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Justo Navarro: Finalmusik

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Justo Navarro Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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La puerta del baño está abierta, y oigo la ducha. Mi padre me pide que siga en Roma hasta octubre, hasta el otoño, cuando haga más frío, hasta el invierno. Está pensando en aeropuertos bloqueados por la nieve y el temporal: si el avión supera el despegue, muy probablemente será abatido por los elementos. Seguro que pueden seguir acogiéndome en Roma sus amigos. Llámame si tienes problemas, dice, ofreciéndome amparo mientras me expulsa, definitivamente por el momento, de la casa. Medito sobre el asunto con una sandalia de Francesca en la mano, piel limpia estrenada estos días, la suela un poco sucia de las calles romanas y los pasos que la han traído hasta mí, y veo granos de tierra salvaje y roja, por dónde habrá pisado mi Francesca sin que nadie lance un manto a sus pies, me pregunto, y se me va la tarde de domingo sin saber que Francesca me engaña en nuestra habitación, idónea para hablar y callar, como un confesionario. No me había contado su sábado mortal, mucho más extraordinario que nuestro domingo radiante de agosto. Yo estaba siendo traicionado silenciosamente, o engañado, diría, aunque nadie me había mentido: ni siquiera era digno de ser engañado.

Cumpliendo el compromiso establecido ochenta y tres días antes, el lunes me dirigí a la oficina que administra la casa de apartamentos de la piazza di San Cosimato, pero no exactamente en la misma plaza, sino en un callejón, hotel secreto de los santos réprobos. La oficina está cerca, muy cerca, en el antiguo palacio de las Sacras Congregaciones Romanas, pero tampoco exactamente en el mismo palacio, sino en la puerta disimulada y estrecha y miserable que conduce a un interior clandestino de escaleras y puertas suntuosas y espejos que duplican lo suntuoso antes de que todo desaparezca en un subsuelo para funcionarios papalinos no principales, contables, cambistas, administradores de fincas urbanas. En la piazza di San Calisto, antes de alcanzar la puerta, una turba turística está a punto de derribarme y pisarme, cien criaturas con mochilas como tegumentos o exoesqueletos insensibles y acometedores en las que han pegado sentimentales imágenes del Papa. Van cargadas probablemente de latas de conserva fabricadas en factorías seguras, americanas, según la recomendación del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América a los viajeros al exterior: No aceptéis comida extranjera. Son seres sanos e inmortales (la gente siempre ha creído en la inmortalidad, pero, si antes esperaba llegar a ese punto a través de la muerte, ahora confía en vivir eternamente sin morir), peregrinos hacia la iglesia de Santa Maria in Trastevere, enérgicos y eufóricos gracias al ejercicio, la dieta racional-nacional y la depuración sacramental de culpas, hacia la iglesia que se alza donde brotó petróleo treinta y ocho años antes del nacimiento de Jesús, profecía del auge turístico del cristianismo triunfante. Pasa a mi derecha la turba cristiana, como la corneja que anuncia la buena fortuna, y me deja ante el ujier de la puerta secreta, y otra vez subo las escaleras que conducen a la oficina del superintendente de la rama de la hostelería papal que me ha dado asilo.

He visto aquí sacerdotes espléndidos como un domingo, y espléndidos uniformes sacerdotales, futuristas, como de cosmólogos de planetas extragalácticos, trajes y sotanas, quiero decir, puños blancos de camisas de seda florecientes entre seda negra, gemelos y sortijas y cruces, una áurea austeridad litúrgica aquilatada mi-lenariamente. He oído el frufrú de las sotanas espléndidas, magníficos ejemplares de la moda eclesial-católica que se expone en los escaparates de via dei Cestari, pasado el Pantheon y piazza Minerva hacia Largo Argentina. En via dei Cestari resplandecen las mejores tiendas mundiales de moda vaticana para sacerdotes y monjas, el equivalente del mundo profano de via Condotti y sus talleres de las grandes firmas parisinomilanesas. Las vitrinas de via dei Cestari son ricas en ropas para célibes consagrados, maletines de la industria de la Buena Muerte con compartimentos para hostias y santos óleos, modificadores de la conciencia en agonía, psicotrópicos, drugs & drinks sobrenaturales, microhisopos para asperjar al moribundo y atender a su reacción inmediata, automática ya quizá, mortal, ultraterrena, casullas y sotanas en extraordinarios tejidos luminosos o antirreflectantes, gangsteriles estuches para palos de billar o armamento automático- ligero que guardan báculos desmontables de obispo. He visto inolvidables caras de curas, amarillas, rojas, negras y blancas, señoriales, siniestramente ensimismadas y siniestramente radiantes y siniestramente neutras, maquilladas, y miradas oblicuas de cura, al espejo, como si estos seres consagrados poseyeran una incontrolable vanidad de magnates maniáticos. He visto un arzobispo con un algodón en un oído.

Aquí estoy, le dije a monseñor Wolff-Wapowski, el de ojos de plomo celeste, caballero de una soledad cósmica y una imponente autoridad espiritual, de resucitado un poco pálido aún de la tumba. Aquí me tiene, dije, en el subterráneo para funcionarios del Vicario de Cristo o de algún vicario del vicario del Vicario. Monseñor iba a dejarme sin casa en un plazo de siete días, y me tendió la mano, pero sólo para señalar una silla, mano afilada y gris como un hacha. WW era un hombre de gestos rituales repetidos en miles de misas a lo largo de una vida de más de setenta años, un especialista con licencia mundial para administrar los sacramentos. Es, o era, un anciano cálido, y a pesar de la distancia desprendía un olor semejante al del estaño, y, a primera hora de la mañana, un poco de vapor alcohólico, no vicioso, sacrificial, propio del Santo Sacrificio de la Misa, ese asunto antiguo, reiterativo e inmutable. Yo ni siquiera sabía qué iba a decirle, deseoso de volver a una Granada que desde hacía años me parecía inverosímil (probablemente no existente, puramente imaginaria, como mi padre telefónico, pura alucinación auditiva), y deseoso de quedarme en Roma. Así que, como siempre en mi vida, me entregué a las circunstancias para que solucionaran mis indecisiones. La sucesión de los hechos acaba siempre por revelarnos el futuro.

Viene usted a acordar la entrega de la llave y una fecha para el inventario de los objetos que se encontraban en el apartamento cuando usted lo ocupó, dijo W, entre la pregunta y la afirmación, el acento polaco y el alemán, alemán-polaco, que yo imitaba consciente o inconscientemente en mi papel de hombre confundido, extranjero y solo, extraviado, un poco bebedor quizá, aunque seguramente Wolff-Wapowski sabía que no bebo mucho. No hay bebida en mi cuarto, según el informe sobre los amantes del apartamento A4 que obrará en poder de WW. Los amantes han sido siempre uno de los fundamentos de la hostelería y el negocio eclesial, sección de bodas, culpas y actos reproductivos, y las habitaciones alquiladas son un don de Dios para el espionaje, sometidas todos los días a limpieza y registros, intervenido el teléfono, aparato tan vital como el confesionario para el conocimiento de la humanidad. Wolff-Wapowski sabría perfectamente el contenido de mis palabras a mi amante romana y mi conversación con mi padre granadino. Monseñor había estudiado en Cracovia, en Munich, en Deusto, en Georgetown y en Roma, y su presencia de anciano impenetrable era la de un ingeniero soviético, pero sin gafas, con pelo blanco, o gris, más oscuro el pelo que la cara, bucles del tono de los ojos muertos e iluminados por la gracia de su Iglesia. Aquellos ojos me exigían que explicara qué había hecho en todos los años que llevaban sin verme, aunque WW y yo sólo nos conocíamos desde hacía ochenta y tres días y sólo nos habíamos visto ocho veces (y, la primera vez que nos vimos, los ojos de plomo preguntaron lo mismo: ¿qué has hecho mientras no te veíamos?).

Usted quisiera quedarse hasta el otoño, dijo monseñor Wolff-Wapowski, o hasta que empiece el frío verdadero, insano, ese viento tiberino que hace que duelan los oídos, dijo el padre WW, hasta el invierno, dijo, como si hubiera hablado con mi padre o hubiera recibido la transcripción de mis últimas conversaciones telefónicas.

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