Fannie Flagg - Me Muero Por Ir Al Cielo

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Fannie Flagg, autora y guionista de la inolvidable Tomates verdes fritos, nos vuelve a llevar a los cálidos paisajes de Misuri para deleitarnos con las sorprendentes y prodigiosas experiencias de una octogenaria llena de vida, que hacen que una ciudad entera cavile sobre la vieja cuestión: ¿Por qué estamos aquí?
Elner Shimfissle sabe que no debe hacerlo, pero ha vuelto a subirse a la escalera para coger higos de su árbol. Esta vez es atacada por un enjambre de avispas y cae al suelo, y la siguiente cosa que sabe es que ha emprendido una aventura que jamás habría imaginado, en la que vivirá los encuentros más extraordinarios. Pero las mayores sorpresas las vivirán sus parientes, vecinos y amigos, una panda de personajes tan variopintos como entrañables. A medida que va desplegando esta comedia de enredo, cada una de las personas cercanas a Elner va descubriendo algo maravilloso, y lo mismo le sucede al lector.

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– Bueno -farfulló-, estoy… aturdida.

– Todas lo estamos, cariño -dijo Tot-. Cuando acabemos de ordenar todo, me iré a casa y me acostaré. Me siento como si me hubiera atropellado un camión de cien toneladas.

Irene se había sentado en la cama y estaba mirando la casa de Elner por la ventana.

– Estoy… desconcertada. ¿Dónde está?

– En el hospital de Kansas City. Norma y Macky se encuentran ahora allí.

– Oh, pobre Norma, va a ser duro para ella, seguro.

– Sin duda… Espero que le den algo para los nervios.

Irene se mostró de acuerdo.

– Yo también… Bueno… ¿Y qué va a pasar ahora?

– Aún no conozco los detalles, pero te tendré al corriente.

Después de colgar, Tot volvió a sentarse.

– Se ha quedado hundida, apenas podía hablar.

– Supongo que deberíamos hacer una lista de todas las personas a las que hay que llamar y comunicarles la noticia, así le ahorramos a Norma el mal trago.

– Tienes razón, va a estar ocupándose de todo, así la descargaremos de algo. Supongo que Dena y Gerry vendrán de California, ¿no?

– Sí, seguro que sí, será agradable volver a verlos, aunque… ojalá fuera en otras circunstancias -señaló Ruby.

– Sí, es cierto. No sé cuándo será el entierro.

– Imagino que en un par de días.

Tot miró a Ruby. Dijo:

– Estoy tan harta de ir a entierros que no sé qué hacer.

Ruby, que era algo mayor que Tot, exhaló un suspiro:

– Cuando tienes mi edad, los bautizos, las bodas y los funerales empiezan a mezclarse. Con el tiempo te acostumbras.

– Yo no -dijo Tot-. No quiero llegar a acostumbrarme. -Se volvió y miró por la ventana de la cocina las hinchadas nubes blancas en el cielo azul y añadió-: Y además hace un día tan bonito.

Irene Goodnight

11h 20m de la mañana

Tras colgar el teléfono, Irene tuvo náuseas. Vio el tarro de jalea con el pequeño ramo de narcisos amarillos que Elner le había traído hacía unos días. Sintió que la embargaba la tristeza al darse cuenta de que sólo faltaban unas semanas para la Pascua y que este año Elner no estaría, mejor dicho…, no estaría nunca más. Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, todas las Pascuas ella había llevado a sus hijos, y luego a sus nietos, al patio de Elner a buscar huevos escondidos. Cada año sin falta, Elner había pintado más de doscientos huevos y los había ocultado por el patio. Siempre organizaba esa fiesta para todos los niños del barrio. Un año fueron las nietas gemelas de cinco años de Irene, Bessie y Ada Goodnight, quienes encontraron el huevo de oro. ¿Qué harían este año los padres y los niños sin Elner? ¿Qué pasaría con el Club de la Puesta de Sol? ¿Qué iba a hacer ella sin Elner? La conocía desde que era pequeña, y recordaba cuando Elner criaba gallinas en el patio trasero. La madre de Irene solía mandarla a la casa de Elner a por huevos, y siempre se llevaba también una bolsa de higos. Una vez Elner le dijo: «Dile a tu madre que últimamente mis gallinas han estado poniendo huevos de dos yemas, así que ojo», y seguro que de una docena hubo cinco de dos yemas. Cuando Irene era más joven, para ella Elner era la señora de los huevos y los higos; a medida que se fue haciendo mayor y pasó más tiempo con ella, llegó a conocerla como señora Elner sin más. Y la señora Elner siempre tenía historias divertidas que contar, principalmente sobre sí misma. Recordaba aquella en que explicaba lo sucedido en la tormenta de nieve de las primeras navidades que pasó en la ciudad tras llegar del campo. Estaba esperando que el esposo de Norma pasara a recogerla y la llevara a casa para la cena de Nochebuena, y al ver un coche verde que aminoraba la marcha pensó que era Macky y corrió y se subió al asiento delantero. El caso es que era un completo desconocido que iba conduciendo en busca del tercer cinturón y que de pronto vio que una mujer gorda abría de golpe la puerta y se subía de un salto. Elner explicaba que el hombre se asustó tanto que casi estrella el coche. Aquella historia las hacía reír de tal manera que les corrían las lágrimas por las mejillas. Pequeñas historias tontas, como aquella en que su esposo, Will, vio un botón de nácar que ella había dejado sobre la mesilla de noche y se lo tragó al confundirlo con una aspirina. Por lo visto, nunca le había contado la verdad. Por muy deprimida que estuviera Irene, Elner siempre conseguía hacerla reír. Sería triste pasar por la vieja casa de la Primera Avenida Norte y no verla en el porche saludando, y saber que nunca más estaría allí. Pero, con los años, Irene había descubierto que, por desgracia, la vida era así: algo está aquí durante años, y de pronto deja de estar. Hoy Elner está en el porche, y mañana hay sólo una mecedora vacía, una silla vacía, otra casa vacía esperando a las próximas personas que la habitarán y empezarán de nuevo. Irene se preguntaba si las casas echaban de menos a las personas cuando éstas se marchaban, o si los muebles se enteraban de algo. ¿Sabría la silla que era una persona distinta la que se sentaba ahí? ¿Y la cama? Suspiró. «La muerte… ¿en qué consiste? Ojalá lo supiera.»

El paseo en ascensor

Elner se preguntaba cuándo el ascensor se detendría y la dejaría salir. ¡En su vida se había subido a un ascensor más chiflado! La cosa aquélla no sólo subía, sino que además zigzagueaba, daba vueltas sobre sí misma y se desplazaba de lado. Cuando por fin se paró y se abrieron las puertas, Elner no reconoció el sitio. No le sonaba de nada. «Dios mío, este trasto tarado me habrá traído a otro edificio.» Desde luego no se trababa del hospital; era un lugar muy bonito, pero absolutamente desconocido. Le pareció que podía estar en el otro lado de la ciudad, allá donde quedaban los juzgados. «Bueno, ahora seguro que estoy perdida», se dijo a sí misma mientras recorría el pasillo en busca de alguien que le ayudara a regresar al hospital.

– ¡Yuju! -gritó-. ¿Hay alguien ahí? -Había caminado un trecho cuando de pronto vio a una bonita señora rubia de ojos azules que corría hacia ella con un par de zapatos de claqué y una boa de plumas blancas-. ¡Eh! -exclamó.

La señora le sonrió y le dijo:

– Hola, ¿qué tal?

Pero pasó tan deprisa que Elner no pudo preguntarle dónde estaba. Menos mal que estaba bien informada, porque al cabo de unos segundos ¡habría jurado que era Ginger Rogers! Sabía exactamente cuál era el aspecto de Ginger Rogers porque había sido siempre su estrella de cine favorita, y Dixie Cahill, que dirigía la Escuela Dixie Cahill de música y danza de Elmwood Springs, donde Linda había recibido clases de baile, tenía una gran foto de la artista en su estudio. Pero cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que, aunque la mujer era el vivo retrato de Ginger Rogers, no podía ser ella. ¿Qué demonios estaría haciendo Ginger Rogers en Kansas City, Misuri? No tenía sentido. No obstante, de repente recordó que Ginger Rogers era de Misuri, o sea que si no era ella, seguro que era alguna pariente suya.

Elner siguió andando y admirando lo limpios y blancos que estaban los suelos y las paredes de mármol. «Norma debería ver esto -pensó-. Es un edificio con el que se identificaría.» Tan brillante que se podría comer en el suelo, como le gustaba a Norma, si bien para Elner era un misterio por qué alguien querría comer en el suelo. Al cabo de unos minutos empezó a ver un puntito en el extremo del pasillo, y a medida que se fue acercando le alegró comprobar que era una persona, sentada a una mesa frente a una puerta.

– Eh -gritó.

– Eh -contestó la persona.

Cuando llegó al final del pasillo y estuvo lo bastante cerca para ver quién era la persona sentada tras la mesa, no daba crédito a sus ojos. ¡Era nada menos que Ida, su hermana pequeña y madre de Norma! Allí estaba, en carne y hueso, elegante, con sus pieles de zorro, su collar de perlas y sus pendientes.

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