Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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Sam se quedó tumbado en la oscuridad, sintiendo en su mano la caliente punzada de su primer semen. Lentamente recuperó el aliento. Alzó la mano hacia el rayo de luna, fino como un lápiz, que se colaba por una apertura entre las cortinas. Brillaba de manera pálida, como hecho de plata. Sopló con fuerza sobre su mano para enfriarse los dedos.

13. Incriminación

– ¡No fui yo! -juró Sam. Estaba a punto de llorar. -No fuimos nosotros.

– Porque si llego a creer que lo habéis hecho vosotros…

Nev Southall pasó los dedos por la hebilla del cinturón para hacer ver a Sam lo que le esperaba. El ritual de los domingos por la mañana de los huevos, el beicon, y la morcilla se había estropeado. En el aire flotaba el olor grasiento de las lonchas de beicon frías en la sartén.

– ¡Vamos, que haya venido la policía a nuestra casa! -La voz de Connie sonaba muy aguda.

– ¡No fuimos nosotros! -repitió Sam por novena o décima vez.

Mientras tanto ocurría una escena similar en la casa de Terry. Linda la Triste lavaba los platos mientras su padre y su padre interrogaban a su primo adoptado.

– Juro que no fuimos nosotros -dijo Terry con los ojos llenos de inocencia-. Lo juro.

– Porque si lo hicisteis atraviesas esa puñetera pared.

– El tío Charlie no estaba de broma.

– ¡No lo hice! ¡No lo hicimos!

Linda la Triste, cada día más guapa, dejó los platos, se dio media vuelta y dejó boquiabierto a Terry al decir:

– No pueden haber sido ni Terry ni Clive ni Sam, pues los tres estuvieron conmigo esa tarde.

Dot, la tía de Terry, se giró y la miró asombrada.

– ¿Y por qué no lo has dicho antes? ¿Por qué no lo dijiste cuando vino la policía?

La misma escena, que ya había ocurrido por duplicado, estaba a punto de repetirse en la casa de los Rogers. Betty abrió la puerta y allí había dos policías con libretas y con el típico físico de un jugador de dardos.

– Buenos días -dijo uno animado mientras le pasaba la leche y el periódico.

Eric tenía el Sporting Life del día anterior extendido sobre la mesa del desayuno. Se detuvo a punto de escribir algo con un bolígrafo.

Los dos policías aceptaron sentarse en la mesa de la cocina pero declinaron la oferta del té.

– Acabamos de tomar una taza en casa del señor y la señora Southall. Un té excelente, ¿verdad, Jim?

– Excelente.

Cinco minutos más tarde, Eric se plantó al pie de las escaleras y le gritó a Clive:

– Vístete y baja aquí, ¡ahora mismo!

Clive apareció con el pelo alborotado y restregándose los ojos por el sueño. Parpadeó cuando vio a los dos extraños que lo miraban y se giró hacia su padre con una expresión confusa.

– ¡Pequeño cabrón! -Eric lo amenazó con darle un revés.

Clive se agachó.

– ¿Qué? ¿Qué?

Betty, sabiendo que era probable que Eric colgase al niño antes de preguntarle nada, intervino.

– ¿Dónde estabas el domingo por la mañana? ¿Qué hiciste? -Dar un garbeo -protestó Clive. -¿Un grabeo? ¿Un grabeo?

Las expresiones adolescentes que adoptaba Clive a veces hacían que Eric se pusiera hecho una furia.

– ¡No quiero oír monsergas de garbeos! Quiero saber dónde estabas, con quién estabas y qué hacías. ¡Quiero una respuesta!

Clive miró a los dos detectives. No decían una palabra. Ambos estaban reclinados sobre las sillas con la cabeza ligeramente inclinada a un lado y lo miraban con las cejas arqueadas, preparados para dudar de cada palabra que pronunciara.

– Estuve con Sam y Terry.

– Solo estábamos… -Estaba a punto de decir «dando un garbeo» pero cambió de idea-. Estuvimos aquí. Después nos fuimos a casa de Terry. No recuerdo… estaba lloviendo.

– ¿Fuisteis al campo de equitación?

– El domingo pasado no. No hubo competición el domingo pasado.

– No -dijo Eric-. Y unos bastardos dejaron destrozado el pabellón de equitación. Lo rompieron todo. Rompieron todo el equipo. Quemaron los obstáculos. Destrozaron toda la vajilla de la cantina y agujerearon todas las ventanas del lugar. Veintiséis ventanas.

– Veintiocho -lo corrigió solícito uno de los detectives.

– ¡No fuimos nosotros! -gritó Clive.

– ¡Os vieron! -Eric agitó un dedo de manera peligrosa cerca del rostro de Clive-. ¡Dieron vuestros nombres a la policía!

– ¿Quién? ¿Quién dio nuestros nombres? ¡No fuimos nosotros! ¡No fuimos!

Y así, la escena que comenzó en la casa de Sam y se repitió en la de Terry tuvo su exacta réplica en la casa de Clive. Los policías apenas dijeron nada, dejándolo todo en manos de los padres de los chicos. Nunca se clarificó si los chicos habían sido realmente vistos in fraganti durante la gamberrada o si sus nombres habían aparecido mientras se hacía una investigación general. Quizá no tuviesen pruebas definitivas, o puede que lo que querían fuera asustarlos para que diesen información. Fuese cual fuese su estrategia, no fueron sino espectadores mudos y por fin se marcharon dejando que los chicos sufrieran en cada caso una hora más de regañina paterna.

– Lo que me fastidia -dijo más tarde Terry mientras los tres caminaban hacia el estanque- es que comencé a pensar que lo habíamos hecho.

– Yo también.

– Y yo.

Se produjo una larga pausa antes de que Sam dijera:

– No fuimos nosotros, ¿verdad?

Terry y Clive se detuvieron al instante y lo miraron.

– No seas idiota. ¿Qué quieres decir?

– Por supuesto que no lo hicimos. A menos que lo hicieses tú solo.

– No -dijo Sam-. A lo que me refiero es: ¿hay alguna manera de que lo hayamos hecho sin saberlo? Terry continuó caminando disgustado.

– Que alguien lo lleve al loquero.

– Sí-dijo Clive-. Que alguien lo lleve al loquero.

– Y entonces, ¿quién lo hizo? -quiso saber Sam.

– Buena pregunta.

– ¿Vamos al campo de equitación a echar un vistazo? -sugirió Clive.

– Eso es una puta estupidez -escupió Terry-. Justo eso se llama volver al escenario del crimen.

– ¡Pero nosotros no lo hicimos! -se defendió Clive-. Esa es la verdad. ¡No lo hicimos! De modo que, ¿cómo vamos a volver a la escena del crimen si nosotros no somos los criminales?

– Yo lo sé. Tú lo sabes. Nosotros lo sabemos. Pero ellos creen que lo hicimos. Así que para ellos estaremos volviendo a la escena del crimen.

– ¡Pero ese es el tema! Si piensas así, entonces estás siguiéndoles el juego. Quieren que nos mantengamos alejados, pues saben que nunca volveríamos a la escena del crimen. Es como una supuesta mentira, dentro de otra supuesta mentira.

– Oh, vete a tomar por culo -dijo Terry.

– No lo entiendes, ¿verdad? -Clive tenía el rostro encendido-. No lo hicimos, pero también podríamos haberlo hecho. Todo depende de quién decide lo que realmente ocurrió. O de lo que ocurrió. A pesar incluso de que ocurriese algo totalmente diferente.

– Vamos, que te den.

– Que te den a ti.

– No, que te den a ti.

– Que os den a los dos -dijo Sam.

– Lo que me gustaría saber -dijo Terry- es, ¿quién dio nuestros nombres a la policía?

Una amazona, toda elegante con pantalones blancos de montar, una chaqueta de espiguilla y un gorro con visera se acercaba sobre una yegua con manchas. La amazona avanzaba al trote y pasó con aire presuntuoso. Los chicos reconocieron a la chica del campo de saltos. Sam también la identificó de la vez que se escondieron en el pabellón, y además era la misma de su sueño. La observaron cruzar la carretera. Se balanceó sobre la silla para abrir una verja que daba a un prado y galopó a través de un campo de ranúnculos hacia los bosques.

– A mí también -dijo Sam.

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