Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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– ¿Todo está correcto?

– Sí, Skip.

La siguiente sección de la tarde estuvo compuesta por juegos. Skip, de pie sobre una silla sostenía un silbato y gritaba: «puerto», «estribor», «firmes», «descanso» y una o dos órdenes más. Los exploradores cargaban y retrocedían de manera tumultuosa. Sam, como Clive y Terry, intentaba imitar lo que hacían los demás, pero sin llegar a entender del todo las normas, por lo que pronto fueron eliminados. Se quedaron de pie durante veinte minutos hasta que se anunció al ganador. Entonces repitieron el juego, y de nuevo los tres quedaron eliminados a las primeras de cambio.

La tercera porción de la tarde fue dedicada al trabajo de insignias. Consistía en la libre asociación con otras patrullas mientras Skip y su asistente estaban ocupados examinando a diferentes exploradores sobre técnicas arcanas. De repente Sam se encontró siendo empujado contra la pared y alzado del suelo por Tooley. Estaba cubierto por su amigo Lance, el chico con los dientes horrorosos, que permanecía cerca pero dándoles la espalda mientras vigilaba a Skip.

– Esos otros chicos, ¿son amigos tuyos?

– Sí.

Tooley lo bajó y simuló quitarle el polvo de la chaqueta.

– Las Águilas machacamos a los Esmerejones, Halcones y Búhos, ¿verdad, Lance?

– Sí. Les damos duro.

– Vas a empezar con tus colegas.

– ¿Qué?

Tooley acercó su feo rostro. Sam pudo oler el tabaco en su aliento.

– Nunca me digas «¿qué?», ¿entendido? Nunca. «Sí, Tooley.» «No, Tooley.» Pero nunca digas «¿qué?», ¿de acuerdo?

– Sí, Tooley.

– ¿Cómo se llama tu colega el de las orejas de soplillo?

– Clive.

– Vale. Le tienes que dar un puñetazo antes de que acabe la tarde, ¿entiendes?

– Sí.

– Recuerda, antes de que acabe la tarde.

Tooley se giró tras dar las órdenes y tanto él como Lance volvieron sin esfuerzo al trabajo de insignias. Sam miró a Terry, que se sentaba en una silla ligeramente pálido, y a Clive que, como le enseñaban cómo hacer nudos, parecía bastante contento. Lance alzó la mirada y le mostró a Sam un estupendo panorama de sus dientes negros y verdes.

Sam sintió que se desmayaba. Skip se acercó.

– ¿Va todo bien?

– Sí -dijo Sam con voz débil-. Sí.

– Así es la cosa. Todo parece extraño al principio, pero os acostumbraréis.

La hora señalada se acercaba con rapidez. Sam se sentía cada vez más mareado. Tooley no paraba de pasar cerca de él golpeándose el reloj y Lance le mostraba de vez en cuando su colección de dientes podridos. En una ocasión en la que Skip salió del aula por un instante, Sam reconoció los signos evidentes de una distracción preparada. Cruzó la clase con los puños apretados en dirección a Clive. Terry mientras tanto lo llamaba, pero no había nada que lo pudiese distraer. Clive le daba la espalda. Le dio unos golpecitos en el hombro, pero antes de que pudiese hacer nada, un pequeño puño lo golpeó como un picotazo en un lado de la boca. Terry se apartó con el puño aún alzado Clive al instante alzó la vista y golpeó duro a Terry, pero no por venganza del golpe que le había dado a Sam. En ese mismo instante Sam golpeó fuertemente a Clive en la nariz.

Skip volvió al aula donde todos los exploradores estaban ocupados excepto los tres novatos que estaban confusos y mareados en el centro de la clase.

– ¿Va todo bien, muchachos? Así es la cosa, volved a vuestras patrullas. Es la hora de la bandera.

Sam, Terry y Clive se alinearon al final de sus respectivas patrullas, cada uno con un moratón y los rostros magullados, mientras la bandera era ondeada. Hicieron el saludo junto a todos los demás. Todos cantaron de manera entusiasta la ley escultista.

– Prometo por mi honor poner todo mi empeño en cumplir con mis obligaciones de servir a Dios, la reina y la patria y en todas las ocasiones cumplir con la ley escultista.

Entonces acabó todo, y Linda la Triste les esperaba en el exterior, resplandeciente con su uniforme azul, ligeramente sonrojada por los pequeños placeres que una tarde de guía podía ofrecer a una chica.

– Nos vemos la semana que viene, chicos -gritó Skip mientras apagaba las luces del aula con un extravagante movimiento del brazo-. Nos vemos la semana que viene.

15. Juegos al aire libre

Volvieron a los exploradores la semana siguiente pero tan solo porque les habían prometido que habría juegos al aire libre para aprovechar el calor que aún hacía. En cuanto a las intimidaciones de Tooley y su corte, todo el mundo les aseguró que tan solo se había tratado de una iniciación.

– Simplemente están comprobando de qué pasta estáis hechos -le dijo Eric a Clive.

– Os están probando -le aseguró Nev a Sam.

– Es una especie de examen, que habéis aprobado -dijo Charlie, el tío de Terry.

De modo que fueron a los juegos al aire libre, que se organizaban en el bosque Wistman. Se estipuló que se reunirían al final del sendero que conducía al bosque en lugar de encontrarse en el colegio como era habitual. Terry, Clive y Sam se pusieron los uniformes que tan mal les quedaban y tomaron la carretera que pasaba por el estanque y por el campo de equitación. Era una cálida tarde de septiembre, y el disco broncíneo que era el sol estaba a punto de ponerse. Las nubes de mosquitos resplandecían con la luz dorada, y los miles de criaturas aladas parecían arder de forma individual. Al acercarse al bosque, un jinete salió al trote de entre los árboles. Era la chica de la competición ecuestre. Avanzó hacia ellos y tiró de las riendas hasta detener la yegua. El caballo parecía querer andar, ellos también se detuvieron.

Tenía los ojos en sombra por la visera del gorro. Los miró con una expresión de altanera diversión.

– Jóvenes exploradores -dijo remarcando con cinismo la palabra «jóvenes».

Su vez estaba llena de ironía y desprecio. -Jóvenes exploradores.

Sin previo aviso espoleó al caballo y se alejó al galope dejando a los tres con cara de tontos mientras la observaban. Ninguno sabía qué decir.

– Vamos -dijo Clive por fin-. Vamos a ver si encontramos a los demás.

Les dijeron que las actividades comenzarían de día y acabarían de noche. Encenderían una fogata. Se estableció un punto de mando y se distribuyeron colores. Se les unieron unos exploradores vestidos con las camisas verdes poco comunes de la Cuarenta y Ocho de Coventry, y todos los chicos presentes fueron divididos en tres grupos. A cada grupo se le dieron honores, es decir, una bandera de color «que debía colocarse en un árbol». El objetivo del juego era conseguir por medio de la astucia y el sigilo las tres banderas.

– Por medio de la astucia y el sigilo -repitió con frecuencia Skip dándole una extraña entonación a las palabras.

Sam siguió a su patrulla Águila y tres miembros de la Cuarenta y Ocho que habían tenido la fortuna de ser asignados a su grupo, y juntos, los miembros del «Equipo Azul» marcharon hacia el bosque. Tras cinco minutos, Tooley detuvo a todos y se giró hacia uno de los miembros de la Cuarenta y Ocho.

– Necesitamos un señuelo -dijo.

El joven explorador fue tumbado en el suelo, lo amordazaron, le ataron las manos a la espalda y las piernas por los tobillos. Sus dos camaradas parecían dispuestos a protestar pero considerando el tamaño de Tooley se lo pensaron mejor. Colocaron la bandera azul en el bolsillo de la camisa del chico, pasaron una cuerda por la rama de un árbol y lo alzaron por los pies hasta colgar boca abajo a unos dos metros y medio del suelo. Después ataron la cuerda a un tronco de un árbol caído. La bandera azul colgaba de manera tentadora del bolsillo de la camisa.

– Ahora nos escondemos -dijo Tooley.

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