Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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El grupo se puso a cubierto detrás de un montón de troncos medio podridos y de unos arbustos. Tooley se agachó cerca de Sam. Esperaron en silencio. Tras unos instantes, Sam se aclaró la garganta, y Tooley lo premió con un fuerte manotazo en la oreja y le enseñó los dientes. Esperaron varios minutos. A Sam, de rodillas, se le durmió una pierna pero no se atrevía a recibir otro manotazo de su líder de patrulla. Siguió agachado dolorosamente.

Finalmente una paloma pasó por los árboles, seguida del chillido de un mirlo. Los músculos de Tooley se tensaron como muelles. Aparecieron dos jóvenes exploradores que exploraban el camino. Sam los reconoció; eran Halcones de su propia tropa. Se detuvieron al ver al explorador amordazado colgando de la cuerda. Ambos miraron alrededor con nerviosismo antes de acercarse más.

Era obvio que habían sido enviados a recoger información y volver. Se susurraban el uno al otro, como si intentasen decidir alguna cosa. Uno de ellos parecía presentir algo. Era obvio que podían conseguir la bandera azul si llegaban a alcanzarla. Se acercaron con cuidado. Uno de los chicos saltó para intentar atraparla pero no lo consiguió. Estaba a unos cuantos centímetros de sus dedos. Miraron de nuevo alrededor. No fue hasta que uno estaba subido a la espalda del otro e intentaba alcanzar la bandera que Tooley dejó escapar un grito inhumano y cargó desde detrás de los arbustos. Derribó a los dos exploradores con un placaje de rugbi. Hubo una breve lucha sobre las hojas antes de que los dos fuesen sometidos por los otros exploradores que habían seguido a Tooley. Las víctimas fueron amordazadas inmediatamente. Uno de ellos fue desnudado, le ataron los tobillos y fue colgado junto al explorador señuelo.

– ¿Habéis traído el rotulador? -gritó Tooley mientras jadeaba por el esfuerzo.

– Aquí está. -Lance sacó un grueso rotulador con la punta de fieltro.

El desafortunado explorador estaba alzado a la altura de los ojos, de modo que Tooley pudo dibujar una enorme T en cada glúteo. Entonces dibujó una flecha horizontal que atravesaba ambas T. Lance le lanzó una fina sonrisa a Sam.

– Es el símbolo de Tooley -le dijo a modo de explicación.

– Vayámonos de aquí -ordenó Tooley.

Pusieron en pie al segundo explorador y lo empujaron por el camino. Alguien retiró la bandera azul.

– ¿Qué hay de nuestro amigo? -protestó uno de la Cuarenta y ocho.

Tooley alzó la vista hacia el explorador señuelo que aún se retorcía al final de la cuerda.

– Sí -dijo con generosidad-, bajémoslo.

– Las reglas dicen que tenemos que dejar la bandera en el mismo árbol durante todo el juego.

Tooley agarró al explorador de la Cuarenta y ocho por el cuello.

– Soy Tooley. Yo hago las putas reglas. Ahora bajadlo y sigamos adelante.

En cuclillas tras un abedul caído, mientras la luz poco a poco desaparecía, Sam vio acercarse a las siguientes dos víctimas. El segundo explorador secuestrado había sido cegado con un pañuelo y lo habían colgado con la bandera azul prendida del cinturón. Los tres exploradores de la tropa Cuarenta y Ocho se habían marchado unos minutos antes con el explorador señuelo en silencio, aún desorientado por el sufrimiento experimentado. Sam se mordió los nudillos cuando vio la identidad de uno de los dos exploradores que se acercaban. Era Clive.

Sam pasó un momento de crisis. Podía alertar a su amigo del peligro, o podía quedarse en cuclillas, en silencio y dejarlo a su suerte. Sabía que si traicionaba la emboscada, iba a sufrir con toda seguridad el trato más duro que Tooley, junto con Lance y su corte de demonios, pudiesen darle. A Sam se le ocurrió que si no tomaban más rehenes, pronto él colgaría de la cuerda.

Se quedó en silencio.

Dos minutos más tarde Clive y su camarada fueron tirados al suelo y amordazados. Sam se quedó atrás con la esperanza de que no lo reconociera su amigo entre los asaltantes. Hubo un desagradable entusiasmo en la forma en la que los demás Águilas le arrancaron el uniforme a Clive. Mientras se producía el alboroto, Sam retrocedió y se escapó, volvió al camino y corrió hasta desaparecer.

La oscuridad crecía como hollín en las ramas de los árboles. Sam se detuvo para recuperar el aliento apoyándose contra un árbol. El bosque había adoptado una oscuridad tenebrosa, y a Sam algo le pesaba en el estómago. Una mano le tocó el cuello por la espalda.

– ¿Vas a algún lado?

– ¡Terry! ¡Qué alegría verte! Dios, qué alegría.

– He tenido suficiente -dijo Terry-. Están pasando cosas demasiado extrañas.

– Como si no lo supiera. Escucha, tienen a Clive y lo están colgando de un árbol. No pude ayudarle.

– ¿Cuántos son?

– Demasiados. Si nos atrapan, nos harán lo mismo.

– A mí no me van a atrapar -dijo Terry con aire de desafío.

Alzó el puño. Tenía agarrada una navaja suiza de la que sobresalía la hoja más grande.

Sam pudo ver en los ojos de Terry que iba en serio. Se preguntaba cuál había sido la experiencia de Terry en los juegos al aire libre.

– Podemos cortar la cuerda una vez hayan acabado. Te dejan en pelotas con un símbolo en el culo. Podremos bajarlo cuando se hayan marchado.

Y así Sam condujo a Terry al lugar donde habían atrapado a Clive. Estaban aterrorizados por si una rama se partía bajo sus botas. Terry le contó a Sam algo que había leído en el manual de exploradores acerca de presionar con los pies al andar. Oyeron a Tooley ladrando órdenes, seguidas por la risita aguda de Lance, y pudieron observarlos detrás de un macizo de acebos.

Clive estaba desnudo, tirado en el suelo, con la nariz hacia abajo. Tenía la cara roja debido al esfuerzo por el inútil forcejeo. Tenía el símbolo de Tooley escrito en las nalgas. El otro explorador estaba amordazado, le habían tapado los ojos y lo tenían inmovilizado.

– ¿Dónde está ese puto cabrón cuatro ojos? -oyó Sam que gritaba Tooley-. ¿Alguien lo ha visto marcharse? ¿Cómo se llama el cabrón cuatro ojos?

Era obvio que Sam había causado tal impresión en los Águilas que nadie recordaba su nombre. Tooley mandó a dos Águilas a buscar a Sam, con órdenes de traerlo atado a un poste. Sam manoseó sus gafas, se las quitó y las limpió con la camisa caqui.

– No te preocupes -dijo Terry.

Aún apretaba la navaja suiza en la mano.

– Id a ese claro junto a la hondonada -les dijo Tooley a los demás-. Yo terminaré aquí y me reuniré con vosotros dentro de un rato.

– Yo esperaré contigo -dijo Lance con una risita. Tooley golpeó con fuerza a Lance en la oreja. -¡Sigue las putas órdenes!

– ¡No me pegues! ¡Nunca me has pegado! ¡No lo hagas! -¡Pues haz lo que te he dicho!

Lance salió disparado tras los otros, que se habían llevado al prisionero. Quedaban tan solo Clive y Tooley, además del segundo explorador señuelo con los ojos vendados quien, durante todo el rato, había estado balaceándose en la cuerda. Tooley observó cómo sus compañeros de patrulla desaparecían entre los árboles. Tras estar seguro de que se habían ido se colocó detrás de Clive observando a su indefensa víctima. Tooley arrojó la boina y se secó el sudor de la frente. El pecho le subía y bajaba y perspiraba profusamente. Escupió sobre las hojas caídas antes de volver a colocarse la boina negra. Tras mirar alrededor se bajó los pantalones cortos.

– Oh, no -susurró Sam cuando la polla vivida e hinchada de Tooley apareció liberada-. Oh, no.

– ¿Qué hace? -dijo Terry-. Va… No, no puede.

Terry miró a Sam y Sam asintió.

– Tenemos que detenerlo -dijo Terry.

– ¿Cómo?

– ¡Dios! ¿Qué hace? -Tooley se ponía de rodillas sobre la hierba detrás de Clive-. Escucha, corres hacia él, y mientras lucha contigo apuñalo a ese hijoputa.

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