabecita tuya es un problema.

– No te burles de mí.

– ¿Por qué no me lo cuentas? ¿Por qué? Nunca me cuentas nada.

– Es demasiado… es muy largo de explicar.

Quería decirle que era demasiado aterrador como para hablar de ello. Pensó que algún día se lo contaría. Pero no aquella noche. Alzó los ojos hacia el cielo.

– Las estrellas brillan mucho hoy.

– Cambia de tema, venga.

La miró a los ojos.

– Te quiero, Alice. Pero eso ya lo sabes.

Los ojos de Alice inspeccionaron su rostro. Entonces se levantó.

– Vamos dentro. Dame la mano.

Zoot iba por el tercer bis. La velada había sido todo un éxito. La dueña estaba haciendo buena caja, el club marchaba de lo lindo. Después de que Zoot se negara a hacer un cuarto bis, y de que los asistentes se movieran hacia la barra para pedir un último trago, Sam fue a ayudar al viejo músico con el equipo. Necesitaba acercarse al hombre.

– ¿Por qué escribió esa canción?

– ¿Qué canción?

– La duende.

Zoot puso una enorme mano como de cuero sobre el hombro de Sam, ladeó la cabeza y chasqueó los labios.

– Bueno, estaba soñando… umm, umm. Así es. La duende vino a llevarse mi diente. Yo dije que no, que no se lo llevaba… «Nada de eso. Ese diente es mío.» Escribí la canción. ¡Ja, ja, ja!

Sam miró al anciano. Entonces Zoot fue acosado por admiradores que empujaban para hablar con él. Antes de girarse dijo:

– Muchas gracias, joven, por llevar mi guitarra.

– ¿Qué dijo? -Clive estaba deseoso de saber-. Cuéntame lo que te dijo.

– Nada.

– ¡Vamos!

– Simplemente dijo que él escribió la canción.

37. Condón

– De hecho, Sam, no eres la primera persona en creer en duendes. Sir Arthur Conan Doyle también creía. Tú y él os llevarías genial. Incluso escribió un libro sobre el tema.

Nunca había visto a Skelton tan demacrado, tan exhausto. Le mencionó que se acercaba su jubilación, y Sam había notado cierta desidia en él recientemente, cierto desorden en el despacho que no era evidente cuando visitó por primera vez a Skelton años atrás. La señorita Marsh, su fiel secretaria, últimamente había adoptado cierto aire de paciencia exasperada. Skelton parecía un hombre que, en algún momento, había perdido la fe y no sabía por qué.

Sam era lo suficientemente mayor como para entender que mientras que él tenía a la duende, Skelton también se veía martirizado por sus propios demonios y que estos salían de una botella llamada Johnny Walker. La bebida nunca hacía que Skelton perdiese la atención, nunca lo inutilizaba, pero su rostro estaba ahora permanentemente enrojecido, y los ojos tenían un color amarillento. También era menos discreto en cuanto a beber en el despacho si le apetecía. Había dejado de disimular. Era decepcionante que los planes del interceptor de pesadillas hubiesen sido olvidados.

– Le timaron, a Conan Doyle, ¿sabes? Dos chiquillas falsificaron una fotografía de hadas y él se la creyó. ¿Quién lo habría imaginado? Un tipo tan listo como Conan Doyle.

– La he visto. Es basura. Cualquiera puede ver que la foto es falsa.

– Conan Doyle no pudo. Porque creía, Sam. Tenía fe, y si tienes fe puedes ver cualquier cosa. Dios. Comunismo. Duendes. Psiquiatría. Todos falsificamos nuestras propias fotografías, ¿entiendes? Y parece que cuanto más listos somos, más evidentes son las falsificaciones que aceptamos sin dudar.

– Mire -protestó Sam-, sé a lo que se refiere. Pero los duendes no se parecen a las hadas de alas ligeras y que tienen nombres como «Guisante» o «Mermelada».

– Una corrección. La tuya es la que no corresponde al estereotipo.

– Pero si se lo estoy intentando decir, la están viendo otras personas y se están viendo afectados por ella. Mi padre la vio en el coche con Derek. A Alice le dio un puñetazo en la cara. Terry la vio a través de mi telescopio. Y después Terry y Clive vieron…

– ¿Vieron el qué?

– Nada.

– Ya te he hablado de ese «nada».

Sí que lo había hecho. Le había enseñado a Sam que cuando la gente dice «nada», es siempre para ocultar un «algo» tremendamente importante.

– Clive y Terry la vieron un día que estábamos en el bosque.

– Te estás guardando algo.

– Ya se lo conté en una ocasión. Usted despreció lo que le conté. Skelton mostró los dientes y rebuscó en su memoria. Meneó la cabeza lentamente de lado a lado. Entonces de repente recordó.

– ¿El explorador muerto? ¿Estás hablando del explorador muerto? Sam asintió.

– ¿Recuerdas cuando venías aquí y hacías dibujos de tumbas, murciélagos y cosas así?

– Esto no es igual. -Sam sabía que discutir era inútil.

Toda su relación con Skelton había sido como caminar por una sala de espejos donde las ilusiones y la realidad se reflejaban de manera infinita. Los exploradores muertos no se diferenciaban de los duendes en la visión que tenía Skelton del mundo de Sam.

– Sam, te lo voy a decir, me preocupas. Ahora estoy más preocupado por ti que nunca antes. Nunca te he puesto ninguna etiqueta. Evito los términos psiquiátricos porque son como una especie de conjuro que hacen que la gente no tenga que pensar más. Pero durante todo este tiempo había pensado que esta proyección que tienes era inofensiva, jodida, supongo, en tu forma de hablar, pero inofensiva. Ahora estás empezando a mostrar signos de paranoia. ¿Sabes lo que es eso?

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