– Nunca me di cuenta de que me agarraba a ti. Al menos hasta aquella vez en tu mundo, cuando por fin me entregué.
Extendió la mano bajo la cama y alcanzó el reloj del interceptor de pesadillas. Lo alzó con cuidado, los cables colgando. El sensor de cocodrilo estaba almohadillado con algodones.
– Y tengo una hermanita de la que ocuparme. Después de todo, ayudé a crearla. Y aunque me vaya, ella te ataría a este mundo, ¿verdad? Entiendes que te tenga que dejar marchar, ¿a que sí? Por Linda Alice. No puedo permitir que ella pase por todo esto.
La duende estaba dormida.
– Me dijiste cómo podía hacerlo cuando insistías en que tú no eras mi sueño, sino que yo era el tuyo. Lo que pasaba es que no escuchaba con atención. Y esta noche Chris Morris me ha mostrado cómo hacerlo.
Abrió el muelle de la pinza de cocodrilo y la cerró con cuidado, no sobre su propia nariz, sino, esta vez, sobre la de la duende.
– Durante todo este tiempo he tratado de despertarme de una pesadilla. Pero me equivocaba. Es hora de permitirte que te despiertes tú de la tuya.
Se removió ligeramente pero no se despertó. Sam, con cuidado, extendió los cables y colocó el despertador en la mesita de noche. Entonces posó la cabeza en la almohada y la sostuvo hasta que se quedó dormido.
Por la mañana se despertó y vio que la pinza del interceptor de pesadillas estaba en la cama, los cables se extendían por la almohada donde había estado la cabeza de la duende. Aún se podía ver la huella de su cuerpo sobre el colchón. Su perfume seguía en la almohada. Creyó haber oído el despertador sonar en mitad de la noche. La ventana de la habitación estaba firmemente cerrada.
Supo que nunca más vería a la duende.
La tarde siguiente Sam estaba haciendo la maleta, preparándose para su partida por la mañana. Connie revoloteaba a su alrededor mientras planchaba camisas, cosía botones, doblaba pantalones.
– Astrofísica -decía una y otra vez mientras hacía cosas-. Astrofísica.
Como si acabara de descubrir que le agradaba el sabor de aquella palabra en la boca.
Sam ya se había despedido de Clive por la tarde. Había partido hacia Oxford un día antes. Todos habían estado en casa de Terry antes de que Clive se fuera, y todos se prometieron escribir y seguir en contacto. Londres sería el lugar de un encuentro por todo lo alto, ya que tanto Sam como Linda ya estarían allí, y a Clive le caía cerca. Su entusiasmo sobre la perpetuación de los Depresivos de Redstone casi sobrepasaba el sentimiento oculto de que el grupo finalmente se disolvía.
Sam contó el secreto de Clive de haber pintado las paredes muchos años atrás. Clive lo negó en voz alta, pero solo cinco minutos, y sobre todo porque Dot y Charlie estaban presentes. Finalmente lo admitió. Charlie le preguntó inocentemente por qué lo había hecho.
– Era como una tormenta de ideas -dijo Clive.
– Depresión -dijo Sam.
Alice, que había sido la principal sospechosa durante todo aquel tiempo, agitó la cabeza sorprendida. Entonces, entre fuertes risas, les contaron a Dot y a Charlie la historia del explorador muerto, y ahora fue el turno de que Charlie agitara la cabeza.
– Estáis para que os encierren -fue su único comentario.
Entonces Clive tuvo que irse, y Dot se secaba los ojos mientras Charlie le decía que no fuese tonta. Sam no se quedó mucho más. Alice y Terry habían prometido ir con él a la estación por la mañana, y él les dijo que tenía que hacer la maleta, pero la razón principal de seguir a Clive era porque no soportaba las despedidas.
Linda lo detuvo en la puerta y le plantó un beso especial en la mejilla.
– Ya no estoy preocupada por ti -dijo.
– ¿A qué te refieres?
– Quiero decir que siempre me ha preocupado más lo que te pasaba a ti que a los demás. Extraño, ¿verdad? Todo te irá bien.
– Gracias -dijo con ironía.
Ella le colocó la mano en la mejilla y lo dejó marcharse.
Más tarde, solo e intentando desprenderse de su estado de ánimo, Sam fue hasta el estanque, como siempre había hecho. Quería que el tiempo pasara. Necesitaba escapar de la gente, el afecto de los demás era lacerante debido a su intensidad. Al acercarse al estanque, pensó en las veces que se había visto atraído hasta aquel lugar. Aquella apertura en la tierra siempre había estado allí y siempre le había hablado de algún modo, aunque con una voz cada vez más débil. Recordaba con alegría los días en los que el estanque parecía extenderse, al menos para un niño, como un océano sobre la tierra.
Ahora el estanque era una pobre reducción de su antiguo ser misterioso y lleno de vida. Mientras estaba en la orilla y suspiraba, algo flotaba en el agua serena, algo escamoso que le llamó la atención. Era el cadáver de un lucio. El pez muerto tenía unos dos metros. No sabía nada de la vida media de los lucios, pero pensó que no podía ser la misma criatura que había arrancado dos dedos de los pies a Terry mucho tiempo atrás. En cualquier caso, aquel lucio original había sido un monstruo, o así le había parecido entonces. No podía ser que aquel rey de una tierra mitológica hubiese quedado reducido a aquello.
– O quizá -pensó en voz alta- el estanque se te quedó muy pequeño.
El lucio, muerto en el agua, no respondió.
Sam se fue a casa. Pensó sobre ello mientras metía las últimas cosas en la maleta. Pensó en tres niños correteando libres temprano por la mañana, recolectando telarañas de un seto cubierto por una neblina perlada.
– ¿Te vas a llevar esto? -Connie estaba al lado de la ventana. Las cortinas del dormitorio estaban abiertas y la luz de la tarde entraba. Detrás de ella brillaban las primeras estrellas.
– Perdona, mama, estaba ausente.
– He dicho que si te vas a llevar el telescopio. ¿Lo necesitarás en Londres?
– No. Hay demasiada contaminación lumínica allí. Las estrellas se pierden, mamá, se llama pérdida de estrellas. Es una condición de…
– Como quieras. -Connie se giró y se ocupó de la maleta.
Sam se acercó al telescopio. Estaba en un ángulo bajo. Miró por el ocular. El telescopio apuntaba a Sirio. La enorme y mítica estrella parpadeaba en el atardecer, brillante, iridiscente sobre la lente, inasible, imposible de conocer, y aun así generaba un placer infinito gracias a su singular capacidad de brillo.
***
[1]N. del t.: The Tooth Fairy, «el hada de los dientes» o «el duende de los dientes», que da título a la novela, es, dentro del folclore anglosajón, el equivalente a nuestro «Ratoncito Pérez». Es obvio que no tendría sentido traducirlo por su homónimo español pues añadiría tintes humorísticos innecesarios y no daría fe del ser, ese duende, que se mostrará fundamental en el desarrollo de la trama. Optamos por dejar duende a lo largo del texto.
[2]N. del t.: Cuentan que el señor de Coventry decidió subir los impuestos a sus vasallos; lady Godiva, su esposa, se puso de parte de estos, y su marido la echó a cabalgar desnuda por el pueblo a cambio de no subir los tributos. Ella lo hizo, y en agradecimiento, todos apartaron la mirada a su paso, excepto Tom, al que dejaron ciego por su osadía. Desde entonces, un «peeping Tom» es un mirón en lengua inglesa.