Fannie Flagg - Me Muero Por Ir Al Cielo

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Fannie Flagg, autora y guionista de la inolvidable Tomates verdes fritos, nos vuelve a llevar a los cálidos paisajes de Misuri para deleitarnos con las sorprendentes y prodigiosas experiencias de una octogenaria llena de vida, que hacen que una ciudad entera cavile sobre la vieja cuestión: ¿Por qué estamos aquí?
Elner Shimfissle sabe que no debe hacerlo, pero ha vuelto a subirse a la escalera para coger higos de su árbol. Esta vez es atacada por un enjambre de avispas y cae al suelo, y la siguiente cosa que sabe es que ha emprendido una aventura que jamás habría imaginado, en la que vivirá los encuentros más extraordinarios. Pero las mayores sorpresas las vivirán sus parientes, vecinos y amigos, una panda de personajes tan variopintos como entrañables. A medida que va desplegando esta comedia de enredo, cada una de las personas cercanas a Elner va descubriendo algo maravilloso, y lo mismo le sucede al lector.

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– Oh, no. ¿Se ha roto algo?

– Eh…, algo peor que eso.

– ¿Qué quieres decir con algo peor que eso? -Hubo una larga pausa. Luego Linda dijo-: No estará muerta, ¿verdad?

– Sí -contestó Macky con tono terminante.

Linda sintió que se le vaciaba la cabeza de sangre y se oyó a sí misma preguntar:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Cuando Tot y Ruby la han encontrado, estaba en el suelo, inconsciente, y creen que ha muerto en la ambulancia, camino del hospital.

– Oh, Dios mío. ¿Por qué? ¿De qué?

– Aún no lo saben con exactitud, pero en cualquier caso ha sido algo rápido, no ha sufrido. Según el médico, lo más probable es que no supiera en ningún momento con qué se golpeó.

– ¿Dónde está mamá?

– Aquí, conmigo. Estamos en el Hospital Caraway de Kansas City.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, pero quiere saber si hay alguna posibilidad de que vengas. Hemos de tomar un montón de decisiones, y tu madre no quiere hacer nada sin ti. Ya sé que son muchas prisas, cariño, pero creo de veras que tu madre te necesita aquí.

– Claro, papá; dile a mamá que espere, que iré en cuanto pueda.

– Bien, se alegrará de saber que vienes.

– Te quiero, papá.

– Yo también a ti, cariño.

Macky colgó y sintió un alivio inmenso. La verdad es que necesitaba a Linda tanto como Norma. Por alguna razón sabía que cuando Linda estuviera con ellos, todo iría bien. Su pequeña, aquel pequeño ángel dulce y desvalido que había dependido de su padre en todo, había crecido y ahora él dependía de ella. A veces, Macky observaba a la mujer de éxito y segura de sí misma en que se había convertido y aún veía a su niña; en otras ocasiones, como hoy, se daba cuenta de que Linda era más capaz e inteligente que él o que Norma. Ignoraba cómo se las habían ingeniado para tener una hija así, pero estaba tan orgulloso de ella que no sabía qué pensar.

En cuanto Linda colgó, hizo acopio de toda la formación de ejecutiva que había recibido para saber afrontar situaciones de crisis, y en menos de ocho minutos había dispuesto que la chica au pair recogiera aquella tarde a su hija Apple en la escuela y la llevara a la casa de su mejor amiga a pasar la noche. Por otro lado, su secretaria le había conseguido plaza en un jet privado de la empresa, y alquilado una limusina que la llevaría al aeropuerto de St. Louis y una furgoneta que la iría a buscar al de Kansas City. En menos de catorce minutos estuvo sentada en el asiento de atrás del coche.

Linda no había estado muy unida a su abuela Ida, quien, cuando su nieta era todavía un bebé, se había marchado de Elmwood Springs para estar más cerca de la Iglesia presbiteriana y sus reuniones del club de jardinería de Poplar Springs; y cuando tu madre no se lleva bien con tu abuela es difícil tener una buena relación. Una vez su abuela le dijo que Norma la había decepcionado mucho: «No la entiendo, podía haber ido a la universidad y llegar a ser algo, pero desperdició su vida y se convirtió en una simple ama de casa.» Norma sólo se dijo «agradece que sólo es tu abuela y no tu madre». Y por eso la tía Elner fue adquiriendo más relieve. A medida que la limusina sorteaba el tráfico, Linda se puso a pensar en su infancia y en las muchas noches pasadas en casa de su tía.

Desde que era un bebé hasta cuando ya fue demasiado mayor para ello, la tía Elner la había acostado con una botella pequeña de leche chocolatada. En verano, dormían ambas en el gran porche trasero cubierto, y en invierno, la tía Elner la acostaba en la cama pequeña que había al otro lado de la cama grande, y las dos se echaban y observaban el resplandor anaranjado del calentador eléctrico mientras hablaban hasta quedarse dormidas. Cuando Linda iba a la Escuela Dixie Cahill de música y danza, la tía Elner asistió a todos los recitales de baile, a todas las graduaciones, así como a la ceremonia de su fracasado matrimonio. Si hacía memoria, los tres habían estado siempre ahí: mamá, papá y tía Elner. En vista de que su padre no lograba que Norma dejara a Linda formarse en AT &T en vez de ir a la universidad, fue la tía Elner quien la convenció. De hecho, siempre que había algún problema con alguien, era la tía la que lo resolvía.

Con los años, Linda llegó a valorar y a tener un respeto casi reverencial por la capacidad de la tía Elner de ver los dos lados de un argumento, de comprender exactamente cómo negociar un acuerdo, de decir lo más adecuado para que ambas partes se sintieran satisfechas. Mucho antes de que en las escuelas de empresariales se explicara la solución «todos ganan» en las técnicas de resolución de problemas, la tía Elner ya la había estado utilizando durante años sin formación ninguna. No era tonta, desde luego. Si no había modo de solucionar un problema, se daba cuenta. Cuando el matrimonio de Linda pasaba por un mal momento, tras meses de lágrimas, discusiones, peleas, terapias de pareja, rupturas, reconciliaciones y promesas rotas por parte de él, fue la tía Elner la que finalmente le dio el mejor consejo con sólo cuatro palabras: «Líbrate de él, cariño.» Seguramente Linda estaba lista para escuchar eso, pues es lo que hizo exactamente; y teniendo en cuenta que su ex ya iba por el tercer matrimonio, fue la mejor sugerencia que pudieron hacerle.

Y cuando le dijo a su madre que quería adoptar un bebé chino, Norma intentó disuadirla. «Linda, si no estás casada y apareces de pronto con un niño chino, ¡la gente pensará que tienes una aventura con un chino!» Pero, gracias a Dios, la tía Elner se puso de su lado. «Nunca he visto a un chino en persona, me haría ilusión», dijo. De súbito, la inundó una ola de culpa, remordimiento y pesar combinados. ¿Por qué no había encontrado más tiempo para ir a visitar a la tía Elner a su casa? ¿Por qué no había dejado que su hija Apple la conociera mejor? Ahora era demasiado tarde.

Entonces recordó su última conversación. La tía Elner se había entusiasmado con un artículo que había leído en National Geographic sobre una especie de ratones que brincaban a la luz de la luna. Un fotógrafo oculto tras unos arbustos había tomado fotos de los animales saltando, y la tía Elner pensó que aquello era lo más bonito que había visto en su vida e hizo una llamada de larga distancia para sacar a Linda de una reunión y contárselo. «Linda, ¿conoces esos ratones del desierto que saltan a la luz de la luna? Imagínate a esos ratoncitos saltando al claro de luna y pasándolo bien cuando nadie mira, supongo que ellos lo llamarán bailar, es curioso, ¡has de ver esta imagen enseguida!» Linda no fue todo lo paciente que debía haber sido, y por si fuera poco le mintió diciéndole que iba corriendo inmediatamente a comprar un ejemplar de National Geographic. Después mintió de nuevo cuando la tía Elner la volvió a llamar al cabo de unas horas para saber qué pensaba.

– Tenías razón, tía Elner, son divinos, ¡lo más hermoso que he visto nunca!

La tía Elner estuvo la mar de contenta.

– Bueno, sabía que te gustaría verlos, algo así te alegra la vida, ¿verdad?

– Desde luego, tía Elner -mintió de nuevo. Ojalá pudiera retirarlo todo.

Ahora Linda sabía de primera mano que lo que siempre había oído era verdad. Cuando se pierde a un ser querido, todo son lamentos. Podría estar la vida entera diciéndose una y otra vez «¿por qué no hice…?» u «ojalá hubiera…». Demasiado tarde. Quizá tras el funeral, cuando todo estuviera más tranquilo, ella y Apple pasarían más tiempo en casa con papá y mamá. Nunca se sabe si una conversación será la última. Linda juró que a partir de ahora lo valoraría todo mucho más. Había aprendido a base de errores: la vida puede acabarse sin avisar.

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