Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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– Que te jodan -dijo Sam.

– Que te jodan a ti, cara cortada.

– No, que te jodan a ti.

– ¿Se supone que eso es una muestra de ingenio en vuestra pandillita? -dijo Alice.

Los tres chicos la miraron, como si todos quisiesen decir lo mismo y ella se lo hubiera arrebatado.

– No somos una pandillita -dijo Clive. -Sí, una pandillita de exploradores.

– Igual que tú y tu club de ponis. Con sus Deborahs y Abigails.

– Y Jemimas -apoyó Terry.

– Ella sabe quién destrozó la cabaña de equitación -dijo Sam.

– ¿Quién fue? -dijo Terry.

Alice entrecerró los ojos mirando a Sam.

– Lo sé. Pero no lo voy a decir. Comparte los pitillos, Sam.

Sam sacó el paquete y lo ofreció con una indiferencia desesperada. Clive y Terry tomaron uno cada uno.

– Y bien, ¿cómo le llamáis a vuestra pandillita?

– Somos los Chicos del loquero -dijo Terry.

– No -cortó Sam rápidamente-. Eso era en el pasado.

– O los Depresivos -dijo Terry-. Así nos llama mi tío Charles. Los Depresivos.

– Eso cuadra -dijo Alice-. Los Depresivos de Redstone. Sam estaba a punto de protestar cuando Clive soltó una risa triste. -Sí. Eso somos nosotros. Los Depresivos de Redstone.

Entonces tiró otra piedra al estanque pero con más cuidado esta vez.

– ¿Qué hay que hacer para unirse? ¿Llevar pantalones cortos? ¿Hacer un nudo marinero?

– Desnudarse y lanzarse al estanque -dijo Terry-. Para ser miembro de pleno derecho.

Alice se levantó y comenzó a quitarse la chaqueta.

– Vamos, entonces. Lo haremos juntos.

Terry parecía poco dispuesto.

– Tienes que chuparme la polla -dijo Clive.

– Vale. Te chupo la polla mientras tú se la chupas a Sam.

– ¡Ja! -rió Terry mientras señalaba con el dedo a Clive-. ¡Ja!

– Nada más que palabras -dijo Alice-. No hacéis más que hablar. Haré cualquier cosa que hagáis vosotros. Pero ese es el problema. Que no vais a hacer nada.

– No hay que hacer nada -dijo Sam con tono ácido-. Tan solo hace falta estar como una puta cabra.

– Bien. -Se quitó la chaqueta vaquera y se la lanzó a Sam-. Ahora devuélveme la cazadora. Tengo que irme.

De mala gana, Sam le pasó la chaqueta a Alice. Ella se la puso, avanzó a través de los arbustos y desapareció, dejando tras de sí un silencio único, un silencio que vibraba como el agua tras tirar una piedra a un estanque.

– ¿Quién es? -dijo Terry tras un,rato. -Alice -contestó Sam.

20. Depresión

A la mañana siguiente, el primer día de las vacaciones de Navidad, Sam estaba en la cama consultando un diccionario.

Telaraña.f. Sustancia ligera, vaporosa; las redes de pequeñas arañas que flotan en el aire o sobre la hierba; un hilo de estas; algo muy ligero; gasa delicada.

Oyó que alguien llamaba a la puerta trasera en la planta de abajo. Tras un rato su madre llegó a la habitación. -Te busca Terry.

Sam se vistió, fue al baño, se pasó una toallita húmeda por la cara y bajó aún parpadeando. Terry estaba en el pasillo, con guantes y bufanda, y el pie izquierdo girado hacia adentro.

– No vas a creerlo -susurró.

Se movía nerviosamente mientras Sam se tomaba un plato de cereales para el desayuno.

– ¿Qué es? -dijo Sam cuando salieron. -Es mejor que lo veas por ti mismo.

Terry lo condujo hacia la casa de Clive. Tras doscientos metros pasaron por una valla alta, pintada de blanco. Sam se detuvo de inmediato. Rotulado con pintura roja, con grandes letras de un metro de altura, estaba escrito «Los Depresivos de Redstone».

– ¿Quién…?

– Hay más. Sígueme.

En la parada del autobús que había más abajo en la misma calle estaban pintadas las mismas palabras: «Los Depresivos de Redstone». Se repetía un poco más abajo, en la pared pintada de blanco del pub local, el Gates Hangs Well. Y sobre la pared de ladrillo que había debajo de la ventana de la tienda de periódicos. Y en otra valla de jardín. Lo que es más, la enorme señal que había cerca de la biblioteca estaba pintada con las palabras. «Está usted entrando en Redstone libre».

– ¡Dios!

– No se acaba ahí -dijo Terry.

Los grafitis seguían casi un kilómetro. Era obvio que el artista, o el autor, se había aburrido en un determinado momento y había comenzado a añadir variaciones en lo que escribía. La tienda de chucherías de Royle había sido doblemente pintada con las palabras «Depresión» y «Subidón». Los mismos eslóganes aparecían de manera intermitente, y al quedarse el autor sin paredes o ventanas había pintado la calzada. Incluso la iglesia había sido pintada con «Depresión».

– ¿Por qué tengo la impresión -se quejó Sam- de que esto se nos va a venir encima?

– Mi tío Charles lo vio esta mañana. Me preguntó, pero entonces dijo que no creía que fuésemos lo suficientemente estúpidos como para hacerlo justo en nuestro barrio.

– No creo que debamos estar ni siquiera en la calle.

– ¿Por qué? Tú no lo hiciste, ¿no?

– Por supuesto que no.

– ¿Estás seguro?

Sam detuvo a Terry con una mirada.

– ¿Crees que lo hice?

– No, supongo que no.

– ¿Crees que lo hizo Clive?

– No.

No pudieron llamar a Clive pues no estaba en casa. Sabían que pasaba aquel día, aunque aún no tenía trece años, en un examen de graduación.

– A lo mejor tienes razón -dijo Terry-. No deberíamos estar en la calle. Todos pensarán que hemos sido nosotros.

– Yo no me voy a casa.

– Vale, vamos a la mía.

Pero cuando volvieron a la casa de Terry, hubo recriminaciones de otro tipo, y por una vez los chicos no eran el objetivo del enfado paternal. En el salón, Linda lloraba. Charlie y Dot estaban de pie junto a ella, con aspecto de estar contrariados, enfadados y desconcertados a la vez. La guía jefe había llamado para decir que estaba muy decepcionada por la ausencia de Linda para dirigir el desfile de la Commonwealth, y que todos la habían echado de menos, y para preguntar si todo iba bien. Dot y Charlie, que la habían visto salir el día anterior con el atuendo de guía, y le habían dado la bienvenida al volver por la noche con el mismo elegante uniforme, estaban estupefactos. Poco después todo se supo.

La cabeza de Linda estaba hundida bajo los cojines. Lloraba amargamente. Charles gritaba de manera irracional.

– No puedes tener novio si vas a estudiar -tartamudeaba-. ¡No puedes!

Linda se estaba preparando aquel año para los exámenes de graduado de secundaria. Se había asumido que seguiría en el colegio hasta el bachillerato.

– ¡No sabemos nada de ese novio! -La voz de la tía Dot era muy aguda-. ¡Nada de nada!

– ¡Estoy harta de ser guía! -chilló Linda a través de las lágrimas ardientes y los cojines-. ¡Harta de todo eso!

– ¡No puedes ser colegiala y tener novios! -rugió de nuevo Charlie.

Había algo extraño en la manera en que profería aquella anticuada palabra, «colegiala», como si el presentarse a los exámenes de selectividad supusiese hacer ciertos votos.

– ¡Simplemente no se puede!

– ¡No nos has dicho nada de ese novio! ¡No sabemos nada de él! Dot se giró hacia Terry y Sam, quienes observaban todo desde el pasillo.

Sus ojos parecían los de un caballo asustado.

– ¿Sabéis algo vosotros dos de ese novio?

– No -dijeron al unísono.

– Y ¿quién llevaba la bandera? -quiso saber Dot-. En el desfile, ¿quién la llevaba?

Nadie parecía saber si la discusión iba sobre los guías, los novios, el completar los estudios, o sobre llevar banderas. Linda retiró los cojines y salió corriendo de la habitación apartando a Terry y a Sam a un lado. Subió las escaleras a grandes zancadas y cerró la puerta de su dormitorio de un portazo. Charlie subió hasta la mitad de las escaleras detrás de ella.

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