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Boris Vian: El otoño en Pekín

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Boris Vian El otoño en Pekín

El otoño en Pekín: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta mañana Amadís Dudu ha perdido el autobús. Tal inconveniente, lejos de resolverse normalmente, supone para Dudu el comienzo de una serie de extraordinarias aventuras que no tardarán en conducirle al gran desierto de Exopotamia. Allí, precisamente porque se trata de un desierto, Dudu entabla conocimiento con una multitud de personajes pintorescos, al tiempo que se ve involucrado en el extravagante proyecto de construcción de una línea ferroviaria. Naturalmente, ni Pekín ni el otoño tienen nada que ver con todo esto. De hecho, aquí casi nada tiene que ver con nada, y no se hace necesario que nadie saque conclusiones. No obstante, si el lector se empeña en ello, no será difícil que, a través de la delirante y cómica peripecia de Dudu, llegue a ese centro secreto en torno al cual gira la obra entera de Boris Vian y en el cual, entrelazados, se esconden el amor y la muerte.

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– Y ¿si le metiésemos a usted en el coche, para llevarlo al hospital? -propuso Angel.

– No merece la pena -dijo Cornelius-. Ya pasará pronto alguna ambulancia. Devuélvame el contrato. Verdaderamente, estoy satisfecho.

Cogió el contrato y se desmayó.

3

– No sé qué hacer -dijo Ana.

– Tienes que ir -dijo Angel-. Has firmado.

– Pero me voy a aburrir terriblemente -dijo Ana-. Estaré completamente solo.

– ¿Has vuelto a ver a Cornelius?

– Me ha telefoneado. Debo partir pasado mañana.

– ¿Tanto te fastidia?

– No -dijo Ana-. En el fondo, no; conoceré mejor el país.

– No quieres confesarlo, pero te fastidia a causa de Rochelle.

Ana miró a Angel con asombro.

– Te aseguro que ni lo había pensado. Tú ¿crees que me guardará rencor, si me voy?

– No sé -dijo Angel, pensando que, al quedarse sola Rochelle, podría verla de vez en cuando.

Sus ojos eran azules. Ana no estaría.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Ana.

– ¿Qué?

– Deberías venir conmigo. Seguramente necesitan varios ingenieros.

– Pero yo no entiendo nada de ferrocarriles -dijo Angel.

No podía abandonar a Rochelle, si Ana se marchaba.

– Entiendes tanto como yo.

– Gracias a tu cargo, por lo menos sabes lo concerniente a los guijarros.

– Yo los vendo, pero te aseguro que sobre guijarros lo ignoro todo. Uno no tiene que saber forzosamente lo que vende.

– Si nos vamos los dos…

– Oh -dijo Ana-, Rochelle encontrará pronto a otros tipos con los que distraerse.

– Pero tú, ¿no estás enamorado de ella? -preguntó Angel.

Su propia pregunta removió desacostumbradamente su propia zona cardíaca. Trató de contener la respiración, pero sacudía fuerte.

– Es una chica muy guapa -dijo Ana-. Sin embargo, hay ocasiones en que uno tiene que sacrificarse.

– Entonces -preguntó Angel-, ¿por qué te perturba tanto la idea de partir?

– Me voy a aburrir mucho. Si tú vinieses conmigo, sería más distraído. ¿No puedes venir? En todo caso, ¿no te quedarás aquí por Rochelle?

– Claro que no -dijo Angel.

Aunque muy doloroso de decir, nada se rompió.

– Al grano -dijo Ana-. Y ¿si yo consigo que Cornelius la contrate como secretaria…?

– Estupenda idea -dijo Angel-. Voy a preguntarle a Cornelius si tienen trabajo para mí.

– O sea, ¿que te decides?

– Tampoco voy a dejarte abandonado.

– Perfecto. Estoy seguro de que lo vamos a pasar en grande, viejo. Telefonea a Cornelius.

Angel ocupó la silla de la que se había levantado Ana y descolgó el auricular.

– Bueno, entonces le pregunto si Rochelle puede ir y si pueden contratarme a mí, ¿no?

– Adelante -dijo Ana-. Después de todo, hay ocasiones en que uno puede muy bien no sacrificarse.

D

"…Tal decisión se adoptó tras un animado debate; puede resultar interesante conocer las diversas posiciones mantenidas durante esta discusión."

(Georces Cogniot, Las subvenciones a la enseñanza confesional, El Pensamiento, n.° 3, abril-mayo-junio de 1945.)

1

El profesor Mascamangas miró unos instantes el escaparate, sin poder despegar sus ojos del brillante reflejo que la bombilla opalina prestaba distraídamente a la bruñida madera de una hélice de doce paletas; su corazón se agitaba, rebosante de gozo, y se removió tanto que su vértice llegó a tocar el decimoctavo par de nervios braquiales temporales. Mascamangas abrió la puerta. La tienda olía estupendamente a serrín. Había pequeños trozos de madera de balsa, de ciruela pasa, de hemlock y de hickory [3], por todos los rincones, cortados en todas las formas y a todos los precios, y, en las vitrinas, rodamientos a bolas, mecanismos para volar y artefactos redondos, sin nombre, que el comerciante había bautizado «ruedas» a causa de un agujerito que tenían en el centro.

– Buenos días, señor profesor -dijo el comerciante, que conocía mucho a Mascamangas.

– Buena noticia, señor Cruc -dijo Mascamangas-. Acabo de matar a tres clientes y nuevamente dispondré de tiempo para trabajar.

– ¡Asombroso! -dijo el señor Cruc-. Con esa gente no hay que fallar.

– La medicina -dijo el profesor- resulta estupenda para tomársela a cachondeo, pero no puede ni compararse con el aeromodelismo.

– No diga eso -dijo el señor Cruc-. He empezado la carrera de medicina hace dos días y me gusta.

– ¡Oh!, ya se desengañará. ¿Ha visto usted el nuevo motorcito italiano?

– No. ¿Cómo es?

– ¡Terrible! -dijo Mascamangas-. Se lo mascamangaría uno.

– ¡Ja, ja, ja! -dijo el señor Cruc-. Usted, siempre tan cachondo, profesor.

– Y además carece de encendido -dijo el profesor.

Los ojos de Cruc se alargaron a lo ancho, lo que le produjo una caída de párpados, mientras se inclinaba Mascamangas con las manos abiertas sobre el mostrador.

– ¡No! -jadeó.

– Como se lo digo… -Mascamangas hablaba con una entonación pura, suave y rosada, que excluía lo imposible.

– ¿Lo ha visto usted?

– Tengo uno en mi casa. Y funciona.

– ¿Cómo lo ha conseguido?

– Mi corresponsal italiano, Alfredo Jabès, me lo ha enviado.

– ¿Me lo enseñará? -dijo Cruc, con el ansia hoyando sus mejillas piriformes.

– Depende -Mascamangas se introdujo un par de dedos entre el cuello de su camisa, del color de los ranúllulos amarillos, y su propio cuello cilíndrico-cónico-. Necesito abastecerme.

– Sírvase usted mismo -dijo Cruc-. Coja lo que quiera, no pague, pero lléveme a su casa ahora mismo.

– Perfectamente -dijo Mascamangas que hinchó sus pulmones de aire y se lanzó a la trastienda, entonando una canción guerrera.

Cruc, que le observaba, habría consentido que se llevara toda la tienda.

2

– ¡Es extraordinario…! -dijo Cruc.

El motor acababa de pararse; Mascamangas manipuló en el vástago y giró la hélice para ponerlo de nuevo en marcha. A la tercera vuelta, la hélice se disparó con un golpe seco y al profesor no le dio tiempo a retirar la mano. Se puso a saltar verticalmente, gimiendo. Cruc ocupó su lugar y giró, a su vez, la hélice. El motor arrancó en un abrir y cerrar de ojos. Dentro de la pequeña botella del combustible, se veían entrar por la válvula las burbujas de aire, como un caracol que babea, y, por las dos lumbreras del escape, fluía muy suavemente el aceite.

El viento producido por la hélice mandaba el humo del escape sobre Mascamangas, que se había vuelto a acercar. Intentó girar la manivela del contraémbolo, a fin de regular la compresión, y se quemó briosamente los dedos. Sacudió la mano y se la metió entera en la boca.

– ¡Mierda y más mierda! -renegó.

Felizmente, con los dedos en la boca se le entendía mal. Cruc, hipnotizado, trataba de seguir con los ojos el movimiento de la hélice y, con este fin, sus globos oculares giraban en órbita, pero la fuerza centrífuga lanzaba los cristalinos hacia fuera, lo que le permitía ver exactamente el borde interno de sus párpados; así es que renunció. La sólida mesa sobre la que habían atornillado el pequeño cárter de aluminio vibraba, haciendo temblar toda la habitación.

– ¡Funciona, funciona! -se puso a gritar Cruc.

Se separó de la mesa y cogió a Mascamangas por las manos. Mientras el humo azul huía hacia el fondo de la habitación, estuvieron bailando en corro.

Sorprendiéndoles justo a mitad de una peligrosa cabriola, el timbre del teléfono demostró indudables cualidades para producir estridentes sonidos que recordaban el silbido de una medusa. Mascamangas, sorprendido en pleno salto, cayó de espaldas, mientras que Cruc, con la cabeza por delante, fue a clavarse en la tierra de un macetón verde, que contenía una gran palma académica.

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