Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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– Creo que sí.

– Eres un muchacho listo, Sam, siempre lo has sido. Por ejemplo, mira la historia que me contaste sobre el músico anciano. ¿Puedes ver cómo tu mente elige una coincidencia y sigue elaborando a partir de ella? Es un patrón al que te debes resistir.

»Esperaba que cuando me retirara el año que viene pudiese cerrar tu caso sin tener que pasarte a otro psiquiatra. Ahora no estoy tan seguro. Quizás ayudaría otra cabeza. El caso es que eres condenadamente diferente a cualquier otro caso que yo haya tenido, soy el primero que admite que me tienes perplejo.

– Lo siento.

– No digas eso. Me preocupo por ti, Sam. De verdad.

Sam alzó la mirada hacia el maltrecho y viejo rostro que lo observaba desde el otro extremo del escritorio. Creyó a Skelton.

– Esta vez no me ha preguntado.

– ¿Preguntarte el qué?

– Sobre Alice.

– ¡Aleluya! ¿No me digas que ya lo has hecho? ¿No has consumado el acto?

– No.

– ¡Por Dios santo!

– Simplemente es que no había preguntado, y siempre lo hace.

– He perdido la fe en ti en ese apartado. -Dio golpecitos con el lápiz sobre el tapete del escritorio-. Por cierto, ¿le has contado alguna a vez a Alice lo de tu duende?

– No.

– Quizá deberías intentarlo.

– Pensaría que estoy loco.

– ¡Imagínate!

– Se reiría.

– Inténtalo.

– ¿Por qué?

– Se me acaba de ocurrir. La niña que engañó a Conan Doyle con la fotografía se llamaba Alice. Si ella pudo engañarlo para que viese duendes, quizá tu Alice pueda engañarte para que no los veas.

– Paranoia -dijo Sam.

– Sal de aquí, jovencito insufrible. Y ten cuidado por dónde vas.

Sam cada vez estaba más tiempo a solas con Alice. Clive, que después del concierto de Zoot Salem se mostraba bastante disgustado por no haber nacido negro, como si la naturaleza le hubiese denegado malévolamente su legítima herencia genética, pasaba más tiempo visitando mercadillos, puestos de segunda mano, y ferias de coleccionistas, desenterrando álbumes raros y singles de pizarra a setenta y ocho revoluciones. El fútbol ocupaba todos los fines de semana de Terry; jugaba con el club de fútbol de Redstone los sábados (pues de nuevo su posición era favorable con la llegada de un nuevo entrenador) y las tardes de los domingos jugaba para el Gate Hangs Well en la liga de bares, donde brillaba en comparación con hombres barrigones que usaban como combustible cinco pintas de cerveza y veinte cigarrillos antes del encuentro.

De modo que, como tenía tiempo, Sam se lo contó a Alice. Y al contárselo, no se guardó nada.

– Estás loco -dijo Alice.

– Probablemente.

Estaban en casa de ella. La madre de Alice estaba en su habitación con las cortinas echadas, descansando, lo que significaba que estaba soportando una resaca ciclópea.

– Lo digo en serio. Estás como una cabra.

– Le dije a Skelton que no debía decírtelo.

– No, me alegra mucho que lo hayas hecho. De repente, muchas cosas se aclaran. ¿Qué dice Skelton que deberías hacer?

– Ha intentado de todo. Sobre todo hablar, decirme que no me entrara el pánico cada vez que apareciese. En una ocasión me dio unas pastillas.

– Para que estuvieras tranquilo.

– Bueno, con todos vosotros alrededor… De todas formas, las pastillas lo que hicieron fue rodear todo de una neblina algodonada y la duende aún se me aparecía. Skelton también me dijo que debería buscarme una chica para hacerlo con ella. Dijo que era lo mejor que se podía hacer.

– ¿Qué? ¿Dijo que hacerlo con alguien haría que la duende desapareciese? ¡No te creo!

– Es verdad. Bueno, para ser justos, dijo que ayudaría. Eso es todo. Dijo que ayudaría.

– Me parece que te lo estás inventando.

– No. En serio. Me lo explicó. Es como un veneno si se queda atrapado.

– ¿El qué?

– El sexo. Se queda todo bloqueado y te destroza el cerebro. Algo así. De todas formas, no lo entendí demasiado bien.

Alice lo observó con ojos fascinados y horrorizados. Extendió la mano y le pasó los dedos por la barbilla. Entonces miró la moqueta mientras pensaba. Sam estaba a punto de hablar cuando Alice se puso en pie, salió de la habitación y anduvo de puntillas por el rellano de la escalera. Miró dentro de la habitación de su madre que roncaba antes de cerrar en total silencio la puerta. Por fin volvió y cerró la puerta de su dormitorio.

Se quedó de pie junto a Sam con aspecto serio. Tenía las mejillas sonrojadas, los ojos muy hundidos. -Jura que no te lo estás inventando para así poder follarme. -Lo juro -graznó Sam.

Alice asintió. Entonces elevó la camiseta blanca por encima de la cabeza y la tiró a un lado. No llevaba sujetador, y sus pequeños senos temblaban ligeramente allí de pie junto a él. Respiraba profundamente, sin apartar la vista de él ni un segundo. Su piel tenía un lustre cetrino. Había un pequeño lunar debajo de uno de los pechos.

Dios mío, pensó Sam, va a permitirme hacérselo por pura bondad. Por pura bondad.

Alice se arrodilló junto a él y lo besó. Mientras lo besaba, Sam se quitó las gafas. Le tocó los pechos, y los oscuros capullos de sus pezones se endurecieron bajo sus dedos. La polla se le puso dura en los vaqueros, intentando forzar una ruta de escape a través de la dura tela. Rápidamente se quitó su propia camiseta y el dulce y penetrante olor de su piel le hizo casi desmayarse. Ella lo abrazaba. Estaba rodeado por la esencia de Alice, esa firma totalmente personal tan suya que lo había enganchado hacía tanto tiempo. Estaba peligrosamente excitado y a la vez paralizado por la excitación mientras ella jugueteaba con el botón de sus vaqueros.

Hubo un movimiento en la habitación contigua, y un crujido de tablas. Alice saltó hacia atrás y agarró la camiseta. La puerta del cuarto de baño se cerró, y siguió el raspeo del pestillo. Alice suspiró y se volvió a colocar la camiseta.

– Aquí no. Tendremos que encontrar otro lugar.

Sam se puso a toda prisa la camiseta y las gafas mientras la miraba.

– Mamá, salgo un rato afuera -gritó Alice a través de la puerta del cuarto de baño.

Como toda respuesta se oyó un pequeño gruñido. -Vamos.

Era un cálido día de primavera. Anduvieron con los brazos entrelazados desde la casa de Alice, sin hablar, sobrecogidos por la anticipación, sus cerebros empañados por una expectación concentrada.

De manera inevitable, gravitaron hacia el estanque, donde los arbustos y hierbas que salían de la arcilla en la orilla ofrecían un buen escondite. Pero allí había un grupo de niños lanzando piedras al agua. Sam suspiró.

– El bosque -dijo Alice.

Sam se rascó la cabeza.

– No me gusta el bosque.

– ¿Dónde más? -Su pregunta parecía decir «¿quieres o no?»

Se encogió de hombros y avanzaron hacia la línea de árboles.

– Por cierto, ¿tienes eso?

– ¿Eso?

Ella lo agarró del abrazo y lo detuvo en seco.

– No quiero quedarme preñada. Se quedó con la boca abierta y de repente comprendió.

– Sustancia ligera y delicada. Flota con la brisa y sobre la hierba. Algo delicado. Gasa suave.

– ¿Qué?

– Telaraña. No.

– Joder. Tenía uno en mi habitación. No lo cogí. Sam tuvo una idea.

– Estamos más cerca de mi casa. Sé donde hay.

– Sam, no voy a ir a tu casa y a hablar con tu madre mientras consigues una goma.

Temió que estuviera cambiando de idea.

– Espera aquí. Iré a cogerlo. Iré corriendo.

– ¡Oh, Dios! -dijo Alice.

Sam ya se alejaba corriendo por la carretera. De camino a casa intentó atajar por un campo. Subió por una escalera, se deslizó y clavó una rodilla en una especie de barro negro. La espesa y gruesa tierra se le pegó a los pantalones.

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