Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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17. El país de los truenos

El primer trimestre de Sam en el colegio Tomás de Aquino pasó en un perpetuo crepúsculo. Si Connie y Nev notaron que su hijo estaba ensimismado, lo atribuyeron al nuevo cambio. Ciertamente no adivinaron que su hijo de doce años sufría un sentimiento de culpa propio de un asesino primerizo.

Los tres chicos se habían mantenido alejados, desde el incidente, no solo del bosque Wistman sino también del campo ecuestre, del campo de fútbol y del estanque. Sam estaba seguro de que tan solo era cuestión de tiempo que encontrasen el cuerpo de Tooley, y el crimen los delataría. Cada vez que se bajaba del autobús escolar delante de su casa, esperaba encontrar un coche de policía aparcado sobre el césped y a los dos detectives con libretas bebiendo té en la cocina de su casa. Cada tarde antes de hacer las tareas examinaba las páginas del Coventry Evening Telegraph en busca de crónicas que hablaran de un cuerpo en descomposición desenterrado en el bosque Wistman. Pasaron semanas y meses sin que tales reportajes aparecieran pero eso no hizo que la culpa fuese más soportable. Tan solo hizo que la llamada en la puerta fuese más inevitable.

De manera regular, anticipaba tal llamada a las tres de la mañana todos los días. Sam se despertaba, bañado en sudor, en el momento en el que el llamador de metal caía en mitad de la noche. Se quedaba despierto en la oscuridad, esperando a que sus padres se despertasen o a que sonase un segundo golpe que atronara la casa donde todos dormían. Pero nunca pasaba, y nunca lo hizo. Mientras tanto, sus estudios se resentían.

Terry y Sam habían vuelto a los exploradores la semana después del asesinato de Tooley, pálidos, nerviosos, pero animados por Clive que les había preparado para soltar la historia que debían contar. Sam podía, cuando estaba en compañía de los otros dos chicos, creerse lo que habían ensayado una y otra vez. Pero cuando estaba solo, la verdad de lo sucedido retomaba su forma y volvía a atormentarle.

Aquella primera semana tras los juegos al aire libre, Clive había pedido a Sam que preguntase de manera inocente sobre el paradero de Tooley. Como no pudo, el propio Clive fue hasta la esquina de los Águilas e hizo la pregunta de manera directa.

– No se le ha visto por aquí -dijo Lance de modo cortante-. ¿Por qué quieres saberlo?

De una manera que impresionó profundamente a Sam, Clive consiguió que le brillaran los ojos con un entusiasmo inocente.

– Tenía que darle un cigarrillo.

– Dámelo a mí. Yo se lo daré.

Clive sacó un pitillo arrugado del bolsillo de la camisa y se lo pasó.

– Ahora, largo.

Más tarde Sam consiguió reunir valor para preguntar otra vez. La pregunta, viniendo de uno de los miembros de su devota patrulla, no era inusual.

– Es probable que se haya largado a Londres -dijo Lance crecido en su trabajo de líder en funciones de la patrulla.

Sam pudo sonsacarle que Tooley vivía con su abuelo, un anciano que sufría de alzhéimer. Fue el abuelo el que sugirió que Tooley se había ido a Londres, aunque su testimonio no era muy de fiar pues a veces no podía recordar el nombre de Tooley o quién era. La historia cuadraba con el punto de vista de Lance, ya que Tooley a menudo había asegurado que un día se montaría en un tren hacia la estación de Euston y, una vez allí, buscaría un empleo como batería de una banda de rock and roll.

– Me iba a llevar con él -añadió Lance con tristeza.

Pasaron las semanas, y los chicos asistían a los exploradores regularmente. Solo Linda sospechaba que algo desagradable había ocurrido. El paseo de ida y vuelta a los exploradores cada martes por la tarde era ahora un abatido caminar que se producía en su mayor parte en silencio. Linda, con su ropa azul inmaculada y almidonada, intentaba animarlos con su cháchara o con preguntas sobre lo que habían conseguido aquella tarde, pero era imposible. Le pareció extraña la extrema reticencia de los chicos. Pensó que el asistir a los exploradores no era para ellos nada agradable pero que seguían haciéndolo por algún propósito inescrutable y oscuro. No podía adivinar, mientras intentaba bromear sobre las insignias o preguntar sobre nudos marineros, lo que había en sus corazones.

Lance pronto lo dejó, y los otros dos chicos de la patrulla Águila fueron ascendidos a líder y segundo. Se unieron nuevos chicos, y Sam se encontró ascendido en el orden jerárquico de la patrulla. Entonces llegó la noche de la investidura. Los tres fueron investidos juntos tras haber pasado todas las pruebas de novatos: observación, nudos y hogueras. Les dieron insignias, hicieron juramentos ante la bandera, y fueron saludados por el resto de la tropa.

– Ya está -dijo Clive en voz baja mientras volvían a casa-. Dos tardes más.

– ¿Por qué?

– Oí que Skip se quejaba a uno de los compañeros de que la mayoría de los chicos abandonan al poco de ser investidos. Dos reuniones más y será nuestro turno. Hemos acabado.

– ¿Qué es lo que estáis diciendo? -quiso saber Linda, que estaba esperando a que la alcanzasen.

– Exploradores -dijo Terry al instante-. Estábamos diciendo que las reuniones son muy divertidas.

Se acercaban las vacaciones de Navidad. Sam estaba en la desordenada cola de escolares que esperaban a que el autobús los llevara a casa tras el colegio. Su mente, como casi siempre, no estaba en aquel lugar lleno de gritos y bromas de los muchachos. Se preguntaba si aquella noche sería la noche en la que los dos detectives estarían sorbiendo la segunda taza de té en el momento en que entrase. Y especuló sobre por qué no lo había visitado la duende tras la extraordinaria noche que siguió al asesinato de Tooley. De repente lo empujaron por detrás.

Se le cayeron las gafas. Por suerte las cogió con un movimiento reflejo.

– Perdón -retumbó una sarcástica voz femenina en sus oídos.

Cuando por fin consiguió colocarse las gafas todo lo que pudo ver fue a una chica que volvía al final de la desordenada cola. Cuando llegó al extremo de la serpenteante hilera, se giró y lo miró bajo un largo flequillo de pelo castaño.

Era la chica de la equitación. La amazona. Parecía diferente, más joven con el uniforme escolar. El pelo, liberado de la coleta, caía en cascada sobre los hombros, y tenía el flequillo cortado en línea recta sobre las oscuras cejas. El dobladillo de la falda plisada gris del uniforme se detenía en un punto no reglamentario a varios centímetros sobre las rodillas, y cuando se retiró la rebeca para colocarse una elegante y lánguida mano sobre la cadera, la acción pareció mostrar un contorno de muslo demasiado delgado para los leotardos negros. La expresión de su rostro mientras miraba a Sam no era ni hostil ni amistosa.

Sam apartó la mirada. De manera instintiva se llevó los dedos a las orejas pues las sentía arder. Sabía que se había puesto todo rojo por la timidez. Fue un alivio que llegara el transporte escolar y pudiese unirse al tumulto que empujaba por subirse al autobús. Tomó asiento mientras se preguntaba qué hacía ella allí. Conocía todos los rostros que normalmente iban en el autobús, y el de ella no pertenecía a esa clase.

Cuando llego su turno de subir al autobús se detuvo en el pasillo. Por un horrible instante Sam pensó que se iba a sentar junto a él. En su lugar, bajó la cabeza en su dirección y se colocó muy cerca. Tenía unos pómulos prominentes y los ojos azules, profundos. Los largos cabellos le rozaron de forma ligera el brazo mientras le hablaba al oído:

– Te vi aquel día.

Entonces se marchó avanzando hacia el fondo del autobús.

La chica se bajó una parada antes que Sam, a unos quinientos metros de su casa. Luchó contra la tentación de mirar por la ventana cuando el autobús arrancó, pero en vano. Ella le daba la espalda con la mochila sobre los hombros y caminaba en dirección opuesta.

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