Dos carabineros del Nucleo Radiomobile, armados, coordinan en piazza di Porta Capena la operación fulminante y sorprenden al killer por la espalda, llamándolo por su nombre: Vanni, Vanni. No se vuelve Vanni, no reconoce su nombre viejo, en otra vida ya, o no admite ser quien es, el niño delincuente de Marsciano, el viejo criminal infantil, o no quiere serlo, es ya otro, hacia adelante, aunque cada paso lo lleva a quien era, Vanni, Vanni. Entonces acepta ser quien es, se vuelve, dispara dos veces, los dos carabineros responden al fuego, al aire y al bandido, dice la crónica, tras el parapeto de la moto reglamentaria BMW 500, desde el suelo. Corre el killer hacia el kiosco de refrescos y fruta del viale Aventino, busca un rehén que lo salve, una familia belga, padre, madre y dos hijos, católicos, como si ansiara el amparo familiar perdido, tres hermanos y seis hermanas en Marsciano, provincia de Perugia, mansa madre pobrísima y padre alcohólico rabioso desaparecido en 1987, un hermano muerto en el manicomio perugino, otro funcionario municipal infatigable que rebate la fatalidad social-genética, trabajadoras ejemplares todas las hermanas. Pone el killer la pistola en la sien de la señora belga, de Lieja, y tiemblan el marido y los niños, de vacaciones en Roma, recién llegados de un tour por Florencia y Venecia y de paseo arqueológico por el Celio, el Palatino y el Coliseo, cansados y sofocados y al borde del Síndrome de Stendhal: palpitaciones, ruido mental y aturdimiento, honda emoción muda ante la belleza, es decir, ojos muy abiertos y palabras atragantadas, eso que llaman nervios en Berlín, dijo el Stendhal genuino. Querían un respiro antes de continuar el bello viaje o de bajar al metro y su reino de sombra en la parada del Circo Massimo, un refresco y un poco de sandía bajo el gran árbol donde se escondió la serpiente. Dios mío, va a matarme, pensó madame Simenon, aunque no se veía en poder del criminal más perseguido de Italia, a quien juzgó un pobre ladrón en el mundo del turismo cada día más obligatoriamente militarizado y blindado. Suéltala, y no disparo, dice el brigadier Bosio. La pistola del criminal tiembla en la cara de madame Simenon mientras el carabinero Testa se acerca por la espalda y dispara en la nuca a Varotti, a bocajarro.
Coincidieron el azar y el hacer. Francesca paseaba con los turistas y el asesino tranquilo que atravesó via Petroselli al mediodía, un sábado. El hombre más buscado de Italia da los últimos pasos hacia el Circo Massimo, yo toqué la tierra roja del Circo en los zapatos de Francesca. Fijaos en ese hombre, dice Francesca a los vigilantes municipales motorizados, y se va. Se va, y no me dice nada al día siguiente, domingo, conociéndonos como hermana y hermano, felices como hermanos incestuosos e inocentes, siameses, no me dice nada, ya está su foto en las redacciones periodísticas, felicitada telefónicamente y públicamente por Walter Veltroni, alcalde de Roma, y no me contó nada. ¿Ha elegido callar en legítima defensa, por amor, por simple capricho? No sé si teme la venganza del clan del killer. Yo tendría miedo, pero ella comía helado, tranquila, en domingo, con un poco de crema de limón en el filo del labio superior y la voz ronca y perezosa, y Roma vacía y en alerta máxima contra los islamistas fanáticos, 23.000 hombres vigilando 13.000 potenciales objetivos, los objetivos religiosos especialmente vigilados, vigilada probablemente esta casa, donde se hospedan un párroco, un obispo, un futuro cardenal americano que ahora se estremece en su sillón ante las últimas noticias de amenazas islámicas, el ultimátum de las Brigadas Abu Hafs al Masri, mientras basílicas e iglesias especialmente sensibles instalan en el atrio detectores de metales. Hay en Roma un mínimo de 300 iglesias y basílicas, probablemente más que aeropuertos en Europa, y aeropuertos e iglesias son dos núcleos del miedo a la muerte. Damos vueltas en la cama en feliz aburrimiento dominical, sexual, contando tonterías, comiendo helado con cucharillas de plástico de menú de avión, y no me dice nada Francesca del escalofrío ante los ojos del killer, aunque el teléfono móvil suene hoy con sorprendente frecuencia y nunca merezca ser contestado. Es trabajo, dice Francesca. No me cuenta nada, el Hombre Lobo nunca había sido visto, denunciado y muerto, ni siquiera me habla del paseo, adonde iba o de dónde venía. Por el Circo Massimo y las Termas de Caracalla vive el marido, Fulvio, o el senador para el que el marido trabaja. ¿Le ha contado al marido la visión del killer? ¿Le ha contado la historia heroica al hijo, animal rubio, aguda cara de mono de Gibraltar pugilista? Nos vemos el marido y yo, hablamos, es un amigo romano, no le pregunto si se acuesta con su mujer, su antigua mujer. Pero es mi mujer, dice, tenemos un voto, ¿no?, un voto sagrado, un sacramento. Y nunca me pregunta si me acuesto con su mujer.
Yo diría que me siento traicionado por ese azar que pudo costarles la vida a una madre belga, dos carabineros armados, un vendedor de refrescos y fruta, algún turista del área arqueológica, el secreto multitudinario de Francesca, difundido en la primera página de los periódicos del país, y en las televisiones probablemente, aunque Francesca no me diga nada durante nuestra última reunión en el apartamento que me alquila el Vaticano o su rama inmobiliaria.
Cuando Francesca se va hay una especie de alivio, de desposesión de un peso que no se notaba cuando se llevaba encima. El miedo a la separación perdurable se percibe veinticuatro horas después, como si la separación instantánea hiciera efecto al cabo de veinte o veinticuatro horas, como ahora me hace efecto el silencio del domingo maravilloso con teléfono móvil incesantemente encendido y sonando a bajo volumen sin respuesta. No entiendo por qué no me contó lo fríos que eran los ojos del killer, qué sintió al saber que lo habían matado. ¿Se lo ha contado a su marido? Yo le cuento a Francesca lo que me cuenta monseñor Wolff-Wapowski, le recito con voz de Wolff-Wapowski la leyenda sobre la puerta de la Academia Pontificia de Cracovia, Nil est in homine bona mente melius, y la repetición de las emes nos lleva a juegos labiales, un poco más abajo de los labios, más abajo del cuello. Yo le he hablado de mi padre, he juzgado el amor de mi padre ante Francesca. No le he dicho exactamente que me haya expulsado de mi casa, sino que sigue preocupándose por mí, enseñándome a ser independiente aunque estemos estrechamente unidos, educándome a mis treinta y tres años, como a mis siete o mis quince o mis veinte, cuando me enviaba a internados jesuitas de España e Irlanda y me conseguía becas en Edimburgo, Friburgo y Bolonia, y estancias en California, Michigan y Columbia, siempre mandándome a los pueblos elegidos del mundo, como Dios Padre hizo con Dios Hijo, mi padre recién casado. ¿Te gustaría acostarte con tu madrastra?, dice Francesca, intrépida e imprevista navegante de las cloacas psicoanalíticas vienesas, seis años más vieja que mi madrastra, que tiene cuatro años menos que yo y ha usurpado mi casa. No está mal mi madrastra, le digo, confiándome, Francesca es más que mi familia, a la que ahora mismo mi lengua inconsciente traiciona con Francesca, pero quien me gustaría que me recibiera en su habitación es mi padre, o algo así entreveo detrás del último telón de mi melodramático teatro mental, ay, el deseado amor de mi padre, mientras río y me abrazo a Francesca (y Francesca me abraza como a un animal incómodo). La miro, me veo en sus ojos, autorretrato en un espejo convexo. Nos parecemos, tenemos prácticamente la misma estatura, nuestras piernas tienen la misma longitud. Estoy viendo mi cara asimétrica en la cara de Francesca, y no me dice que vio la cara del killer, los ojos fríos del killer, lo que les ha dicho a todos.
II. IL BARBIERE DI SIVIGLIA
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