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Justo Navarro: Finalmusik

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Justo Navarro Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Podemos aceptar que usted quiera quedarse, dijo monseñor WW, podemos entender que usted quiera acabar su trabajo aquí, en Roma, aunque su padre quisiera tenerlo ya en su casa. Se han producido reservas, cancelaciones en nuestras casas, vivimos tiempos turbulentos, ya ve usted los periódicos.

Pasó la mano sobre los periódicos del día, Il Messaggero, La Repubblica, II Corriere della Sera, II Giornale, Il Sole24Ore, La Stampa, pasó la mano sobre el mundo, aplacándolo como a un animal turbulento. Yo llevaba días sin leer el periódico, buscando o esperando o abrazando a Francesca, traduciendo inacabablemente Gialla Neve I, II, III, 331, 293 y 327 páginas, un total de 951 que en tiempos de normalidad me hubieran costado un máximo de setenta y cinco días, aunque había dedicado cerca de noventa a sólo 903 páginas, y vi entonces la foto periodística, en primera página, del individuo sideral, cráneo pelado, una gran oreja izquierda, gafas negras del tamaño de un antifaz para dormir en los aviones transatlánticos, ropa negra y el cansancio de los años vividos con emoción. Entre los peatones veraniegos de camisas estampadas y piernas desnudas, el hombre oscuro vestía un chaleco de fotógrafo o militar mercenario abundante en bolsillos, hebillas y compartimentos, y llevaba una mochila al hombro y un sobre blanco en la mano derecha, y avanzaba fantasmalmente mientras todos permanecían inmóviles en la parada de autobús de Largo Argentina, a primeras horas de la tarde, diría yo, por las sombras.

Ya ve usted, dijo monseñor Wolff-Wapowski, han atacado las iglesias cristianas de Irak, en domingo, día del Señor precisamente, mi domingo espléndido, pensé yo, tres iglesias en Bagdad y una al norte, en Mosud. Yo conozco estos sitios, me he reunido con el patriarca de Babilonia. Empezaron quemando licorerías y acabaron en las iglesias, dijo WW, con firmeza lógica, casi policiaca, siguiendo el rastro que llevaba de las licorerías a la Sangre de Cristo y la iglesia de la Asunción, armenia, la conozco perfectamente, repitió WW, como si hubiera estado unos minutos antes en Bagdad.

Dio la vuelta al periódico para no ver más la realidad terrible, Il dolore del Papa: «aggressione ingiusta» , quizá para extinguir el dolor del Papa y la meditación sobre la posible existencia de agresiones justas, y apareció un recuadro minúsculo, una microfoto de 20 por 20 milímetros, una mujer, una cara que me obliga a mirarla, asimétrica, dos gestos en una sola cara, conocida, porque es innegablemente Francesca, o su Doble. «Parla la Donna: Ho fatto catturare il Killer» , dice la Donna, Francesca irrebatiblemente. ¿Qué es esto?, digo, con el dedo en Francesca, no exactamente en Francesca, sino bajo el mentón y el largo cuello, donde estaría el pecho, cortado por el encuadre de un fotógrafo obediente a la ley periodística de borrar lo insignificante. Ya ve usted, dice Monseñor, hay quien todavía distingue el mal a primera vista y nos lo señala, dice, mirándome a los ojos, ojos azules de plomo, Monseñor, traje negro antirreflectante de seda metálica, pechera negra y blanco alzacuellos. De las mangas surgen las muñecas desnudas, e imagino una pechera que finge ser una camisa, sujeta con elásticos y lazos secretos a la espalda desnuda, la carne bajo el negro sacerdotal, el pecho lampiño apenas manchado por el vello blanco de la vejez angustiosa. Si no sabemos distinguir el mal, ¿podemos distinguir el bien?, dijo monseñor Wolff-Wapowski. ¿Quiere que, ahora que se quedará usted con nosotros, le confiese algo que no repetiré jamás ni nunca admitiré haber dicho? Echo de menos a la extinta Unión Soviética, un mal consistente, serio, ordenado, institucional. Esta señora ha visto al mal, al asesino, una criatura que había matado a un policía, ha visto el mal, de frente, aquí mismo, en via Petroselli, ha mirado a los ojos al asesino y no se ha dejado tragar por esos ojos. ¿Me entiende? Llevaba gafas oscuras, la señora: no se puede mirar directamente al sol, al mal, quiero decir. No ha tenido miedo, y ha distinguido el mal a pesar de que parecía un hombre limpio y afeitado, como usted. Ha visto el mal a pesar de las apariencias, ¿me entiende? Ha visto las marcas, porque hay marcas, no todo es engaño en el mal, hay un lunar en ese hombre, una boca torcida hacia la izquierda, fea. Se lo ha señalado a una vigilante urbana, otra mujer, fíjese usted. Ha habido un tiroteo y está muerto el asesino. ¿Sabe usted lo que dice la mujer? Está orgullosa. No he tenido miedo, dice. Nadie se avergüenza de haber sido valiente.

La Mortedel Killer in Fuga , contaban las crónicas, y nada sabía yo del killer en fuga buscado en toda Italia, tomado al azar por la telecámara de una institución bancaria romana poco antes de morir: de esa visión videográfica ha salido la foto del periódico. El killer es el pobre y terrible hombre cansado del sobre blanco en la mano, reconocido cerca del Circo Massimo por una señora que avisó a dos guardias que avisaron a dos militares, carabineros, que se fueron a la caza del killer, Varotti, según el Corriere . Varotti empuña una pistola, 357 Magnum, y abre fuego, captura a una rehén, turista belga, convierte la rapiña en incidente internacional. Dios mío, me mata, piensa la belga.

La mato, yo estoy muerto ya, os mato a todos, grita el killer, y recibe dos tiros, en el cuello, entre el cuello y la cabeza, en la nuca, calibre 9 Parabellum, el bandido Vanni Varotti, de Marsciano, en el valle del Tíber. Erano le 11.55 e un sabato romano pigro e afoso stava per diventare un giorno memorabile, dicen las crónicas, al principio del viale Aventino, frente a la explanada polvorienta del Circo Massimo, muy cerca del kiosco de refrescos que tiene el toldo verde. Iban nueve días de persecución del bandido Varotti, trescientos testigos creían haberlo visto en Údine, Nápoles y Cosenza, y avisaban a la policía, hasta que verdaderamente fue visto en Roma el sábado memorable y sofocante, y abatido a tiros por los carabineros Bosio y Testa. Había matado al carabinero Nigro en la provincia de Rávena una noche de luna llena, Hombre Lobo, y en Roma vivía entre los vagabundos de Stazione Termini y sus alrededores, aunque, bien afeitado, parecía alojarse en un hotel mediocre, y, a pesar de que paseaba por Roma como un viajante en vacaciones, las unidades que patrullaban por toda la ciudad no lo veían mientras lo captaban las cámaras callejeras policiacas.

El sábado por la mañana, al mediodía, en via Petroselli, a menos de un kilómetro del punto donde lo iban a matar, Varotti se cruzó con una mujer joven, de unos treinta años. La mujer lo miró a los ojos y sintió un escalofrío, o eso declara a los periodistas. Vio el lunar en el lado izquierdo de la cara y la boca torcida del hombre feo, patológicamente normal en todas sus caras de las que ha quedado testimonio fotográfico. Quizá Varotti percibió el escalofrío de la mujer y la creyó impresionada, en vías de enamoramiento, por decirlo así, pues muchos lo habían mirado sin sentir el mismo escalofrío, camareros de restaurantes y vendedores de motocicletas. Varotti parecía digno de confianza: allí donde llega compra el periódico, busca los anuncios de motos de segunda mano, siempre grandes marcas y grandes cilindradas, localiza al vendedor, exige probar la máquina, la prueba. Huye sobre la máquina veloz, y, a pesar de la boca torcida y el lunar siniestro y el cráneo desnudo de las fotos de ficha policial que difunden las televisiones, es servido en todos los restaurantes, donde paga en metálico con parte de los 55.000 euros que lleva en la mochila junto a un certificado médico, de enfermo de malaria. En todos los restaurantes vuelven a ver ahora el lunar, la boca torcida, el cráneo pelado del killer, y dicen Estuvo aquí, lo vimos y no lo vimos, citando el Evangelio de San Juan ante las cámaras.

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