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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– ¡Qué badajazo…!

Y su espalda fue escurriéndose a lo largo del muro. Se encontró sentado en el suelo. Su cabeza se hinchaba terriblemente, mientras en ella resonaba una música atroz. Los tirantes seguían estando nuevos.

8

El abad Petitjean caracoleaba por las galerías de la prisión, perseguido de cerca por el guardián. Jugaban a buscarse las cosquillas. Cerca de la celda de Claude Léon, el abad pisó la cagarruta del gato de nueve colas y dio una vuelta completa en la atmósfera. La sotana, graciosamente desplegada alrededor de sus robustas piernas, le prestó un parecido tan absoluto con la Loie Fuller [1], que el guardián, lleno de respeto, le adelantó, quitándose la gorra cortésmente. A continuación, el abad cayó al suelo, con un ruido ostentoso, y el guardián saltó a caballo sobre sus espaldas; el abad se rindió.

– He ganado yo -dijo el guardián- y usted paga la ronda -el abad Petitjean asintió de mala gana-. Menos bromas. Tiene usted que firmarme un papel.

– Boca abajo no puedo firmar -dijo el abad.

– Está bien, lo suelto -dijo el guardián.

Nada más levantarse, el abad lanzó una carcajada y salió corriendo. En su camino había un muro bastante sólido y al guardián no le costó nada atrapar de nuevo al abad.

– Es usted un hermano tramposo. Fírmeme el papel.

– Hagamos un pacto. ¿Quince días de indulgencias?

– Leches -y el guardián hizo el oportuno corte de mangas.

– Bueno, va… Lo firmo.

El guardián arrancó un formulario, totalmente cumplimentado, de la matriz de su talonario y le entregó un lápiz a Petitjean, que se decidió a firmar, antes de dirigirse a la celda de Claude Léon. La llave entró en la cerradura, la cerradura se puso de parte de la llave y la puerta se abrió.

Sentado en la cama, Claude Léon meditaba. Un rayo de sol penetraba por el hueco que en la ventana había dejado el barrote arrancado, daba un pequeño giro e iba a perderse en las profundidades del orinal.

– Buenos días, padre -dijo Claude Léon, al entrar el abad.

– Buenos días, mi pequeño Claude.

– ¿Se encuentra bien mi madre?

– Pues claro que sí.

– He sido tocado por la gracia -dijo Claude, pasándose una mano por el occipucio-. Toque aquí -añadió.

El abad tocó.

– Caramba…, la gracia no se ha andado con chiquitas…

– Alabado sea el Señor. Desearía confesarme. Quiero presentarme ante mi Creador revestido por la blancura de mi alma.

– ¡Como si hubiese sido lavada con Persil…! -exclamaron ambos al unísono, de acuerdo con el rito católico, e hicieron una señal de la cruz de las más clásicas.

– Pero aún no van a torturarte colgándote de una cuerda y metiéndote y sacándote del mar.

– He matado a un hombre -dijo Claude-. Y, encima, era un ciclista.

– Tengo noticias. He visto a tu abogado. El ciclista era conformista.

– Aun así, he matado a un hombre.

– Pero Saknussem ha aceptado testificar a tu favor.

– No me apetece.

– Hijo mío -dijo el abad-, no debes olvidar que ese ciclista era un enemigo de nuestra Santa Madre Iglesia, cornuda y apostolónica…

– Todavía no había sido tocado por la gracia, cuando lo maté.

– Eso son fruslerías -aseguró el abad-. Te sacaremos de ésta.

– Imposible -dijo Claude-. Quiero ser ermitaño y, por consiguiente, ¿dónde podría estar mejor que en la cárcel?

– Perfecto. Si quieres ser ermitaño, mañana te sacamos. El obispo está en muy buenas relaciones con el director de la prisión.

– Pero no tengo ermita. Y esto me gusta.

– Tranquilízate, te encontraremos algo más birria.

– En ese caso, es diferente. ¿Nos vamos?

– Despacito, hereje. Se deben cumplir las formalidades de rigor. Pasaré mañana a recogerte con el coche fúnebre.

– ¿Adónde me llevarán? -preguntó Claude, muy excitado.

– Hay una buena vacante de ermitaño en Exopotamia. Te la darán. Estarás fatal.

– ¡Perfecto! -dijo Claude-. Pediré por usted.

– ¡Amén! -dijo el abad.

– Borra, Rataplán y Porra… -acabaron a coro, de acuerdo siempre con el rito católico, lo que dispensa, como todo el mundo sabe, de la señal de la cruz.

El cura acarició la mejilla a Claude y le dio un buen pellizco en la nariz, antes de abandonar la celda. El guardián volvió a cerrar la puerta.

Claude permaneció de pie ante el ventano, hizo una profunda genuflexión y se puso a rezar con todo su corazón astral.

C

"…Exageran ustedes los inconvenientes de los matrimonios mixtos."

( Memorias de Louis Rossel, Stock, 1908, página 115.)

1

Angel esperaba a Ana y a Rochelle. Sentado sobre la desgastada piedra de la balaustrada, observaba a los técnicos, que, como todos los años, procedían a esquilar a los palomos del square. Era un espectáculo fascinante. Los técnicos vestían batas blancas muy limpias y delantales de tafilete rojo, con el escudo de la ciudad repujado. Estaban pertrechados de esquiladoras de plumas, de un modelo especial, y de un producto para desengrasar las alas de los palomos acuáticos, cuya proporción era muy alta en el barrio.

Angel aguardaba el momento en que el plumón más próximo a la piel comenzase a volar, para ser aspirado casi inmediatamente por los cilíndricos recuperadores cromados, que el personal auxiliar utilizaba sobre carretillas provistas de neumáticos. Con el plumón se rellenaba el lecho de plumas del Presidente del Consejo Municipal. Aquel plumón recordaba la espuma del mar, cuando el viento sopla, y la espuma forma sobre la arena gruesos paquetes blancos, que el viento hace vibrar y que, si se pisan, rezuma suavemente entre los dedos de los pies, y, conforme va secándose, parece que se solidifica un poco. Ana y Rochelle seguían sin llegar.

Con toda seguridad, Ana habría hecho alguna de las suyas [2]. Nunca sería puntual, tampoco llevaría nunca su coche al garaje para que se lo revisasen. Probablemente Rochelle estaría esperando a que Ana pasase a recogerla. Angel conocía a Ana desde hacía cinco años y a Rochelle, desde hacía menos tiempo. Ana y Angel procedían de la misma escuela, pero Angel sólo había obtenido un cargo inferior, porque no le gustaba trabajar. Ana dirigía una de las secciones de la Compañía de Fabricantes de Guijarros para Vías Férreas Pesadas; Angel se daba por contento con una situación menos lucrativa en el taller de un tornero de tubos de vidrio para lámparas de vidrio. Angel llevaba la dirección técnica de la empresa, mientras que Ana, en su Compañía, trabajaba en la dirección comercial.

El sol pasaba y volvía a pasar por el cielo sin tomar una decisión; el este y el oeste, que acababan de jugar a las cuatro esquinas con sus otros dos camaradas, ocupaban ahora, por divertirse, posiciones distintas a las acostumbradas; a lo lejos, el sol se encontraba despistado. La gente se aprovechaba de la situación. Sólo los engranajes de los relojes de sol funcionaban insensatamente y se desquiciaban uno tras otro, en medio de crujidos y lamentos siniestros. Pero la alegría de la luz atenuaba el espanto de aquel clamor. Angel consultó su reloj. Llevaban media vuelta de retraso. Lo cual era ya para tenerlo en cuenta. Se levantó y cambió de lugar. Frente a él estaba una de las muchachas que esquilaban a los palomos. Llevaba una falda muy corta y la mirada de Angel trepó por sus bruñidas y doradas rodillas, para infiltrarse entre los muslos largos y torneados; estaba caliente allí, y, sin escuchar a Angel que intentaba contenerla, la mirada avanzó un poco más y actuó a su manera. Angel, incómodo, se decidió, con pesar, a cerrar los ojos. Allí quedó el pequeño cadáver y la muchacha, sin darse cuenta, lo dejó caer al ahuecarse la falda, cuando se levantó unos minutos más tarde.

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